Una de las ideas que ha acuñado el gobierno respecto a la corrupción es la de que todo hecho de este tipo que fuere identificado dentro de la administración pública será drásticamente sancionado. Al respecto es difícil olvidar cuando Santos Ramírez, uno de los más allegados servidores públicos del Presidente Morales, fue descubierto en una red de ilícitos y esto devino en su privación de libertad; sentando un precedente simbólico y de hecho respecto al trato que se le da a este tema. Luego, otros hechos buscaron dar cuenta al país de que esa línea no se había dejado de lado; tras el caso FONDIOC dos ex ministras de Estado fueron privadas de su libertad.
En principio suena sensato otorgarle tranquilidad a la población respecto a la administración de los recursos que a todos y todas nos pertenecen, dando fuertes señales sobre su tratamiento en altas esferas gubernamentales. No obstante, estas semanas a ocho años (por la detención de Santos Ramírez) de que este tratamiento haya devenido sello de lucha contra la corrupción de este gobierno y tras el trato que se le está dando a las recientes denuncias sobre la compra de taladros por parte de YPFB y en torno a adquisición de equipos por parte BTV es que pareciera tiempo de evaluar que varias de las características que envuelven esta estrategia se han vuelto perversas y ocasionalmente parecieran estar generando más ruido que nitidez ante la opinión pública.
Una de estas características, de tipo legal, está ligada directamente a la aprobación de la Ley Marcelo Quiroga Santa Cruz que, a través de la creación de ocho nuevos tipos penales “arrebata” del Derecho Administrativo su tratamiento. Hechos que, en rigor, no constituyen corrupción sino que la circundan y que, en combinación con una administración de justicia deplorable, han generado que una acusación (declaración, concretamente) devenga sinónimo de detención preventiva.
Otra característica, de tipo simbólico, está ligada a haber devuelto al vocabulario sobre el tema la categoría de “microcorrupción”, que da como resultado la materialización de un indefinido limbo para aquellos hechos que -más allá de su magnitud- son conocidos públicamente o no.
Otra, de tipo político, está relacionada con la instrumentalización de estas acusaciones con fines políticos que, con el tiempo, han devenido en una práctica que tiene lugar incluso dentro del mismo gobierno; lo que ha generado escepticismo en la opinión pública sobre los fines con los que se dan a conocer estos hechos.
Y una última, de tipo institucional, está ligada a dos fenómenos concretos; el primero, la pérdida de protagonismo en la esfera pública de la Contraloría General del Estado y, la segunda, los niveles de desinstitucionalización que a la fecha enfrentan los gobiernos (así, en plural) y que, relacionados con otro tipo de problemáticas aledañas, están lacerando profundamente el servicio público.
Suena descabellado criticar toda iniciativa que apunte a denunciar y combatir la corrupción. Ciertamente estamos haciendo referencia a un tema que es de preocupación social y que, de forma definitiva, cualifica la gestión pública. No obstante, también se sabe que las estrategias, con el paso de los años, si no se modifican o reinventan, se desgastan. Pareciera ser que esto es lo que ocurre hoy en torno a la forma de combatir la corrupción que, por diversas razones, pareciera generar más escepticismo en la ciudadanía que en años pasados.