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María Fernanda Ampuero – Pasión (2018)

Hecha un ovillo en el suelo pareces un bulto que algún mendigo dejó ahí sin miedo a que le roben porque no hay nada de valor en esa sucia bolsa. Eres tú. El polvo que levantan las sandalias de la multitud –la multitud que corre a ver el espectáculo– te cubre por completo. Tienes la boca de arena y una piedra puntiaguda se te clava en el esternón. Alguien te pisa. Sigues inmóvil. Un perro hambriento, salvaje, te olfatea. Sigues inmóvil. Piensas en venenos, en amargas raíces asesinas, en esos afilados colmillos de las serpientes del desierto que tantas veces has ordeñado, piensas en acabar con todo rápido.

Sabes, lo único que sabes, es que no vas a poder vivir sin él. Lo que no sabes, y nunca sabrás, es si te quiso. Eso es algo que solo saben quienes han sido queridos alguna vez. Tú no eres una de esas personas. Tu madre se fue dejándote mocosa y flaca y desnuda. Un animalito mojado en la puerta de la casa de tus abuelos.

Se fue a buscar hombres, decían ellos, decían las gentes del pueblo tapándose la boca por un lado. Usaban para hablar de ella esa palabra que luego, no mucho más tarde, fue tuya, te calzó como un traje ceñido, te contagió como una enfermedad.

No sabes, tampoco, que tu madre quería salvarte de ella, de eso que heredaste y que se parece tanto a una gracia como a una maldición.

La primera profecía que cumpliste fue la de «eres igual a tu madre». Te golpeaban para que no seas igual a tu madre mientras te gritaban eres igual a tu madre. Una noche, tendrías doce, trece, se te hizo tarde al volver de tu ocupación favorita: recoger raíces, hierbas y flores para luego en casa hervirlas, aplastarlas, mezclarlas y ver qué pasaba. Volviste corriendo con la alforja llena, levantabas el polvo con tus sandalias, ensuciabas los bajos de la falda y la gente al verte pasar sudada, jadeando, meneaba la cabeza como diciendo «pobrecilla», como diciendo «otra como la madre».

Ella, tu abuela, él, tu abuelo, te pegaron tanto que dejaste para siempre de escuchar por el oído derecho y te quedó un rengueo al caminar. Con una vara de laurel –esa vara de laurel– te rasgaron la espalda, las nalgas, el pecho diminuto, hasta dejarte tiras de piel colgando, como una naranja a medio pelar.

Gritaban, gritaban, y azotaban, azotaban. Sus sombras a la luz del fuego parecían gigantes furiosos. Cerraste los ojos. Te hiciste un ovillo en el suelo, apretaste la piedra gris que tu madre te había dejado atada al cuello y dijiste para ti misma «que me maten o ya verán».

Pero no te mataron.

Despertaste de madrugada a punto de ahogarte con tu propia sangre. Escupiste, vomitaste y con un dolor de agonía lograste incorporarte. Despacio, muy despacio, cubriste con uno de tus emplastos cada herida y las envolviste con paños. Fuiste a tu alforja, buscaste un recipiente y ahí, en la oscuridad, mezclaste con el mortero varias hierbas y raíces, añadiste unas gotas de líquido que brilló –amarillo– a la luz de la luna. Tus ojos, también amarillos, se iluminaron como los de un gato.

Eso nadie lo vio.

Pusiste el recipiente con la mezcla en el fuego, dijiste unas palabras en susurros –sonaron a cántico, a rezo, a hechizo–, cubriste con tu palma la piedra gris, recogiste tus cosas y te largaste de allí.

Cuando encontraron a tus abuelos estaban secos, deshidratados, tiesos como esas culebras huecas que a veces aparecen en los caminos.

Decían, los que los encontraron, que estaban marrones y que tenían los ojos desorbitados y las mandíbulas inhumanamente abiertas. Decían, los que los encontraron, que parecían haber muerto de terror.

Se te perdió la pista muchos años. Una niña perdida más en un mundo de niñas perdidas. Unos decían que te habías unido a los nómadas y recorrías los pueblos bailando y enseñando los pechos por unas monedas. Otros aseguraban que habías matado a unos hombres que querían quitarte el colgante –la piedra– de tu madre. Unos más estaban convencidos de que habías muerto leprosa, despedazada y sola. Que alguien que conocía a alguien que conocía a alguien te había visto agonizar en un leprosario, encerrada en una mazmorra con otros asesinos, bailando sin ropa ante hombres excitados.

En realidad, tu vida no le importaba a nadie y lo único que querían saber era qué diablos les habías hecho a tus abuelos para que amanecieran secos como ramas.

Te empezaron a llamar también otra cosa, como a tu madre, y te usaban, usaban tu nombre, para asustar a los niños.

Un día te dijeron que allí, en esa tierra maldita que juraste no volver a pisar, había un hombre especial y que tenías que conocerlo. Nunca podrás decir a las claras por qué, pero deshiciste lo andado durante tantos años. Caminaste kilómetros y kilómetros, despedazaste tus sandalias y llegaste un amanecer, descalza, el pelo una maraña, la piel quemada.

Él parecía estar esperándote. Pidió una palangana de agua limpia y se hincó a lavarte, con una delicadeza casi femenina, los pies llagados y sucios. Nunca podrás decir a las claras por qué, tal vez porque ese fue el único acto de ternura que te habían dedicado –a ti, criatura del golpe, hija de la brutalidad, princesa de las noches que terminan con las mujeres malheridas–, pero en ese instante tomaste la decisión de darle tu vida, de hacer lo que quisiera, lo que sea, de ser barro en sus manos, suya, su esclava.

Él te preguntó tu nombre y lo repitió con una dulzura que te hizo llorar las primeras lágrimas, tus lágrimas, niña, que se volverían leyenda. Entonces extendió su mano y te las secó y te dijo –sí, no te lo inventas, lo dijo– que te quería.

Dijo: te quiero.

Ya no había vuelta atrás. La huérfana, la humillada, la maltratada, la tullida, la medio sorda, la puta, la asesina, la leprosa no existían ya –nunca más existirían.

Eras tú frente a él.

Y tú frente a él eras una mujer extraordinaria. La mejor de las mujeres.

Y si un perro, que es un ser de poco entendimiento, sigue fielmente a quien le acaricia la cabeza y el lomo, ¿cómo no ibas tú a seguirlo a él hasta el mismísimo infierno? ¿Cómo no ibas a hacer hasta lo imposible por hacerlo feliz, por ayudarlo a cumplir sus promesas? Así, como un perro agradecido, te sentabas a sus pies a mirarlo, a escucharlo arrobada, loca de amor, como si de su boca salieran uvas, miel, jazmines, pájaros.

A veces, mientras él contaba sus dulces historias de pescadores y pastores, tú apretabas la piedra gris de tu pecho y aparecían veinte, treinta, cuarenta personas más a escucharlo como tú: con devoción infantil, como si fuera un mago, como si de su boca saliera miel, pájaros.

Sabías que eso lo hacía feliz.

De pronto fueron muchos los que lo seguían. Él cambió. Los cuentos se volvieron recetas, las anécdotas, mandatos. Empezó a hablar de cosas que no entendías, que en realidad nadie entendía, cosas mágicas, santas, tal vez sacrilegios. A ti nada de eso te importaba.

Los otros ya no te dejaban tocarlo –salvo la túnica, las sandalias– ni él visitaba tu tienda con tanta frecuencia, con tanta urgencia. Te quedaba la memoria de su olor de hombre del desierto que no se iba de tu nariz, de tu cuerpo, de tu vestido. Un olor que no se fue nunca, que hasta el último instante de tu vida te estremeció. Era tuyo, ahora un enviado de los cielos, decía, pero tuyo. Y tú de él. Por eso apretaste la piedra de tu cuello cuando se quedaron sin vino en aquella boda e hiciste aparecer pescado y pan donde no había más que piedras y arena –porque en tu soledad aprendiste a que te obedecieran el agua, las piedras, la arena.

Por eso también aplicaste, sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, tu ungüento en los ojos blancos del mendigo que los abrió y dijo «milagro» y te metiste a escondidas en el sepulcro de aquel hombre para llenar sus pulmones muertos del sahumerio de la vida –entonces invocaste fuerzas que no debías, la muerte es la muerte, pero ya era demasiado tarde para replanteártelo– y lograste que el cadáver se levantara, que anduviera y que él se llenara –más, cada día, más– de gloria.

Pero eso no lo ibas a permitir. Que se muriera. No: que se dejara matar. Eso no lo ibas a permitir. Trataste de impedírselo, le hablaste del ungüento, de las piedras que fueron alimento, del vino que era agua, de los ojos blancos, nulos, de aquel mendigo, del cadáver que anduvo, de la piedra que llevas en el cuello, de las fuerzas que invocaste, infinitamente más poderosas que tú y que él. Pero no te creyó. Te apartó de su lado con violencia –él, con violencia– y te caíste y desde el suelo lo miraste y viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y te llamaste mentirosa, te llamaste embustera, te llamaste loca y él te dijo:

– Apártate de mi vista, mujer.

Si un perro permanece en la puerta del que le da un mendrugo de pan y muestra los colmillos, dispuesto a despedazar a cualquiera, para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a defenderlo hasta de sí mismo, de su propia convicción? Por eso el día en que se lo llevaron y le hicieron todos esos horrores, tú apretaste la piedra y el cielo se encapotó hasta convertirse en una masa de lava gris y tu llanto –ay, tu llanto– hizo que gente a miles de kilómetros empezara a llorar sobre la sopa, haciendo el amor, labrando la tierra, lavando la ropa en un río, en sueños.

Cuando su cabeza colgó sobre su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y la gente te pisoteó y un perro salvaje te olfateó y pensaste en venenos y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces rompiste a llorar. Y tu llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que mojaste tu vestido como si fuese un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, te metiste en el sepulcro en el que horas después lo depositarían a él: esquelético, ensangrentado, muertísimo.

Con tu espalda pegada a la fría piedra, tu cuerpo pálido, de moribunda, lo viste levantarse y sonreíste. Llevaba al cuello la piedra gris, es decir, se llevaba tu fuerza, tu sangre, tu savia. La luz que entró en el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió verlo por última vez: hermoso, divino, sobrenaturalmente amado.

Él te miró, estás casi segura de que te miró y con tu último aliento –te morías– le dijiste algo, lo llamaste, estiraste la mano. La palabra amor se colgó del techo como una estalactita. Pero él siguió caminando al encuentro de sus fanáticos que gritaban, se tiraban a la arena de rodillas, se cubrían los rostros con las manos.

Y no volvió la vista atrás.

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