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Los raros

En esta realidad distópica en la que prontamente hemos pasado de saludarnos como Dios manda a cubrirnos la boca y tomar distancia, y, ahora último, a vestirnos con trajes espaciales que nos enfundan de pies a cabeza, tengo la misma ansiedad de ustedes, más la perturbadora certeza de que, cuando todo esto acabe, por un tiempo espero que no muy largo, nos sentiremos raros de no andar con un barbijo en la cara. Supongo que es parte de lo que parece inevitable: el trauma pospandemia. Esa espantosa seguridad de que corren los días, la cura no llega y nos vamos acostumbrando a lo antinatural.

Raros como rara se ve la ciudad despierta en la mañana y dormida, casi inerte, en la tarde y en la noche, habitada solo por jaurías hambrientas y vociferantes, dueñas de las calles y del aire; el aire que ya no contaminamos. Paradojas de esta indeseable vida en sociedad: tiene que perseguirnos un virus mortífero e infectarnos; tenemos que morirnos de miedo para que, solo así, dejemos de contaminar, de infectar el planeta.

Llevamos cerca de dos meses encerrados —salvo unas pocas horas de salidas para hacer las compras— y, estaba pensando que no muchas veces nos habían pedido que nos quedásemos en casa, y que muchas de esas veces no nos lo pidieron por favor sino a punta de fusil y con estado de sitio de por medio. Aunque también de por miedo.

No. Los estados de excepción, así denominados por las democracias para endulzar —un poco— la impiadosa medida del estado de sitio, no son naturales. Pero, más allá de la importancia de los decretos políticos y de su incidencia en la sociedad, ojalá nuestros niños, con la guía de nosotros, sus padres, asimilaran sin consecuencias psicológicas que lo que estamos viviendo son condiciones extremas y que lo saludable, después de todo, cuando todo pase, es el saludo con abrazo y no el saludo con el codo.

En ese sentido, una frase de cita habitual y completamente vigente —conveniente para nuestro presente y futuro— es la de Bertolt Brecht: “No acepten lo habitual como cosa natural, pues en tiempos de desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer imposible de cambiar”.

Hay que cuidar la salud, en primer lugar, sin descuidar la economía porque, como más o menos lo escribí hace algunas semanas, ‘crisis’ ha dejado de ser una palabra común y exclusiva para la salud; también sirve ahora para la economía y el alimento. Porque no hay salud sin comida. Porque no hay comida sin dinero. En el tren de la deshumanización marcada por aquel influyente escritor alemán, esta crisis de proporciones pandémicas ha desnudado la fragilidad del sistema, y a mí no me gusta separar del sistema al comportamiento social e individual de la humanidad.

Ante la desesperante situación y el nivel de una tragedia que no distingue países pobres de ricos, mientras los gobiernos van adoptando medidas que, en el caso boliviano, resultan aún insuficientes (lo digo sobre todo por el necesario auxilio, tanto a familias como a empresas medianas y pequeñas, con relación a las instituciones bancarias para impedir un endeudamiento imposible de sostener en el tiempo), las personas, desde sus casas y sus barrios, han descubierto cuán beneficiosa puede ser la convivencia solidaria para salir adelante todos juntos en momentos de crisis.

Vuelvo al principio con la siguiente reflexión, a propósito de esto último que tiene también que ver con las (¿nuevas?) costumbres: ¿Lo natural hoy en día, siglo XXI, es la solidaridad o el desdén por el otro, cuando ese otro es, por ejemplo, el vecino?

Ojalá esta solidaridad 2020, la de la mano tendida hacia quienes la necesitan, no sea una moda pasajera, una costumbre del momento suscitada por el pavor a la enfermedad o a la muerte.

Porque, si lo natural para nosotros fuera la indiferencia, cuando todo pase, después del miedo al coronavirus, ¿qué? ¡Qué raro se sentiría volver al viejo modus de vida! Peor aún, ¡qué vergonzoso sería para la humanidad deshumanizada recuperar la memoria del desprecio o el desinterés por todo aquello que no es de uno y nada más que de uno! Retroceder, volver a ser lo que tristemente era.

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