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Las fotos no mienten

Roberto Navia Gabriel

Ahora que el mundo se ha detenido, las sombras de los humanos ya no van de aquí para allá. Por las ciudades y los pueblos, las calles y las avenidas y los caminos y las sendas recorren las pulsaciones de los vientos. Con el encierro se han hecho visibles sonidos que se creían exterminados: el baile de los pájaros mientras cantan, mientras se bañan en la arena, los pasos sigilosos de animales silvestres que han archivado sus miedos y se han animado a estirar sus piernas más allá de sus madrigueras, los lenguajes de las edificaciones de la ciudad también hablan por las huellas petrificadas en sus paredes, en las cortezas de las puertas y de las ventanas, y en los tejados por donde ahora, además de los gatos, también caminan la zarigüeya, los monos y sobrevuelan los papagayos.

Fotografías sin seres humanos dentro del cuadro. Un pecado mortal, decía un editor de fotografía que no concebía que se tomen gráficas sin un hombre o una mujer o un niño o un anciano dentro de ellas. Tiene que haber el recurso humano –les decía a sus compañeros de trabajo– porque la fotografía –creía febrilmente- se debe a la gente y a la gente es a la que hay que mostrar por encima de los paisajes.

La ausencia de humanos en algunos escenarios del planeta no es algo exclusivo en tiempo de pandemia. Ya se venían dando. Hace varios años, después de recorrer por carretera, junto a un fotógrafo y un chofer, durante una semana la costa del Pacífico por suelo chileno, encontramos un cementerio misterioso que navegaba por un silencio entonado por el viento. Las inscripciones de las cruces hablaban poco. Decían que ahí estaban enterradas personas que habían muerto en los años de 1800 del siglo pasado.

De casi todas las cruces colgaban osos de peluches, como evidencia de que los restos mortales pertenecían a niños que no hacía mucho tiempo habían llegado a este mundo. Quizá murieron por alguna peste, decía el chofer, parado frente a una cruz. El fotógrafo se esforzó por hacer tomas emblemáticas, como si se tratara de una película de suspenso. El sol pendía de un cielo intensamente azul y abajo las cruces formaban sombras amplificadas, como si fueran cadáveres gigantes. Orgulloso, el fotógrafo las envió a su editor para que sea testigo del tamaño de su obra. “No sirven”, le dijo: “No sirven porque están vacías. ¡No se ve a ninguna persona en ninguna de ellas!”. Ese hombre no lograba ver la vida que había en un escenario gobernado por la muerte, por el vacío de humanos de pie, por la total ausencia de pasos que no hacían falta.

Ahora sobran las fotos sin seres humanos en sus cuadros. Y no están muertas. Ha quedado el aura de los que estuvieron ahí. Siempre queda algo de la gente que llegó con sus pasos vagabundos antes de cualquier pandemia. Miren una fotografía de la rotonda del Cristo Redentor, en el segundo anillo de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Agudicen sus oídos. Comprobarán que será fácil escuchar el rugido del “león”, de ese “felino” que reunió a más de un millón de personas para exigir autonomía departamental en los buenos tiempos de la lucha cívica. Vuelquen su mirada a la plaza Murillo de La Paz. Sentirán a la bota militar cuando creía que Bolivia era su gran cuartel. Escucharán el eco de la voz de algún presidente que quedó rebotando en el balcón de Palacio Quemado cuando se creía poderoso e inmortal.

Salgan al portón de su casa y además de la calle vacía, es muy posible que escuchen el recado del tiempo, recordando a la mujer que, con su canasto en los brazos, llegaba con los tamales para romper la dieta una vez más. Piensen en la rambla de Barcelona y escucharán el zumbido de la multitud cosmopolita, o en el centro neurálgico de Sol, en Madrid, y brotarán las antiguas carcajadas de los turistas que en la acera de un bar, además, conversaban hasta que las velas no ardan y, uno, arriba, en la habitación del hotel, en vez de enojarse, daba gracias por ser testigo de las diversas formas en que cantaba la vida.

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