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Manzanas de caramelo

Irma Verolín

      No  visitaba a mi tía sólo para comer aquellas manzanas, ni siquiera para contemplar de qué modo ella ocultaba el verde agua bajo una íntegra capa de marrón dorado. Iba a su pieza también para escucharla. O tal vez para escucharla nada más.  Los sábados, especialmente los sábados, yo aparecía por la pensión. La encontraba, por lo general, recostada en su cama, abanicándose con un papel de diario en verano o emponchada con la manta gris en invierno. Sobre la mesa ella ya había puesto,  junto al Primus, un paquete de azúcar y unas cuantas manzanas. Me daba un beso, ridiculizaba mi acné y luego decía la frase de costumbre: “Los granitos se van si viene un novio;  de lo contrario hay que esperar que termine la adolescencia”. Después ella permanecía de espaldas a mí, frente a la pequeña olla sometida al fuego debilucho del Primus que oscurecía lentamente la precipitada lluvia de azúcar.

   Primero mis dientes atentaban contra la película endurecida. El ruido resquebrajoso, casi igual al de las puertas de goznes desaceitados, me repercutía en la cabeza. A veces algunas esquirlas puntiagudas me lastimaban el paladar, pero por suerte la saliva no tardaba en deshacerlas. Entonces mi mano, la que sostenía el palillo pegajoso, se aflojaba un poco. Después masticaba el centro. Yo detestaba aquel centro blanco, brillante, ácido, que no hacía otra cosa que estirarme la línea de los ojos y fruncir mi nariz. En fin, me apresuraba a devorarla y le entregaba a mi tía el palillo que ella introducía en la segunda manzana.

   Más de tres manzanas, o quizá cuatro, me era imposible comer. Tía agitaba la cabeza con movimientos chiquitos, hacia la derecha y la izquierda, como diciendo: “Mirá qué estómago insignificante tenés ¿eh?… ¿no comés más?”.  Del movimiento de cabeza pasaba a la pregunta consabida: “¿Estaban ricas?”  “Sí, tía riquísimas.” Y yo ya no dudaba de que ella iba a hablar a más no poder. Sabía, además, que sus relatos repetirían un orden que comenzaba con la evocación del carnaval del cuarenta y nueve. Con una mano libre para adornar sus palabras y con la otra haciendo jarra sobre su cintura, rememoraba, entonces, aquel carnaval. En media hora se había inventado, con un vestido viejo, un traje de mascarita. Todo era cuestión de ingenio. De más está decir que el vecino, el de la otra cuadra, no sospechó, ni por asomo, que la mascarita que enronqueció durante toda la noche su voz había sido ella. Es que los antifaces tenían un velo. Cuando tía llegaba a esa parte de la historia, la sonrisa, iniciada en su boca, se le desparramaba por la cara. “Le coqueteé, sí, le coqueteé, me decía levantando los hombros, el muy atolondrado no se dio cuenta, ¿sabés por qué no me casé con él? Porque era petiso. No me gustan los petisos, vos lo sabés. A pesar de lo jovencita que yo era en el cuarenta y nueve, ya estaba enterada de que un petiso te quiere mandar. Acordate de lo que te digo, un petiso es un inseguro de tres por cinco. Mirá lo alta que soy”. Enseguida yo veía las piernas largas de mi tía subiendo a la mesa. Desde allí, blandiendo el palillo pegajoso, lanzaba carcajadas. Carcajadas de puta de baja estofa, diría mi abuelo. Se reía mucho y sin bajarse de la mesa enumeraba la lista de pretendientes que desechó: El judío con plata, blanco igual que un papel secante y, por si fuera poco, lampiño.  El fesa que amasaba los ravioles con cara de galleta de campo. Don Juan, el ferretero, oxidado como los tornillos que vendía. El capataz de nariz colorada. Y el chacarero. “¿Cuál chacarero, tía?” “¡Cómo no te acordás! Es el que tenía la hermana paralítica”. “Ah, sí, ya me acuerdo”.

  De la vida de tía toda la familia estaba al tanto. Ella misma se encargaba de divulgarla. Que trabajó en la fábrica desde los quince años, que la echaron, que fue empleada doméstica, que cobró para acostarse, que un folklorista la engrupió con la promesa de ponerle una casa: muebles, cortinas, vajilla, todo lo necesario, hasta que se esfumó con guitarra y bombo y nunca más se supo. También que tuvo que hacerse once abortos. Yo conocía los pormenores, ella me los contó: “Cada uno duró ocho minutos exactos. Duele, sí, y yo miraba el reloj. Un reloj cuadrado con números romanos. Por eso sabía cuándo el asunto estaba por terminar. Ocho minutos. A la madrugada y en ayunas.”

   Los gestos de mi tía fueron siempre exagerados. Cejas alzadas, ojos en blanco, manos hacia cualquier parte. Tengo la impresión de que sus conversaciones lograron atraparme durante los últimos años de mi adolescencia, casi todos los sábados, porque con esos gestos ella creaba la intriga y el suspenso. Hasta se me ocurre que sus tonos de voz no significaban demasiado. Una tarde me dijo: “A veces pienso que si me hubiera casado mi vida no sería así”. “¿Cómo así?”, le pregunté. “Así”, me contestó  mientras, separando una mano de la otra, miraba la distancia entre mano y mano. De esta confesión hará más o menos seis meses, la última vez que la visité. Ahora, con los ojos clavados en el aluminio percudido de la pava, acaba de decirme: “Estoy en amoríos con un separado, quince años menor que yo, qué me contás. Es locutor de radio, horario nocturno. Viene aquí a la mañana tempranito. La dueña de la pensión anda pregonando que me va a echar, que este no es lugar para esas cosas. Tendrías que verla, dice ‘esas cosas’ y arruga la nariz como si estuviera oliendo mierda”. Tía, ahora, hace silencio y yo miro la jaula y advierto que, desde que se le murió el canario, a ella le ha recrudecido el mal humor. La observo: agarra la manija de la pava como resistiéndose a acariciarla. Sus uñas, en las que restos de esmalte diseñan contornos de mapa, desaparecen detrás de la manija negra. Su cara, en un segundo plano y allá, del otro lado de la puerta, el patio con las macetas vacías. Ahora el pico de la pava se inclina medio desesperado y los ojos de mi tía le lanzan guiños imperceptibles a la jaula desocupada del canario. Estoy viéndole la punta de los dedos en un primer plano que pone en evidencia que se le terminó la acetona hace, por lo menos, dos semanas. La pava echa por el pico vapores desconsolados mientras los ojos de mi tía se estiran, de tanto en tanto, hacia el patio.

   Yo sigo mirando la pava o sus uñas. Ella me está diciendo que recibe cartas de un admirador. Es un antiguo admirador que no anda escaso de recursos. Tiene dos casas alquiladas y un coche. “No te voy a mentir – me dice- no es un coche último modelo, pero lo tiene hecho un primor”. Hace años que le escribe y a veces la viene a visitar. “¿Es morocho, tía? A vos siempre te gustaron los morochos”, le digo. “Es castaño, digamos” -me contesta- tiene canas en las sienes; eso le da un aire interesante”.

    Tía, ahora, ceba el mate con una parsimonia casi trágica. Vuelvo a mirarle las uñas y me acaricio automáticamente la mejilla. Para esquivar el espectáculo deplorable de sus uñas le miro la cabeza; no se peinó. Son las cuatro de la tarde y todavía no se peinó. Y me dice:”Se vienen los calores, estamos en octubre. ¿Y vos en qué andás?” “En lo de siempre  -le contesto- escribo”. Inventa una mirada de simulado horror y dice: “¿escribir? ¿Se puede saber qué escribís?”. “Cuentos, escribo cuentos”, me escucho decir. “Entonces escribís mentiritas, mentiritas… ¿otro mate?” “Sí, tía gracias.” Descubro en su cara una sonrisa plácida., de labios pegados, dulce, apenas insinuada; una sonrisa que junto con las cejas levemente alzadas ponen en mi tía algo parecido a un mensaje que podría ser el siguiente: ya comprendo, ya no hay nada que hacer, así todo está bien. Me doy cuenta de que ha hervido el agua y se lo digo. Ella, con la pava en la mano, busca en el cajoncito de la mesa de luz la llave del baño, abre la puerta y se va.

(Antes ella me aseguraba que una mujer a los treinta años consigue cualquier cosa, siempre y cuando no sea un bagayo. Cómo lo voy a olvidar: ella entonces tenía treinta años y solía acariciarse la mejilla con el dorso de la mano pegajosa por el caramelo. Acordate, a los treinta una mujer ya tiene experiencia y no está fané todavía. “No hay pergamino acá”, me decía, señalándose la cara). Tía está otra vez sentada frente a mí. Ha hecho un batifondo terrible con la puerta, con la silla, con el Primus. “El me manda cartas, escucho que me dice, me escribe cartas. Pero yo no se las contesto”. “¿Por qué no se las contestás, tía?”. “No hay que darle demasiada bolilla a los tipos – me asegura- porque se engrupen.” Le pregunto cómo se llama el tipo y tarda en responderme. Después dice: “Se llama Pedro”. Pienso que en el caso de que Pedro exista debe escribir con faltas de ortografía.

  Ahora tía mira el mate con cierta consternación, pero sin perder demasiado tiempo suelta un gritito histérico y con una actitud desafiante me dice: “No te conté que el verdulero anda chusco detrás de mí.”  “¿Cuál verdulero?”  “¡Mirá la pregunta que me hacés! El verdulero de la esquina”, me aclara, como dándome a entender que soy estúpida, desmemoriada o no sé qué. “¿El viejo?”, le pregunto. “No es viejo, che, es un tipo maduro”, me dice, enojada. Y no es que quiera hacerla rabiar, en realidad no tengo la menor idea de qué verdulera habla, por eso insisto: “¿Cuál? -y agrego- “¿el turco que vive con la madre?” “Sí, sí, sí -me dice con fastidio- turco es pero la vieja no tiene para mucho, está consumidísima la pobre”. Como no puedo compadecerme de la madre de quien no conozco, le pido a mi tía que no le ponga tanta azúcar al mate. Creo que nada más que para devolverme el reproche me pregunta: “¿Y se puede saber qué vas a conseguir escribiendo?” La miro y no le contesto. Ella se levanta, camina, me da la espalda y se apoya suavemente en el marco de la puerta. No hay un solo malvón en las macetas y yo imagino que ella está pensando en eso. Le adivino los ojos buscando algún malvón en las macetas despintadas. No mueve la cabeza, supongo que ni siquiera pestañea, pero sé que dentro de  un rato, sin darse vuelta y con un tono de voz entre maravillado e interrogativo,   va a decirme si me acuerdo de cuánto me gustaban las manzanas de caramelo.

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