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Los que vinieron en los años 90

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

De los bosnios hablaré luego.

Escucho danzas renacentistas, Praetorius que siempre me gustó desde descubrirlo allá por 1989. Tower Records, en Washington DC, que alimentó una hermosa colección de discos compactos hoy desaparecida. Ayopayamanta y Raimon. Himnos de los jenízaros y Taraf de Haïdouks.

Manejaba ayer por la Pequeña Rusia. Dio el barrio en llamarse así cuando llegaron los “rusos” a Denver. Gorbachev, la perestroika, el hastío de la Nomenklatura, el deseo, como escuché, de comerse una naranja. Calles de Glendale que fueron retomadas después por los mexicanos y ahora arrebatadas por los yuppies que con su proyecto de gentrificación arrean a los pobres y las minorías hacia las afueras para construirse una inexistente comunidad de supuestos liberales ricos, esos que alimentan la izquierda caviar por doquier. Quedan algunos ex soviéticos de entonces, y el Parque Mir se encuentra detrás de unas viejas edificaciones donde vivió mi amigo Yefim. Pero ha cambiado. En la esquina de Leetsdale y Forest, en el inmenso edificio de apartamentos, se diversificó la población. Han ido llegando otras etnias, iraquíes, europeos del centro. En la lista de habitantes veo una mujer que apellida Kafka. Quieren darle a todo un aura de sofisticación como corresponde a una ciudad rica: el fracking y la marihuana elevaron a Denver hasta el infinito.

“Rusos” eran bielorrusos, armenios, kazajos, ucranianos, muchos judíos. En un piso vivían polacos, búlgaros en el otro; variedad y parecía que consenso en un exilio voluntario. Acá eran conjunto. Recuerdo a un jovial, alto y gordo, armenio, contando las proezas de su unidad en la guerra del Alto Karabaj. Yo escuchaba. Preguntaba por ahí. Hablamos de Mikoyan, de Tigran Petrosian, del lago Van y tanto otro. Con cada uno alimenté la mente de imágenes, anécdotas y la vista de la gente común fuera de la grandilocuencia de la historia.

Yefim era judío, de aquellos que removió Stalin del oeste cuando la invasión nazi; fueron trasladados a la estepa kazaja, a Karaganda y más lejos, donde se instalaría un terrible y famoso gulag. Su ciudad era Pavlodar. Yefim hablaba de árboles. De agua; por allí atraviesa el poderoso Irtysh. Nunca regresó. Se quedó en su sucio y reducido apartamento de la calle Fairfax, lleno de muñecos que recogía de la basura, con negras cucharas con las que comíamos delicioso borscht. Salchichas y pepinos en escabeche, con pan negro. A  su modo, aquel rincón retrataba una forma de vida leída en las páginas de Schklovsky; podía haber sido el Kiev de Ajmátova, un cuchitril donde los poetas rusos concebían impresionantes poemas en medio de la miseria y los obuses.

Trajo a una esposa, ingeniero de algo, mujer inteligente, por cierto, que no se acostumbró a las limitaciones que le ofrecía su esposo y lo abandonó. Yefim tenía cajas de la ropa vieja de ella, botas de segunda mano. Su hermano mayor vivía al frente. Hablaban como gritando. Ambos habían sido dirigentes comunistas. Esmirriados y dinámicos. Luego yo desaparecí. La vida me había azotado y obvié el mundo con silencios. Ligia lo encontró en un supermercado. Yefim había dejado su mal inglés y le habló efusivamente en ruso. No me reconoció, contó ella. A él le había llegado el olvido.

Semyon, también judío, que vivía como tantos de ellos en un monstruoso edificio circular llamado “Club Valencia”, ya murió. Me lo dijo su esposa Klava, una tártara diminuta y divertida que no se acordó de mí, pero que al escuchar el nombre hizo con los brazos como que volara para decirme que Semyon se había ido a los cielos. Sus hijos eran entre rubios y mongoles; borracho el hijo mayor, hombruna la hija grande. Gente del dolor. Cuál habría sido su vida en la Unión Soviética para que esa tristeza actual fuera mejor. Pepinillos en vinagre, otra vez. Mucho vinagre, para arrugar boca y labios. No sabor para el gusto de un cochabambino. Las invitaciones tenían al menos una docena de platillos bien arreglados. Y vodka.

Yefim, Semyon, Nikolai, este sí ruso, soldado en Cuba y padre de un hijo mixto abandonado en la isla porque la jerarquía no le permitió ir a Rusia. Me viene a la mente la poeta cubana Anna Lidia Vega Serova, nacida en San Petersburgo de madre rusa y padre cubano, a quien conocí en La Habana. Las sendas de la vida. Los caminos de la vida.

Había un hombrecito callado y humilde. Siempre fumaba. Cuando yo llegaba al periódico a las diez de la noche él ya estaba sentado en la oscuridad. “Karl”, se presentó. Curioso, preguntaba. Le enseñé todo lo que sabía en el periódico, cómo hacer dinero, la velocidad, la eficiencia; le enseñé a repartir los diarios en las mesas siguiendo listas para cuando vinieran los repartidores. Aprendió. En un par de meses Karl estaba recibiendo cheques, no recuerdo si semanales o quincenales, de once mil dólares. Se apropió de todo, de cada una de las labores allí. Los gringos para liberarse ellos se lo concedieron. A mí me respetó siempre y me tuvo afecto. Venía con su hijo a comer a casa y el pequeño Karl jugaba con mis niñas.

Construyó una empresa basada en el trabajo de sus paisanos soviéticos, siendo él el contratista. Les pagaba lo que quisiera, o no les pagaba. Los tenía amenazados a pesar de que la mayoría había llegado con documentos de refugio. Georgianos, incluso un par de mongoles. Se hizo rico en seis meses. Andaba en Cadillac descapotable con fino sombrero de paja.

Me alejé, no era a quien quería de amigo. Hacían fiestas en el warehouse del Denver Post, arreglaban autos allí, conseguía muchachas jóvenes para los managers norteamericanos y los invitaba a comilonas eslavas como nunca habían visto. Cierta vez vi cómo destrozaban los escritorios de la oficina y se llevaban las patas de los muebles para ir a castigar a alguien. Karolyan Seferyan era su nombre, así apareció en el reporte policial que contaba que había acuchillado a un hombre y enterrádolo en su jardín. Para entonces tenía una casona. Qué habrá sido de él. Escapó de Armenia, su tierra, porque lo querían matar. Vivió en Hungría y salir por lo mismo. Busqué su nombre en internet sin hallar nada. Por lo visto una carrera truncada, negros sueños que cayeron en tormenta. Nikolai, mecánico, a quien decíamos Kolia, habrá muerto también. La única agua que recibía su cuerpo iba adentro en forma de alcohol. ¿Fantasmas de mi vida? No, seres reales de los que aprendí. Observar y sobrevivir. He visto mucho. Nada he olvidado.

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