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Metamorfosis transitorias

Andrés Canedo

Cuando entraron con ella a la casa de él, percibieron que las paredes empezaron a manar gotas de miel. Cuando la llevó a la cama, notaron que las sábanas tuvieron un arrebato de confusión y se transformaron en pétalos de rosa y así permanecieron. Y así, la entrega renovada de sus cuerpos, se alzó a cimas infinitas, más allá de las estrellas. También, al día siguiente, al ir a desayunar, ambos sintieron que los sencillos alimentos se convertían en delicias y desde ese deleite se excitaron los resortes secretos de sus almas, y los llevaron al sofá de la sala, que sometido a una misteriosa magia, se transformó en hamaca de nubes que seguía el vaivén de sus cuerpos. Es que él no podía dejar de sentir que toda la casa vibraba emocionada y se acomodaba al ligero y permanente temblor de su alma. Resultó que, hasta las palabras dichas, los susurros, los dulces gemidos, cobraban cualidades de melodía y los finos oídos de sus espíritus, les habilitaban el goce de una dicha sonora, musical, hasta entonces nunca revelada. Y el tacto se les afinó hasta el paroxismo cuando tocaban la piel del otro, y el olfato sólo podía absorber los aromas deleitables de sus cuerpos como si fueran producto de una serendipia hasta entonces insospechada, como una revelación de que existían olores que los acercaban a la divinidad. Entonces, la vista, se les embriagaba al registrar tanta belleza, en cada curva, en cada depresión, en cada protuberancia del otro al que amaban. Es que la fragilidad de los días y las noches que hasta entonces habían vivido, se trastocó en una solidez de piedra y de sol del mediodía. Él, rápidamente aprendió que todo ese universo de luz, que vivían él mismo y la casa, se originaba en ella. Ella, enseguida conoció que tantas epifanías maravillosas, sólo podían provenir de él.

Luego empezó el vivir. Y toda aquella exaltación de los sentidos se fue desplazando y depositándose en sus almas y empezó a funcionar aquello que se llama amor. Y entonces el lenguaje estaba hecho de señales luminosas, de imperceptibles erizamientos, de intuiciones compartidas, de apenas esbozados suspiros, de vibraciones secretas como los estremecimientos de las mariposas flotando en el aire. Y eran las miradas y las oscilaciones de su tonalidad, las que, más allá de las palabras, conformaban el idioma con el que se comunicaban. Claro que también se mantuvieron los ardores de sus cuerpos y, a través de ellos, abordaban igualmente, no sólo el territorio corporal siempre renovado y anhelante, sino el camino hacia el diálogo hondo, intraducible, de sus espíritus. Habían abierto y compartían, los códigos de la mayoría de sus misterios. Es cierto, asimismo que, debido a las malformaciones inherentes a todos los humanos, a veces disputaban, pero esas insinuaciones de rencor, siempre eran superadas por la ternura, y entonces renacían en comuniones intensas y radiantes. La vida, con sus altibajos, se acercaba y hasta a veces rozaba, eso que se llama felicidad. Pero al cabo de nueve años, el mal que alentaba oculto en el pecho de ella y que los médicos denominaron cáncer, en pocos meses la llevó a la muerte. Y entonces se hizo la noche.

Él empezó a deslizarse entre tinieblas densas y aprendió a conjugar en todos sus tiempos y modos, el significado del dolor. La casa también fue decayendo, entregándose a la destrucción. Los muros ya no manaban miel, las sábanas adquirieron la rusticidad de la tela vulgar, los alimentos perdieron su sabor deleitable y adquirieron un gusto a corcho, y hasta el sofá de la sala, dejó de amoldarse a su cuerpo y en vez de acogerlo lo rechazaba. Él deambulaba como un ser arrojado a la galaxia y el espectáculo de las estrellas apagadas, lo iba sumergiendo en una especie de agujero negro. Un día, en su desesperación, posó sus labios en una de aquellas paredes en la que las manos y el cuerpo de ella se habían depositado y notó que ya no estaba su presencia, que lo único presente era la ausencia contundente y voraz. Besó esa pared, pero ya no percibió el sabor melifluo de los tiempos de luz, y sus labios, todavía capaces de sentir, saborearon apenas el acre gusto calcáreo de la misma. En ese instante de oscura revelación, entendió que, a pesar de todo, debería empezar a rasgar las tinieblas y arriesgarse otra vez a vivir, en homenaje a ese amor perdido. Y como una instantánea proyección de luz viniendo de toda la oscuridad, sintió que debía empezar a construir la esperanza.

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