Rodrigo Pacheco Campos
Ante la incredulidad de unos y el beneplácito de otros, el hecho de que se haya “revelado” que Albertina −“influencer popular” que nació en el norte de Potosí y vive en Chuquisaca− cobra determinada cantidad de dinero por crear contenido con fines publicitarios, ha tenido amplia cobertura mediática y ha generado diversos intercambios de opiniones en Bolivia durante los últimos días. Las discusiones tuvieron como escenario predominante a las plataformas digitales de interacción social y, como sucede frecuentemente en el país, se han nutrido de viejos debates de fondo sobre la condición y las características de la formación social boliviana y el enraizamiento del racismo en ella.
Desde luego, ha habido quienes se han mostrado molestos por la amplia cobertura del tema, arguyendo que existen asuntos más importantes, urgentes y necesarios para proyectar dentro del debate nacional, quienes han aprovechado para recordar que la distribución de las ganancias dentro del país es injusta −¿un tik toker gana más que un profesional?−, entre otros.
Lo problemático del tema, sin embargo, independientemente de si debiera ocupar la agenda de debate o no, es que han predominado posiciones racistas, paternalistas y superficiales. Lamentablemente, no podía ser de otra manera; en Bolivia, lo indio ha estado históricamente dentro de las fronteras de lo subalterno. En ese marco, amplias capas de la sociedad boliviana parecen haber internalizado el sentido común racista de que los indios tienen un lugar asignado dentro de la estructura social; un lugar de precariedad.
Sin embargo, más allá de ello, que representa un fenómeno conocido y analizado, la emergencia de “influencers populares” contiene una veta de análisis problemática y poco explorada, que se vincula con el hecho de que su amplia recepción positiva, y por tanto su popularidad, depende en gran medida de la romantización de condiciones de vida precarias en las que se hace evidente, por ejemplo, la falta de acceso a servicios básicos, y de la representación de contenidos culturales «exóticos». Es decir, de la mercantilización de la otredad. Como se sabe bien, dentro del capitalismo tardío −que presenta como aditamento al multiculturalismo liberal− la identidad, con sus distintas representaciones y materializaciones, se vende y se consume.
Eso explica, al menos parcialmente, que cuando los «influencers populares» transgreden la frontera que delimita el lugar que tienen asignado −un lugar de exhibición de precariedad que es visto como indicativo de “humildad”− y de alguna manera se insertan en la cultura dominante –en lugar de mostrar su exclusividad cultural− son criticados de las formas más burdas y reaccionarias. Recuérdese que, como plantea Zizek, la tolerancia liberal, que es la imperante, excusa al Otro folclórico, pero denuncia al “Otro real” que, por lo general, cuenta con aspiraciones de ascenso/movilidad social, de mejores condiciones materiales de existencia y que no está exento de contradicciones.
Las precedentes consideraciones permiten concluir con una provocación: La amplia cantidad de seguidores de Albertina no solo es indicativa de su carisma, sino también de las dinámicas del multiculturalismo liberal; de la mercantilización de la otredad y de la valoración de la representación de contenidos culturales y formas de vida “folclóricas”. El lugar de los “influencers populares” parece estar delimitado en función de ello y, como los hechos han constatado, cualquier desviación deviene en escarnio.