De: Daniel Averanga Montiel / Para Inmediaciones
Es interesante cómo cierto tipo de memoria puede convertirse en un ariete existencial; no hablo de la memoria tradicional, individual, no; hablo de la memoria colectiva, la que, según Jean M. Auel, todos los seres humanos llevamos “en la sangre”.
Esa memoria, descrita como conciencia histórico-colectiva por Konrad Lorenz “para dotar de un carácter científico al remordimiento”, es la que nos provoca el rubor de indignación o ira en las mejillas cuando vemos una injusticia; ese inexplicable, casi mítico sentir ante una realidad, puede suceder solamente si nos enfrentamos a varios estímulos no aleatorios y muy bien estructurados.
Pues bien, resulta casi imposible encontrarse con un libro, publicado hoy en día, que pueda abrir senderos en la mente para que esa clase de memoria mane como un géiser de interpretaciones y de asociaciones, incluso de acciones.
“Los infames” de Verónica Ormachea (Gisbert, 2015) provoca precisamente eso. Hay algo inexplicable pero grandioso en su forma de construir una historia “apelando a la misma historia”, y no peleándose con esta última para dotar de un carácter magistral al producto final.
Me refiero a que escribir de esta forma, reconstruir lo ya acontecido, cubrirse con la piel del historiador y salir triunfador de dicha encomienda, es lo que se admira de Ormachea y de su novela. “Así se debe escribir”, me decía al pasar las páginas de “Los infames” y recordar obras como las de L. Tolstoi o T. Morrison, incluso U. Eco o P. Díaz Machicao: creer en el oficio de contar sucesos, dar forma a los mismos e investigar los detalles más mínimos de ese pasado, porque, al tratarse de una novela histórica, el terreno es fangoso, precario y puede ser caníbal; si no, vean lo que les pasó a Truman Capote o William Garrison.
Y no solo es eso, la épica de la novela no descansa solamente en el conflicto emocional de los personajes: una pareja judía en medio del holocausto, separada por la distancia y la tragedia, y más dentro de un conflicto como el del pasado siglo; su épica explora mucho más, incluso a partir de un territorio poco explotado desde nuestras novelas: la segunda guerra mundial vista desde Bolivia, y mucho antes que esta sucediera, por medio de la vida laboral y política de Mortiz Hochschild (personaje tan icónico y profundo, como pocos en la actual literatura boliviana).
Ormachea nos envuelve y desenvuelve en una trama de dos vertientes: la pareja separada (incluido a esto, está la indagación del horror de los campos de exterminio, una de las más terribles y tristes construcciones literarias que leí en todo este último tiempo) y la realidad boliviana descrita casi desde los primeros años del siglo XX.
Los detalles históricos y las decisiones de los personajes, percibidos en sus diálogos y en sus acciones, así como la precisión contextual, son mucho más que ingredientes para un todo coherente en la novela, pues resultan deviniendo en estímulos para despertar esa memoria arcana, colectiva, que llevamos en la sangre y que está sepultada en nuestras mentes, y que, al ser despertada, nos provoca esa “maldición” llamada empatía, que nos hace apartar de nuestros ojos el celular táctil o de la sensación de comodidad, y nos hace cuestionar nuestra naturaleza como seres humanos. Verónica Ormachea logra esto y mucho más.
Puede que el carácter subjetivo de mi nota haga que los demás piensen que exagero o que busco cierto grado de amistad con la autora o con algún grupo de historiadores alcanforados que juran no ser “jailones” pero que hablan más de Los Alpes que de Los Andes, pero no es así.
Los “infames” en la novela de Ormachea no son solo los antagonistas o los que no hicieron las cosas que se esperaba que hicieran y por eso La Historia los condenó; los infames también están dentro de nosotros, cuando vivimos para nosotros y nos vale un pepino y medio la humanidad en los demás, incluso en los que conocemos bien y a quienes llamamos parientes o amigos.
Una buena obra, sea de ficción o histórica, es la que, después de su lectura, te cambia de óptica, te la mejora o, en el caso de “Los infames”, te la transforma, y solo hace aquello después de cuestionar tu forma de ver el mundo.
Sugeriría esta novela para ser leída desde los colegios, pero soy dolorosamente franco, con el “currículum comunitario productivo” que este gobierno, simpatizante de Dussel y toda su caterva de bichos posmodernos que lo han mal-leído, y más que todo, con los docentes que nos “gastamos”, sería muy difícil hacerlo sin esperar antes que algún funcionario del Ministerio de Educación nos diga, con dedo acusador: “¡Eso es eurocentrista, colonialista y no es bueno!”.