En cierta ocasión, no pude evitar escuchar al recorrer una céntrica calle de una ciudad importante de nuestro país (que bien podría ser la suya), exclamar entre risas y maldiciones a un turista extranjero (probablemente europeo), la siguiente frase: «Oh shit, this must be the city of dog poop!» (¡Oh mierda, ésta debe ser la ciudad de las cacas de perro!), como reacción, claro, al hecho de haber aplastado con su enorme zapato un no menos imponente mojón de excremento canino. A juzgar por las circunstancias y las reacciones, esa no parecía haber sido la primera experiencia de este tipo para el infortunado visitante.
Sorprendido por semejante afirmación que, en principio, llegó a sonar algo ofensiva hasta para un sujeto tan despreocupado como yo, me vi de cierta forma obligado a volcar mi atención hacia este asunto, tan escaso de glamour como ingrato, hasta comprobar que, efectivamente, tal denominativo, aunque un poco exagerado, no dejaba de tener algo de cierto. Ello no implicó más esfuerzo que el de ver a través de un cristal distinto aquello que se esconde debajo del manto de lo cotidiano, observando de reojo, pero con atención, el suelo de nuestras aceras, para percatarme que en ellas abundan, además de baches y basura, mucho más de lo deseable, todo tipo de desechos perrunos que, para colmo, suelen quedarse ahí como parte del paisaje, imperturbables ante la mirada de la gente e indemnes ante el embate de todo tipo de calzados que hacen lo posible por esquivarlos, hasta que el tiempo y los factores climáticos los pulverizan, pasando así a formar parte del aire que respiramos y que, de cierta forma, ingerimos.
Mi disgusto llegó a su clímax cuando en una de mis habituales salidas a trotar por un hermoso y conocido parque (el único de la ciudad que merece tal denominativo), sentí la resbalosa sensación de haber pisado algo extraño. ¿Adivinaron de qué se trataba? ¡¡¡Claro!!!, un monumental montón de caca perruna, provocando risas entre quienes, compartiendo la misma afición por el running, coincidieron conmigo en tiempo y lugar. Esto fue lo que afianzó en mí la necesidad catártica de escribir esta disparatada columna, debo confesarlo.
Cuánta razón tenía el gringo al denominar a esa ciudad como lo hizo. Al final, se trata nomás de una urbe (si acaso así puede ser catalogada) aquejada de muchos problemas, entre ellos el de una ‘excrementitis canina’ crónica que, de no ser por la persistencia de algunos dueños de casa en mantener un aseo más o menos prolijo de las aceras adyacentes a sus domicilios, se haría poco menos que insufrible.
Identificar las causas de este problema parece ser más un asunto de sentido común que de física cuántica, pues por un lado, se explica en parte por el elevado número de canes callejeros que deambulan por la ciudad bajo un relajadísimo control de parte de la estatalidad local y, por otro, en la escasa educación de muchos dueños de mascotas, quienes ven en calles, plazas y parques enormes retretes aptos para recibir y procesar todo aquello que por mandato de la naturaleza debe ser evacuado del cuerpo de sus animalitos.
Y no tome el lector esto únicamente como una jocosa anécdota, pues se trata sólo de uno de los muchos síntomas de un mal mayor y que tiene que ver, probablemente, con una errada interpretación del “vivir bien”, centrada casi únicamente en ganar más para consumir aún más y reparar cada vez menos en aspectos que, si bien se disipan en la rutina diaria, resultan ser esenciales para mejorar la calidad de vida de la gente, entre ellos, un hábitat limpio y una ciudad amable, considerando que transitar por una acera bien mantenida y libre de basura o excremento de perro no puede ser privilegio sólo gentes que habitan en las prósperas y bien cuidadas ciudades norteamericanas o europeas. Debe ser posible también aquí, con nuestros propios medios y en el marco de nuestra peculiar idiosincrasia, lo que precisa más de voluntad que de grandes gastos. Sería, quizás, un buen comienzo.
El autor es doctor en Gobierno y Administración Pública