La primera vez que lo vi fue en el transcurso de los 80, en televisión. Como es de mi edad –nacimos ambos en 1970– de distintas maneras Luis Miguel siempre ha estado ahí, en ocasiones invisible, y a veces insoportablemente presente. En el último tiempo, se había convertido en un fantasma, todo lo que se escuchaba de él era que había cancelado un concierto o sus problemas con las drogas y su desequilibrio emocional. Pero de pronto, lo desenterraron y ahora otra vez se lo escucha en el taxi o en la sala de espera de cualquier lugar.
Hay que recordar que su carrera exitosa estuvo pegada a su vínculo con el poder del PRI en México. Debutó cantando al presidente José López Portillo con ocasión de la boda de su hija en 1981 –tenía 11 años–, luego con los favores del inmensamente corrupto y autoritario Arturo Durazo, jefe de policía de la Ciudad de México –entonces Distrito Federal–, logró un ascenso formidable. Se convirtió en la propuesta cultural de Televisa y devino en la cara estética del proyecto neoliberal de los 80. Con él se consolidaba la estrategia de la agenda de una nueva identidad nacional gestionada desde Televisa, de la mano del Chavo del Ocho y la amplia gama de telenovelas. México abandonaba así la era de oro del cine; María Félix era sustituida por Verónica Castro o Lucía Méndez; Agustín Lara o Jorge Negrete por Luis Miguel.
Al lado suyo surgieron otros personajes de laboratorio, más o menos exitosos, como Timbiriche, Lucerito, las Flans, etc. Pero ninguno alcanzó el vuelo de Luis Miguel. Además, en los 80 se empezaba a consolidar el rock mexicano en una nueva generación con grupos como La Maldita Vecindad, la Santa Sabina, Café Tacvba, Los Caifanes, que eran abiertamente contestatarios y se mofaban de todo lo que viniera de Televisa.
Hay que reconocer que Luis Miguel tiene tres grandes virtudes. Primero, sin duda tiene muy buena voz, bien educada, precisa y limpia. Segundo, su manejo de escenario es impecable –según todos los que lo han visto en acción–, no es casual que sea quien más taquilla vendió en el Auditorio Nacional en México. Finalmente, la producción que gira a su alrededor es impresionante en todos los frentes, desde las cámaras hasta las composiciones, el marketing, los ingenieros de sonido, etc.
Dicho eso, el famoso cantante estaba de capa caída y perseguido por el éxito de su pasado, pero alguien decidió revivir el espectro, y lo hizo bien. Aprovechó el pasado glorioso, lo estructuró en un melodrama estilo novela de Televisa de los 80, pero se montó en la narrativa y soporte digital de Netflix que ha revolucionado la manera del consumo de series. El resultado es muy atractivo, ahora todos hablan de la vida y milagros de Luis Miguel y se lo escucha hasta en la sopa. La serie aparece en un periodo de ascenso político de la izquierda mexicana con Andrés Manuel López Obrador como vencedor de las elecciones y justo cuando Televisa estaba perdiendo televidentes y, claro, muchísimo dinero. Además, es una estrategia para atraer al público adolescente que vive en las redes sociales y combatir a los youtubers –autónomos, diversos, incontrolables– que son la referencia de ese enorme sector
En suma, la serie es el reciclaje de la nostalgia ochentera sobre otra plataforma tecnológica con intenciones políticas y comerciales. Nada nuevo. Ganan Luis Miguel, Netflix y los empresarios de la industria cultural. Perdemos todos los demás.