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Los Trapos manchados de sangre de Carlos Decker

El periodismo nació para contar historias. Para contar lo que ocurre en el mundo. El periodista es un “contador de historias”, pero un contador de historias ajenas, las historias de la gente que interesan a la gente. Rara vez de las propias, de las que vive para narrar los hechos de los que es testigo privilegiado.

Como escribí en alguna una ocasión, el periodista, al cubrir un acontecimiento, vive dos historias. La del testigo y la del protagonista. La historia que cuenta a sus lectores, como testigo directo, y la que sufre para rescatarla y contarla; la que publica y la que nadie conoce, la íntima, la historia de los incidentes y accidentes que acompañan a toda cobertura periodística.

Pero hay veces que ambas se cruzan y se entrelazan, cuando el periodista hace suyas las vivencias ajenas o cuando estas convierten al reportero en cómplice de las propias. El autor está presente como narrador, pero también en sus personajes. Reflexiona con voz propia, pero también con la de la gente que encuentra en su camino.

Carlos Decker Molina es un periodista a la vieja usanza. Pertenece a esa generación de reporteros que se formaba en el escenario de los hechos, porque el periodismo, como todo oficio, se aprende en un taller, y el taller del periodista es la calle. Y es en ese taller donde Decker forjó su temple y oficio. 

Es un contador de historias. Ha recorrido el mundo para contar lo que ocurre en el mundo, pero no se ha limitado a contarlo de manera “clara, precisa, concisa y directa”, como mandan los cánones del oficio desde siempre, sino que ha buscado adentrarse en los hechos, conocer a sus protagonistas, indagar en sus sentimientos, consciente de que las historias no son simples expedientes y estadísticas, sino nombres y rostros, hombres y mujeres de carne y hueso.

El periodismo lo ha llevado por varios países del mundo. Ha cubierto varios de los conflictos que han asolado el Siglo XX. Ha estado como enviado especial en la ex Yugoslavia, en el Cercano Oriente y en la América Latina de las décadas infames de la segunda mitad del siglo XX. De esas andanzas nació Trapos manchados de sangre (Ópalo ediciones).

El libro es una bitácora de esos conflictos, que se repitan una y otra vez, no importa el escenario ni el calendario, pero siempre con las mismas características y consecuencia, con “sus políticos, sus generales y fundamen­talmente sus muertos y heridos”, con sus desplazados y “gente convertida en mendigos de la ayuda de organizaciones interna­cionales y de la generosidad de países vecinos”.

Guerras entre países pobres, entre pobres y ricos; por problemas políticos o económicos;  por rivalidades étnicas o religiosas. Motivos diversos, pero con los mismo resultados. “Hijo: la gue­rra es un infierno degradante y deshumanizante”, le dice al autor su padre como una advertencia contra los “devaneos revolucionarios sobre la guerra popular y prolongada” del joven militante de los años 60 y 70.

En mi libro A la guerra en taxi (Plural Editores), escribí que los periodistas acuden a los escenarios de los conflictos armados para reconstruir los hechos a través de sus protagonistas, los hombres, mujeres y niños que luchan por sobrevivir a sus dramáticas circunstancias. Buscan ponerle rostro a la tragedia cotidiana y terminan convirtiéndose, ellos mismos, en personajes de su propia crónica, en una cara más de la guerra, al reencarnarse en experiencias y anécdotas ajenas.

Es lo que ocurre con Decker Molina, el enviado a la ex Yugoslavia y al Medio Oriente. Observa, analiza y saca conclusiones de lo que ve y siente, porque, como dijo la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska,  “el periodismo te enseña a observar, a opinar y a pensar, a sacar deducciones, a sintetizar, a darle forma a una idea”. 

Decker Molina cuenta historias ajenas, pero no es el testigo que cuenta la realidad desde la “objetividad” fría de la noticia, sino el testigo que deviene en protagonista, que se hace cargo de las miserias, injusticias y sufrimientos de la gente, el que toma partido por las víctimas de la tragedia, consciente de que el periodista –en palabras de García Márquez– tiene “el privilegio de cambiar algo todos los días”.

“Soy periodista y escritor y no puedo evitar una guerra, pero hago lo que está a mi alcance para que mis textos permitan hacer visible la tremenda catástrofe humana que desata un conflicto bélico”, escribe el autor.

Nos recuerda que es muy fácil iniciar una guerra y que lo difícil es terminarla; que la guerra sigue matando incluso cuando termina, que todavía hay ja­poneses que mueren de cáncer en Hiroshima y Nagasaki; que hay bosnios, croatas, kosovares y serbios que sufren traumas psiquiátricos; que desaparece un país, como ocurrió con Yugoslavia, y aparecieron cinco nuevos; que en Iraq se comprobó que la democracia no se construye con misiles ni bombas.

Conflictos, en fin, no solo con miles de muertos y heridos, sino con miles de huérfanos y  miles de viudas “condenadas al silencio, que viven en países ex­traños o en fronteras sin ninguna ley”. Carl von Clausewitz, uno de los teóricos de la ciencia militar, dijo alguna vez que “la sangre es el precio de la victoria”. Lo que no dijo es que la derrota también tiene un precio de sangre, tan o más elevado que el de la victoria.

Decker Molina ha incursionado también en la ficción, en la novela y el cuento, tal vez porque las estructuras periodísticas, rígidas como son incluso en sus formatos más flexibles, como la crónica, le impedían transmitir las vivencias, imágenes, sensaciones y percepciones que recogía en sus andaduras periodísticas.

La creación literaria, como escribí alguna vez,  es un acto individual, muy personal. Uno escribe para uno mismo, por la necesidad que tienes de volcar sentimientos que llevas dentro y que de otra manera no encontrarían salida, a diferencia del periodismo, que es un oficio nacido para contar las cosas de los demás.

García Márquez descubrió que la historia contada en una crónica no solo podía llegar a ser igual a la vida, sino, incluso, mejor que la vida misma. Por eso no le costó escribir una crónica como un cuento y un cuento como una crónica. Es lo que hace Decker Molina en

Trapos manchados de sangre: borrar esa frontera difusa entre el periodismo y la literatura al transformar sus crónicas en relatos literarios.

Como la historia del universitario que quiso ser el Che Guevara, que le escribió a su madre, diciéndole que moriría en alguna playa lejana por la liberación de sui pueblo. “En sus sueños decidió matarse y se metió el caño del fusil en la boca y se disparó. Gritó tanto que los pajarracos que lo merodeaban agitaron sus alas y huyeron asustados. Cuando des­pertó comprobó que no era un sueño. Tenía la cara destrozada y llena de gusanos. Las moscas en esos bosques huraños suelen depositar sus larvas en las heridas putrefactas que emanan un olor a muerte”.

O como la del niño despedazado por la metralla de la Guardia Republicana de Sadam Husein, que entre gritos y lágrimas solo atina a clamar: “Inshallah”, para darse fuerza y seguir avanzando, con la llave que le dio su profesor para abrir la puerta del paraíso.

“Recuerdo en la nebulosa como de un sueño –relata el protagonista– que mostraba la llave, hacía señas para que la vieran; ese alguien que tendría que ser Alá no veía bien, ¿por qué no abre el portón del paraíso? Nadie me escuchaba, cuando pude mirar, todos estaban muertos. Desde entonces no creo en paraísos, lo que sí creo es que hay infierno. La guerra es un infierno. Me da mucha pena que mis padres sigan creyendo que los estoy esperando en el paraíso para juntarnos. No quiero que se­pan que tienen un hijo sin piernas que vive en un país de Europa generoso con gente como yo”.

O la historia de la vieja Azahar, única habitante de un edificio que se convirtió en tierra de nadie, en una zona de Bagdad, y que tenía un hijo que se fue a la guerra contra Irán y no volvió más. Ella lo seguía esperando. “Le habla a una foto, el hijo se llama —o mejor, se llama­ba— Adil, que en árabe quiere decir ‘justo’. Cuando habla con él, le pregunta: ¿cuándo vas a volver, hijo mío?”.

O de los que huyen de Kosovo. “Hay un intenso olor a quemado, la lluvia que apagó el in­cendio de las casas provocó una humareda que picaba en las narices de los cuatro. La cortina transparente de agua y el humo eran el telón de fondo de un tremendo griterío humano que pe­día clemencia a dioses olvidados (…) Al amanecer habían llegado los Tigres de Arkan, vestidos de negro. Ellos antecedían a las tropas regulares, pues en sus manos crueles y feroces estaba la tarea de limpiar étnicamente la zona”.

El autor recorre los escenarios de la guerra, todos iguales en su tragedia.

“Las casas, chatas de un solo piso, parecen centinelas mus­tios que cuidan un villorrio vacío; los jardines están llenos de mala hierba, flores marchitas y plantas quemadas al sol”, describe. “Gracias a la brisa, se escucha el chirrido de los cerrojos enmohecidos. Las casas están vacías. Las ventanas carecen de vidrios y las que los tienen, las muestran rotas o cubiertas por frazadas o colchonetas”. El periodista está buscando en las serranías de Mostar un pueblo de mujeres, que “es algo así como el símbolo de Yugoslavia”; mujeres de todos los credos, protegidas por “un pe­rro asesino guiado por un enano”.

Pueblos “fantasma”, habitados por vivos, donde llegar al lugar “es como empujar la puerta de la niebla e ingresar a un lugar perdido en su propio silencio”. Pueblos de la antigua Yugoslavia, víctima de una “limpieza étnica” en forma de guerra, en los años 90. “Estuve en una situación similar en las afueras de Beirut –recuerda el autor–, pero allí los ojos que nos miraban eran ojos de muertos. Aquí son ojos de personas vivas”.

El periodista español Plàcid García-Planas ,enviado especial a diversos frentes de guerra, se lamentaba de que el periodismo ha dejado de ser un oficio para convertirse en una “carrera”, ya que antes importaba más contar bien una historia que hacerlo deprisa, como ocurre ahora. Decker no es precisamente de esa categoría. Es de los que  prefiere las buenas historias, las que surgen de la observación y la reflexión.  Las que se rescatan de esos rincones de la realidad que nadie mira.

Carlos Decker es un periodista viajero y viajado. Como dije en la presentación de su libro Viajar no es morir un poco, hace dos años, son los viajes los que lo convirtieron en un contador de historias. Los viajes, como dijo Ibn Battuta, el gran explorador marroquí que recorrió durante veinte años parte el mundo conocido del siglo XIV, “viajar te deja sin palabras”, pero esos viajes te convierten después en “un narrador de historias”.

Los “infiernos degradantes y deshumanizantes” de los conflictos armados que le tocó cubrir y de los que le había advertido su padre, dejaron a Carlos “sin palabras”, pero él las recupera con la calidad y oficio del gran cronista en estos trapos manchados de sangre.

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