“Los padres son libres de elegir en nombre de sus hijos”, aclaró el Servicio de Registro Cívico (Sereci) boliviano desautorizando a su oficina regional de Potosí que había anunciado una prohibición de que se dé a infantes nombres extranjeros, de artistas o simplemente raros, además de crear un listado de nombres nativos como opciones de elección. ¿Quién tiene o debe tener la potestad final sobre este tema? ¿Por qué un padre tiene el derecho de ponerle a un hijo Ronaldinho, Sakura, Bruce Lee, Míster o Shakira, entre otros?
Paralelamente, el vocal indígena del Tribunal Supremo Electoral (TSE) rechazó su nombre: Daniel Atahuichi Quispe, y lo cambió a Tahuichi Tahuichi Quispe ya que este nuevo refleja su identidad indígena y es con él con el que se siente “reconocido como ser humano”. Toda una potente razón que, sin embargo, fue producto de burlas en las redes sociales que desde un racismo colonizante rechazan este tipo de reivindicaciones.
El nombre de hijos e hijas muestra la mirada del mundo que tienen sus padres y madres, les coloca en una posición social y marca cómo se les verá al ser nombrados. Desde estratos altos, se cree que lo adecuado es el uso de nombres de origen español y está bien si se usa un nombre de otras regiones europeas siempre que sean congruentes con los apellidos, la ascendencia y el color de piel. El resto sería de mal gusto y de ignorantes.
Desde esta mirada de cultura más bien corta para señalar razones, no se entiende que aún hoy haya personas indígenas que creen necesario cambiar su nombre y apellidos nativos por otros “mejor vistos”, en busca de “mayor dignidad”, ya que los suyos fueron y son causa de constantes discriminaciones. Es dramático que frente a quienes optan por nombres extranjeros o de artistas, como salida, haya quienes les denigren y se mofen doblemente.
El acto de Tahuichi Tahuichi Quispe es encomiable ya que va en sentido contrario y como reivindicación cultural. Muestra además una visión más amplia, ya que coloca su nombre como valor cultural sobre ese espacio globalizado donde priman ciertas potencias culturales dominantes, con sus respectivos nombres y celebridades comerciales. Ese mismo sentido, reivindicativo cultural y de cuidado, tenía la desautorizada determinación del Sereci de Potosí.
El Código Niña, Niño y Adolescente de Bolivia dice que toda persona tiene derecho de “llevar un nombre que no sea motivo de discriminación en ninguna circunstancia”; sin embargo, ¿por qué el Estado, entonces, no puede intervenir en este tema? Cuando es evidente que debe haber cierta protección frente a nombres vergonzantes.
¿Los progenitores pueden poner cualquier nombre a sus hijos porque los hijos son de los padres? No, los hijos son personas con derechos y no son propiedad de nadie, de nadie, por lo que es el Estado, que somos toda la población, quien debe cuidar por su dignidad, entre algunas otras necesidades vitales.
¿Qué nombres deberían estar permitidos? Cualquiera que no lleve a una situación de vergüenza. También debería fomentarse el mantenimiento y valorización de nuestras raíces y cultura, que es lo que se hace en otros países.
El propio presidente del Sereci Potosí, Kieffer Condori, tiene un nombre (que en realidad es un apellido germánico que significa “el que hace barriles”) que no encaja con sus orígenes ni con su apellido, Condori (que se reconoce como nativo, aunque es la castellanización del sustantivo aimara kunturi, que significa cóndor). Si él quisiera cambiar su nombre, no tiene que ser motivo de mofa sino todo lo contrario.
Tahuichi significa ave grandiosa en tupi-guaraní y frente a apellidos europeos, que tienden a señalar oficios, lugares o filiación, los nombres aimaras y quechuas señalan esencias y valores: Nina es fuego, Kallisaya es relámpago y energía, Mamani es alcón, Choque o más bien Chuqi es oro y Huanca es gran piedra, y así. ¿Cómo no darles valor a nombres tan hermosos? Más si es una expresión cultural de los pueblos de Bolivia.