El más allá
Estéfani Huiza Fernández – Bolivia
Escucho voces dentro de este auto, son ellos, ¿los humanos los que hablan? No, son palabras insomnes que se desprenden de estos pensamientos, sonidos que no me dejan en paz. No son voces, no son letras, no distingo, no entiendo. Estos chillidos se parecen al dolor de la muerte, al miedo, al final, a la espera de encontrarte allá, en el más allá.
La salida
Rubén García García – México
Caímos en el aburrimiento, pasamos del paroxismo al tedio. Las coincidencias del ayer ahora son contradicciones. El sexo es la puerta donde nos encontramos, pero, ¿hasta cuándo? Las pláticas en el café y el lenguaje de las manos en el parque han quedado lejos. Hoy tenemos el reproche, la pregunta, la ironía. Esperamos la noche y, sin hablar, nos reencontramos con el placer. Yo sueño con otra mujer, tú con otro hombre. Tendremos un espacio para reconsiderar, ya que, para fortuna de ambos, mañana llega tu marido.
El poder de la palabra
Nana Rodríguez Romero – Colombia
Que me quemen las manos si he tocado las arcas del gobierno. Dijo en tono demagógico y compungido el mandatario.
Tiempo después, tras la explosión de una bomba en su carro, sus manos ardieron al emprender la fuga.
Oiga don Noé
Daniel Frini – Argentina
Oiga don Noé, acá hay un error. Comprendo que Usted deba poner una pareja de animales de cada especie, y los ocho brazos y las dos cabezas que tenemos mi esposa y yo se presten a confusión, pero nosotros somos turistas venidos de Aldebarán; no somos de acá de la Tierra, y en la agencia de viajes no nos dijeron que iba a haber un diluvio. Oiga don Noé ¿con quién podemos hablar? ¿Cómo podemos arreglar esto? Oiga don Noé…
Secretos de familia
Manuela Vicente Fernández – España
Para que el Frankenstein que vivía entre nosotros no se sintiera raro ni excluido del posado familiar nos vestimos a juego con su apariencia extraña para la sesión de fotos. Pese a los cascos opacos y escafandras usados por mi familia para camuflarse, a ojos de los que nos conocían, no era difícil adivinar quién era quién. Solo en mi caso, convencidos de mi inocencia infantil, decidieron dejar mi cara al descubierto. Años después, cada vez que vuelvo a ver la foto, sigo sintiendo la misma náusea y reafirmándome en la convicción de que, de todos ellos, era yo la que más miedo daba.