Más allá de sofisticadas definiciones, la idea de la democracia genera en el grueso de la gente talantes y expectativas diferentes, indeterminación que termina proyectándose directa e inevitablemente también hacia los procesos electorales, como no podría ser de otra manera. Están, por un lado, aquellos que esperan de ella todo –o casi todo, que aunque no sea lo mismo, termina a veces siendo igual– fusionando, en resumidas cuentas, la noción de democracia con la de “estado de bienestar” y, por otro, quienes limitan sus alcances a los de un simple mecanismo de elección de autoridades y asignación delegativa del poder político y burocrático mediante el voto. En el primer caso, o “democracia de máximos”, se corre el riesgo de desgastar del sistema por sobrecarga de expectativas, con frecuencia excesivas, mientras que en el segundo, o “democracia de mínimos”, existe el peligro de vaciar el concepto de contenidos, quitándole atractivo y devaluándola ante la gente.
Estas son las razones por las que tales extremos responden a un planteamiento de orden esencialmente didáctico, ya que resulta muy poco probable que se presenten en la realidad en sus formas puras, constituyéndose más bien en los puntos que delimitan un amplio espacio en el que se desarrolla una enorme gama de grises, niveles o estratos, que varían de acuerdo a cada contexto, escenarios que se delinean en base a cuestiones más bien pragmáticas. Será por ello que es más apropiado hablar de escalas de calidad democrática antes que cerrarse en la dicotomía democracia versus dictadura.
Ya enfocándonos en la coyuntura electoral actual, se constata que de forma recurrente una gran parte de los analistas y opinadores más visibles tanto en la prensa como en las redes sociales, proyectan sus ideas desde perspectivas más bien maximalistas de la democracia, por lo mismo, erradas, ya que muy puntillosos y severos vuelcan sus exigentes críticas a los candidatos, ignorando que el momento histórico actual, sin ser especialmente excepcional, dista mucho de encuadrarse en lo que normalmente se asumiría como “regular”, producto de ciertos acontecimientos, unos más polémicos que otros, que en el periodo temporal previo provocaron que la atención de los electores se vuelque hacia cuestiones fundamentales, estos es, líneas discursivas gruesas, predominando elementos relacionados con la visión de país que se tiene y que se quiere, las formas de ejercicio del poder político (su concentración y/o distribución tanto en lo funcional/horizontal como en lo territorial/vertical, independencia de órganos de gobierno, etc.), además de las relaciones entre éste y el ciudadano, el medioambiente, el modelo económico productivo, los mecanismos de redistribución de los excedentes, entre otros.
Bajo estas circunstancias, exigir de los candidatos un elevado nivel de calidad tanto en forma como contenidos discursivos, además de proyectos exquisitamente desglosados, solidez, pluralidad, bondad, eficiencia, calidez y un largo etc. si bien puede parecer lo razonable, se sostiene en supuestos y condiciones deseables pero ahora inexistentes, actuando como si se tratara de un proceso electoral «normal» y además desarrollado en el país de Alicia (sí señor, el del conocido cuento), sin considerar que enfrentamos un proceso electivo bastante cuestionado y un juego político muy proclive a las triquiñuelas propias de la campaña sucia, de un lado y otro, además gestionado por una institucionalidad cuya confiabilidad se encuentra en entredicho. Se jugará no por elegir al mejor sino al menos peor, pues más allá de las indiscutibles virtudes de los candidatos, un óptimo objetivo es imposible en las circunstancias actuales. Se votará bajo la idea no de lograr progreso y bienestar, al menos no por ahora, sino de evitar lo peor, esto es, caer en un proceso desintegrativo feo y por ello indeseable (ejemplos cercanos existen). Se juegan visiones y estrategias, no proyectos y peor acciones. No exijamos máximos en un momento electoral que se proyecta coyunturalmente hacia mínimos, no pequemos pues de ingenuos.
Y no se me malinterprete, claro que existe la acuciante necesidad de una oferta electoral técnicamente estructurada, clara y detallada, dirigida hacia la consolidación del llamado voto programático, eso es evidente y queda fuera de toda discusión, pero en las condiciones actuales ésta no parece ser la tónica electoral predominante, por lo que la ciudadanía deberá votar así, bajo tales constreñimientos, descartando en todo caso la abstención o la opción por el blanco o el nulo, pues dado el estado de cosas, ello en vez de constituirse en una eficaz manifestación de rechazo al proceso en su conjunto, como muchos equivocadamente creen, terminará apoyando indirectamente a una de las opciones mayoritarias en pugna, quizás la menos esperada.
El autor es doctor en gobierno y administración pública