Hace unas semanas apareció un cartel en la circunvalación de San Miguel (en La Paz): “Propiedad privada”. Así, sin más, se coló una hoja blanca encima de un antiguo mapa en el que se veían los bloques del simpático barrio paceño. Parece una metáfora de la distopía urbana.
La información legal es impecable, aparece un largo código catastral de dieciocho números, un folio real de trece, la superficie adjudicada (180 metros cuadrados) y la fecha de aprobación y autorización de demolición y movimiento de tierra, incluso el número de teléfono y un correo electrónico. Dicen que fue en agosto de 1998 cuando alguien, vaya a saber en qué circunstancias, aprobó que ese espacio verde, público, fuera atribuido a algún propietario, un nuevo dueño, un “emprendedor”.
El caso es que en un tiempo más, con la autorización oficial -insisto, ni idea cómo se la consiguió-, llegarán los tractores y grúas, y empezará una nueva obra. El proceso será lento, doloroso, como una larga enfermedad mortal. Primero talarán los siete eucaliptos y varios árboles que están ahí hace décadas. Los vi crecer, tienen más de medio siglo, doy fe.
Luego, cuando los troncos caídos ocupen parte de la Av. Montenegro, cuando toda la cuadra huela a eucalipto cortado, cuando la motosierra deje las hojas regadas y una nutrida alfombra verde como muestra del trabajo cumplido, llegarán los tractores. Arrancarán pedazo a pedazo la tierra, metro a metro, hasta que lo que queda de cerro se convierta espacio plano, apto para un nuevo edificio. Habrá volquetas que se lleven todo a algún río cercano.
Y vendrán los ingenieros, los arquitectos, y decenas albañiles. Piedras, acero, cemento. La acera cerrada para que los constructores puedan hacer su trabajo. Pondrán un miserable letrero: “disculpe las molestias”, y tendrán a los peatones cruzando al frente por meses, tal vez años.
Después de mucho tiempo de espera, se levantará un nuevo inmueble de varios pisos, ¿cinco? ¿ocho? Difícil saber. Y correrán los dólares. Tiendas arriba, tiendas abajo. Productos, de todo tipo. Un nuevo templo de consumo, tal vez otro “centro de moda”.
Atrás quedará -si acaso- el pequeño parque en el que se distraían los niños de San Miguel desde que nació el barrio, ahora encajonado entre dos construcciones, sin sol ni vista. Las gradas del simpático pasaje que comunicaba la circunvalación con la calle 21 quedarán convertidas en un callejón, la casa que pertenece a la Asociación de Vecinos, si sobrevive, se convertirá en una cueva fría y oscura. Y entre las paredes de cemento, los recuerdos destrozados por una idea de progreso, por un sentido del mercado que arrasa la naturaleza y la memoria de los habitantes.
No es la primera vez. Cuando se concibió la urbanización, tenía generosas áreas verdes que fueron desapareciendo paulatinamente. Había un bosquesillo, una pequeña laguna, muchos árboles. San Miguel tuvo que soportar a los angurrientos constructores que cada metro cuadrado lo veían con un valor en el mercado. Se fue quitando espacios a los habitantes, se les fue robando calidad de vida, espacios públicos, áreas verdes; se introdujeron comercios, edificios, estacionamientos; autos, muchos autos.
El afiche anuncia, sin la menor vergüenza, que lo público se convierte en privado, que lo verde poco importa, que se atropellan los derechos de los vecinos arrasando con el entorno natural.
Pasan los años, y todavía no me acostumbro a ver cómo se destroza la ciudad; todavía me indigno cuando se tumba un árbol que creció en muchos años, cuando una casa patrimonial es demolida para levantar un edificio, cuando un discreto lugar de plantas se lo rellena de cemento, cuando se privatiza lo que era de todos nosotros. Mi infancia, como la de muchos, pasó entre los eucaliptos que en unos meses serán leña. Es una muestra de la decadencia de nuestros tiempos, donde lo que importa es el negocio. Triste destino para lo que fue uno de los pioneros y lúcidos proyectos de expansión urbana en el sur de La Paz.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM.