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Mudbound, el color de la sangre

De: Rodrigo Villegas Rodríguez / Para Inmediaciones

Un entierro. El del padre. Hay tormenta. Dos hermanos. Blancos, no negros. Blancos. El padre blanco. La lluvia llena la fosa que excavan. Lodo. Es un entierro.

Henry McAllan (Jason Clarke), el hijo mayor, el primogénito, le dice a su hermano, luego de cavar un poco más de lo necesario (van por los cinco metros de profundidad), que no podrán dejar el cuerpo de su padre ahí dentro. Jamie (Garret Hedlund), el menor, le pregunta que cuál es el motivo. “Aquí enterraron a un negro”, le dice Henry, y le muestra un cráneo repleto de tierra. “¿Cómo sabes que es de un negro?”. “Porque tiene una bala incrustada. Seguro pretendía escapar de estas tierras. Papá odiaría ser enterrado aquí”.

Mudbound (Dee Rees, 2017) es una de las nueve películas nominadas a los Oscar (la gala será este domingo 4 de marzo). Quizá una de las menos favoritas – eclipsada por La forma del agua y Tres anuncios para un crimen; al parecer una de las dos se llevará el galardón principal –, este largometraje forma parte de esa continua búsqueda artística por no solamente contarte una historia, sino cuestionar algo, un pasado o un presente que quizá no está muy lejos de aquel pasado. Llevarte a una “reflexión” acerca de lo que aún se vive y que al parecer no ha cambiado tanto como parece a simple vista – ahí, como ejemplo, el caso de la Virgen en calzones de Rilda Paco y las reacciones en Bolivia.

Trump. Donald Trump. Quizás ese nombre agrupe a la cantidad – estoy cada vez más convencido de que no es un grupo pequeño. Ganó las elecciones de los Estados Unidos, una de las más grandes potencias del mundo, con un discurso de odio hacia los “diferentes”, a los que no comparten la “misma sangre” – de los estadounidenses que aún, en pleno Siglo XXI, albergan dentro suyo el síndrome de superioridad por el color de piel con el que nacieron. Esto hacia los mexicanos, los judíos, orientales y, por supuesto, los negros.

Una de las plataformas artísticas que se han encargado de combatir contra estos pensamientos establecidos – que datan de hace cientos, si no miles de años – es el cine. Nombrar a todas las producciones que versan sobre este conflicto que parece eterno sería demasiado extenso en una “reseña”; nombro algunas, quizá las más conocidas en su género: “El color púrpura” (Steven Spielberg, 1985), 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), “Selma” (Ava DuVernay, 2014), “Fences” (Denzel Washington, 2016) y, a su modo, Django (Quentin Tarantino, 2012) y Huye (Jordan Peele, 2017), nominada también a los Oscar de este año. Cada una de ellas reclama lo mismo: recuerda, observa, no olvides, perdona, cambia, cambia, cambia.

En Mudbound se ve el progreso y descenso de dos familias: una, la de los blancos, la supremacía, los dueños de aquel territorio, los reyes eternos; la otra, la de los negros, la de los oprimidos, los sin descanso, los descendidos a los infiernos por el azabache de sus manos y su cara.

Y eso, en aquellos años 40, donde la película está ambientada, no lo modifica ni la misma guerra.

Dos soldados regresan de la Segunda Guerra Mundial a sus hogares, ubicados en una inmensa granja en el delta de Misisipi. Uno de ellos es Jamie. Otro es Ronsel (Jason Mitchel), el hijo mayor de Hap (Rob Morgan) y Florence (Mary J. Bilge) Jackson, una numerosa familia de agricultores afroamericanos que trabajan para los McAllan.

Los traumas de la guerra, la sangre de los cuerpos desmembrados que aparecen en las pesadillas de los ex combatientes (la leyenda cuenta que Hemingway, escritor americano galardonado con el Nobel de Literatura …, jamás pudo olvidar su campaña en la Primera Guerra Mundial y por ello, por las atroces imágenes que nunca escaparon de su mente a pesar de las ingentes cantidades de bebidas alcohólicas que consumía, se suicidó un… de un disparo en la cabeza con su escopeta) que no los sueltan, que se niegan a ser reemplazados por recuerdos mejores. Aquello podría unirlos, conferirles el respeto que ambos, blanco y negro, se merecen en la tierra en la que han nacido. Los dos combatieron en la guerra contra Hitler y vencieron. Defendieron a su país, a los colores y estrellas de la misma bandera. Pero todo aquello parece no haber sido suficiente. El odio es más fuerte. El odio triunfa en muchos casos.

Los blancos no respetan el uniforme de Ronsel. Menos su raza. La detestan. No les interesa que haya entregado su cuerpo a la atrocidad de la guerra. Para ellos no es más que un negro. En una escena donde Ronsel, ya de vuelta en su territorio, compra dulces y azúcar para sorprender a su familia, el padre, que todavía no ha muerto, de Henry y James, que acaba de entrar a la misma tienda, se le pone delante de la puerta de salida y le dice que “él” no puede salir por allí. Que lo corresponde, como a los suyos, salir por la puerta de atrás. Atrás, donde los negros están obligados a sentarse en los buses que los transportan. Atrás, siempre atrás.

En una charla con Jamie, Ronsel, que siente la humillación de aquel lugar a donde ha regresado, le dice que preferiría regresar a la guerra, a las trincheras, a los tanques. Allí recibía la admiración y la atención de los europeos a los que defendían. Igual blancos, pero no como los de su patria. Allí, en las calles que rodean la granja, no recibe más que irrespeto y odio.

Una de las virtudes de Dee Rees es la de haber dotado a su película de la voz de las conciencias de los protagonistas. Es decir que además de los habituales diálogos, a lo largo de las dos horas que dura la cinta los personajes “recuerdan” aquellos años, los exploran junto a ti, el espectador, y dicen lo que no se atrevieron a decir aquel entonces.

Laura (Carey Mulligan), la esposa de Henry, analiza aquellos tiempos, las esperanzas frustradas, el amor, el matrimonio – que era una imposición social – y los hijos – ser madre era otra; si no llegabas a reproducirte, fracasabas como mujer –. Otra de las formas de supremacía del hombre de las que hace eco la película: el machismo intolerante. “Solo quería que Henry sea feliz, darlo todo para que él consiga sus sueños, jamás le negaba mi cuerpo, yo sacrificaba mi vida por él”, dice en un momento Laura. La misma que cuando era joven, cuando aún no le pertenecía a nadie, tocaba un piano y vivía en una casa “normal” y no en la granja donde todo es barro – “Barro, recuerdo aquellos años por el barro”, también dice/piensa – donde su marido la llevó a vivir sin preguntarle.

La denuncia a través de esta ficción que hace Dee Rees – no es propia: la película es una adaptación del libro que lleva el mismo nombre, de la escritora norteamericana Hillary Jordan – parece ser que a pesar de los cambios que se dieron con los años, la disminución del racismo, el machismo, la intolerancia y las campañas de erradicación de estos “odios establecidos”, aún hay mucho por hacer. La obstinación de las costumbres y los prejuicios empantanan todavía a buena parte de la población mundial. Trump es el caso más destellante al respecto. Y fue elegido por la mayoría de su país.

Es complicado que esta película producida por Netflix – no es un dato menor – se lleve el Oscar. Pero es una cinta que vale mucho la pena ver. Una demanda que siempre es bueno tenerla presente en nuestra conciencia.


Admirador total de Raza debronce (Arguedas) y La telaraña (Boero Rojo).
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