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Libros que recomiendan libros

Alvaro Vásquez

Libros que disfruté mucho en alguna etapa de mi vida, ahora me son indiferentes. Personas que por años fueron parte importante de mis días, dejaron de ser parte de ellos. Son ahora menos importantes que los recuerdos que aún despiertan. No reniego de los primeros ni aborrezco a las segundas; simplemente cambié, viví, y aunque sigo siendo el mismo, soy diferente.

En algún momento, buscaba leer los best sellers del momento, creyendo que altas ventas eran sinónimo de buena calidad literaria. Hoy mi opinión es (casi) la opuesta, y sí, me doy cuenta de que es un prejuicio mío.

Si las preferencias literarias promedio no reflejan las propias, ¿en qué criterio puede confiarse para elegir lecturas? La respuesta a esta interrogante también cambia con el tiempo. En mi caso, fui conociendo a personas cuyo criterio aprendí a respetar (al menos por un tiempo), quizás algunos sellos editoriales ganaron mi confianza, o llegué a creer en la valía de algunos premios literarios. Todas estas opciones parecen ser razonables, y de hecho guían –en mayor o menor grado– la elección de los libros cuyas páginas abriremos al terminar el que tenemos entre manos.

Ahora quiero referirme, sin embargo, a otra fuente de recomendaciones literarias: los propios libros.

Sí, los libros pueden recomendar libros, y no me refiero a que cuando leemos a un autor determinado, esa lectura nos impulse a buscar nuevas obras del mismo.

Hay algunos textos (literarios, no ensayos) que en su contenido mencionan otros textos (cuentos, novelas). Si su lectura resulta atractiva, si nos atrapa, entonces esas referencias son convincentes, hasta tentadoras. Pensando en esos casos es que concluí que los libros pueden recomendar libros.

E intentando recordar algunos casos en que ese tipo de referencias me llevó hacia otras lecturas, me vienen a la mente los siguientes libros y autores:

Tomás Eloy Martínez, que de la mano de Santa Evita me invitó a releer La muerte y la brújula, de Borges, me lanzó a la búsqueda (hasta hoy infructuosa) de El examen de Cortázar, y de los cuentos Ella, de Onetti y El simulacro, también de Borges.

El último premio nacional de novela, Días detenidos, de Guillermo Ruiz Plaza, a través de una referencia algo abstracta me llevó al cuento ¿Cuándo murió Janos Kovacs?, de Lajos Zilahy, que busca definir cuándo desaparece un ser humano, sabiendo que no es al momento de su muerte.

Dos grandes obras, Breve historia del circo y Los cuadernos del Hafa, de la pluma de Pablo Cerezal me impulsan, –casi exigen– a releer a Henry Miller, y a empezar a buscar entre los textos de William Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, en fin, la generación beat. Hablando de dioses, demonios, djins y pecados, Pablo nos lleva a pasajes de la Biblia y del Corán. Le debo también a él el haber llegado a Emilio Losada, músico (compuso una balada para Claudio Ferrufino-Coqueugniot) y escritor, de cuya inspiración surgió Aviones de fuego, novela cuya lectura se aprecia y disfruta.

Pablo Cerezal es coautor, junto a Claudio Ferrufino-Coqueugniot, de Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), tremendo libro que, además, resultó pródigo en recomendaciones literarias. Una de ellas, realizada por ambos autores, se refiere a Francisco Umbral.

Claudio Ferrufino, por su parte, recomienda, evocando sus lecturas casi infantiles, a Homero y Julio Verne. Desde sus años universitarios menciona a Tolstoi, Dostoievski, Bakunin y Franz Werfel. Su coautor español enfatiza la valía de Bajo el volcán, novela de Malcolm Lowry. Y mientras descree de las ferias del libro, menciona a Bowles, y a un para mí hasta hoy desconocido Vaslav Nijinsky (tarea pendiente, claro).

Y continuando con Claudio Ferrufino-Coqueugniot, la gratitud a su persona se extiende por varios libros más de su punzante prosa (sobre todo, ese pequeño gran libro: Virginianos). En sus páginas hallé a Madame Edwarda, de Georges Bataille, Un pequeño demonio, de Fiodor Sologub, a quien compara con Gogol (“Sologub me divide en dos –dice Claudio –, el que ríe y el que se irrita”); habla de los textos de dramaturgia del estadounidense Eugene O’Neill, y de la labor del periodista y poeta John Reed (Diez días que estremecieron al mundo y México insurgente me son títulos ya familiares, aunque aún no los haya leído). Nikos Kazantzakis (Zorba el griegoLa última tentación de cristo), es otro autor al que difícilmente hubiera llegado sin leer los libros de CFQ.

Los cuentos de Manual para mujeres de la limpieza (gran libro), de Lucia Berlin, recuerdan la calidad de Tristeza o El asesinato de Chejov. Me llevaron también a leer Los hombres huecos de T,S. Elliot (Así es/ en el otro reino de la muerte/ despertar solo/ a la hora en que/ temblamos de ternura/ labios que querrían besar/ forman oraciones a piedra rota).

Y las páginas escritas por Berlin también guiaron mi búsqueda hacia los cuentos A todos nos caía bien AlDemasiado tarde para sonreír, además de Y llegó el sábado, de Raymond Chandler, mientras nos muestra que esos textos pueden realmente mejorar la vida de las personas, aunque no puedan cambiar su trágico destino.

Lo que no tiene nombre, novela en carne viva escrita por Piedad Bonnet, invita a releer a Los enamoramientos de Javier Marías y llama la atención sobre un autor para mí desconocido: Antonio García. Imposible no querer leer a alguien que dice que “El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, da el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior”.

Alguien observará que la recomendación en realidad viene dada por el autor de un libro, y no por el libro mismo. Y tendría razón. Pero… ¿puede acaso un muerto recomendar un libro? Un libro sí puede, incluso si su autor ya hubiese fallecido. La palabra escrita vence barreras de idioma, años, cultura, estados de ánimo, simpatías/antipatías.

Por eso las recomendaciones literarias de un libro son más fiables.

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