Laura Freixas
La literatura catalana del siglo XX está dominada por un gran nombre: Josep Pla (Palafrugell, 1897-1981). Un nombre catalán de lo más banal, que remite sin embargo a una figura singular, inmensa… y llena de contradicciones.
Josep Pla fue un grandísimo escritor al que, durante décadas, se valoró sólo a medias, porque, aunque publicó 47 volúmenes de Obras Completas, no escribió ninguna gran novela; un autobiógrafo paradójicamente incapaz de explorar su propia intimidad; un gran viajero en la primera parte de su vida y un sedentario en la segunda; un hombre afable, seductor, con infinitos amigos y numerosas amantes, pero también secreto, misántropo y misógino; una figura pública consciente de su influencia, que trabajó con ahínco y generosidad en favor de la lengua y cultura catalanas, a la vez que un hombre egoísta, ingrato y sin escrúpulos; un catalán de pura cepa que…
Ahí es donde duele. Sus deficiencias personales y sus limitaciones literarias (sobre las que luego me extenderé) no parecen haber importado mucho a nadie. En cambio, su trayectoria política —la de un catalanista que, a la hora de la verdad, el 18 de julio de 1936, se pasó con armas y bagajes al bando franquista— convirtió la figura de Pla en un campo de batalla. Admirado, deseado y detestado tanto por franquistas como por catalanistas, fue incómodo para todos. Que a pesar de ello conquistara el amor del público y el protagonismo absoluto que ostentó y sigue ostentando en la cultura catalana es tanto más admirable. Y da a su biografía una proyección, una resonancia, inmensas. Es una oportunidad que su último y más exhaustivo biógrafo, Xavier Pla (la coincidencia de apellido es fortuita) aprovecha a fondo en un libro apasionante.
La gracia de las contradicciones
Un corazón furtivo, publicado el año pasado simultáneamente en catalán (Un cor furtiu) y en castellano, abarca todos los aspectos que debe cubrir una biografía… y alguno más. Porque además de ser completísima, de no dejar papel por examinar con lupa (y no me refiero solo a las decenas de miles de páginas publicadas, sino a cuadernos, cartas, apuntes, diarios, agendas, borradores, y hasta miles de cartas y postales de sus lectores), la biografía de Xavier Pla es muy original.
Hay, por ejemplo, un curioso capítulo sobre «los otros Josep Pla» (tanto el nombre de pila como el apellido son moneda corriente en Cataluña), y otro que examina las varias tentativas que hizo Pla en vida de agenciarse un biógrafo, con el obvio propósito de que, a modo de ventrílocuo, transmitiera a la posteridad la imagen que él quería dar de sí mismo. Aquí, yo debo hacer una confesión de ingenuidad: siempre pensé que todos los escritores del mundo eran vanidosos excepto uno, Josep Pla. Ahora comprendo que fui víctima de lo que Xavier Pla analiza como una estrategia calculada: en las antípodas del irritante narcisismo, exhibicionista y megalómano, de, por ejemplo, un Dalí, Pla fingía (¿o sentía realmente, aunque fuera a medias?) humildad. Se refería a sí mismo en un tonillo irónico que suscitaba la benevolencia y disimulaba su inmensa ambición.
Pero quizá el capítulo más insólito de Un corazón furtivo es el primero. Que no se dedica a repasar, como es habitual en estos casos, la historia de la familia y su contexto (documentada, en el caso del mas Pla y sus propietarios, desde 1333, nada menos)… sino que comenta un aspecto en apariencia trivial, pero muy significativo de nuestro escritor: su incomodidad a la hora de vestir. Su sensación, llevara lo que llevara puesto, de ir siempre disfrazado.
Suele decir otra gran biógrafa española, Anna Caballé, que lo que atrae a una o un biógrafo, lo que le convence de que precisamente esa persona merece una dedicación de años para escribir su vida, son las contradicciones. No es de extrañar que una de las más brillantes obras de ese género en toda su historia sea la de Stefan Zweig sobre un personaje de incongruencias increíbles: Joseph Fouché, que trabajó sucesivamente en favor de la Revolución Francesa, de Bonaparte y de la restauración monárquica.
En el caso de Pla, puede interpretarse su incomodidad con la ropa como síntoma de una personalidad contradictoria o indecisa. Pequeño propietario rural, hereu de aquel mas y aquellas tierras de Llofriu (junto a Palafrugell) que ya en 1333 pertenecían a un tal Berenguer de Pla, Josep fue un hombre de orden, profundamente conservador, y al mismo tiempo ateo y de un total liberalismo en el terreno sexual; alguien extraordinariamente sociable, que vivía en un constante trajín de «café, copa y puro», entre almuerzos, cenas, tertulias, homenajes, rodeado de «amigos, conocidos y saludados», para decirlo en sus propias palabras, que abarcaban desde pescadores y payeses a filósofos y ministros… y un misántropo que pasó cuarenta años viviendo solo, encerrado en el mas; un espíritu inquieto y curioso, que durante veintitantos años cambió constantemente de domicilio, de ciudad, de país —Barcelona, Madrid, Inglaterra, Italia, Francia, Noruega, Argentina…—, pero que a los cuarenta y dos se asentó, hasta su muerte a los ochenta y cuatro, en la casa de campo familiar. Su contradicción fundamental, sin embargo, la más comentada y discutida, la más dolorosa para su público, fue, claro está, la que concierne a su posición política. Repasemos los hechos.
Poncio Pilatos en el mas
En el año crucial de 1931, Josep Pla era un joven periodista ya muy conocido, que publicaba, en catalán (ese jugoso catalán, a la vez culto y de pueblo, riquísimo, expresivo y natural, que es una de sus grandes bazas) principalmente en La veu de Catalunya, el diario de la Lliga, financiado por el fundador de ésta, el político y mecenas catalanista Francesc Cambó.
«A última hora de la tarde del lunes 13 de abril de 1931 —escribe Xavier Pla, que como se verá, y originalidades aparte, se ha documentado hasta el más mínimo detalle (no por nada su libro tiene la extensión que tiene)—, Josep Pla llega a la nueva Estación de Francia [de Barcelona], remodelada para la Exposición Universal de 1929, para coger el tren exprés número 807 que sale a las 21,21 y tarda doce horas en llegar a Madrid». Le acaban de nombrar corresponsal político de La Veu de Catalunya en la capital y hace el viaje con Cambó y otros miembros de su equipo político. Su función, según él la ve, será trabajar «para zurcir la Lliga con la República», proclamada el mismo día de su llegada (Un cor…, pág. 513).
Pero muy pronto, en menos de un mes, Pla empezará a dudar que el nuevo régimen sea compatible con los ideales políticos que son los suyos y de la Lliga: el catalanismo de derechas. La decepción era de esperar: un conservador como él no puede soportar el espectáculo del caos y la violencia descontrolada. El 10 de mayo presencia, horrorizado, la quema de conventos. El 11 de junio asiste a una conferencia en el Ateneo del dirigente del Bloque Obrero Campesino Joaquín Maurín, que propone (nos cuenta Josep, citado por Xavier) «destruirlo todo: la propiedad, la Iglesia, el Ejército, la burocracia…», provocando, a cada nueva propuesta, enfervorecidos aplausos del público… y escalofríos en nuestro escritor… hasta que «se declara separatista y habla de la necesidad de destruir también la unidad política española», momento en que el público, «se enfría y enmudece» (Un cor…, pág. 533).

Pla empieza a sospechar que la República «será mucho más unitaria que la monarquía», al modo de Francia, y que, si se asienta, «dentro de treinta años, el catalán podría ser un patois como es el catalán del Rosellón» (Un cor…, págs. 531-532). Pero ¿cuál es la alternativa?… No parece, dice Xavier, que Josep quiera volver a la monarquía, pero tampoco cree que sea posible una República federal… En octubre de 1934, se produce la proclamación, por parte del entonces presidente de la Generalitat, Lluís Companys, del «Estado Catalán de la República Federal Española». Es un fracaso total, que desembocará en el encarcelamiento de Companys y su gobierno y la suspensión del Estatuto de autonomía, y que contribuye a que nuestro escritor se vaya hundiendo en la desesperanza y el miedo.
Convencido de que se acerca «el terror, rojo o blanco» (Un cor…, pág. 642), Pla renuncia a su corresponsalía. El 1 de abril de 1936, en compañía de su mujer, la catalana de origen noruego Adi Enberg, deja Madrid y se va al mas. Tiene el proyecto de escribir dos libros: Noves cartes de lluny, una continuación de su espléndido libro de viajes Cartes de lluny (Cartas de lejos), y otro de recuerdos de los años de adolescencia pasados en un internado gerundense: Girona, que será uno de sus mejores textos.
Ha optado por encerrarse en su torre de marfil, lavarse las manos, dar la espalda a la actualidad. Pero no le dejan. Él puede olvidar la política, pero la política no se olvida de él.
¿El gran escritor catalán, espía de Franco?
Llega el 18 de julio de 1936. Tras las primeras y confusas noticias de la sublevación militar, lo que ve Pla desde el mas son ocho humaredas, correspondientes a otras tantas iglesias de la comarca a las que se ha prendido fuego. Es la primera señal de la barbarie anarquista que en los meses siguientes se extenderá como la pólvora.
El 20 de julio, un grupo de periodistas llegados de Barcelona y encabezados por uno con el que Pla había intercambiado algunas pullas, se presenta en el Comité de Guerra de Palafrugell reclamando al escritor para llevárselo —no aclaran con qué propósito— a Barcelona.
No se sabe muy bien qué pasa luego. Lo cierto es que los periodistas en cuestión se vuelven por donde habían venido, mientras Pla parece volatilizarse. O está escondido, o lleva una vida muy discreta. Pero no puede dejar de enterarse de los brutales asesinatos: entre ellos, y sólo en agosto, en Palafrugell, el del director del colegio de los maristas en el que él había estudiado, que aparece torturado y rematado con un tiro en la nuca, mientras que en Barcelona es detenido el director del semanario satírico El Be Negre por milicianos de la FAI, que le descerrajan siete tiros en la cabeza.
Finalmente, en octubre, con la discreta ayuda del gobierno de la Generalitat y las gestiones de su suegro, cónsul de Noruega en Barcelona, que proporciona a ambos pasaportes noruegos, Adi y Josep llegan a Marsella.
Es el principio de una mancha en la biografía de Pla que le perseguiría durante muchos años. No solo ha huido de la zona republicana, sino que tanto Adi como él empiezan a colaborar con el Servicio de Información del Nordeste de España (SIFNE). ¿Es un espía? ¿Vigila las llegadas y salidas de barcos e informa de ello a las autoridades franquistas, facilitando bombardeos que cuestan vidas de inocentes…? Así se ha dicho y escrito. Xavier Pla lo desmiente formalmente: Pla y Adi, dice, sólo leen periódicos, hacen resúmenes de prensa y escriben informes.
Entonces, ¿qué se le reprocha a Pla, exactamente? ¿Por qué despertó sentimientos tan encontrados entre la intelectualidad catalana de después de la guerra?
La respuesta, con hindsight, nos puede parecer obvia: porque el régimen franquista borró del mapa, al menos temporal y parcialmente, la cultura y la lengua catalanas. Pero, y aquí está el quid de la cuestión, eso —aunque ahora nos parezca increíble— no se sabía ni durante la guerra, ni inmediatamente después. «Para entrar en Barcelona [se refiere a las tropas victoriosas, en enero de 1939] habíamos preparado camiones de propaganda —y hasta ediciones literarias de sus obras más respetables— en el lenguaje vernáculo», recordaría el director general de Propaganda, Dionisio Ridruejo. «La autoridad se incautó secamente de todo aquel arsenal y prohibió, sin más, el uso del idioma» (citado en Un cor…, pág. 770). Aun así, Xavier Pla apunta, sorprendido, que a finales de 1939 —estando el nuevo régimen perfectamente asentado—, Pla empieza a escribir un nuevo libro, una guía de la Costa Brava, en catalán. Cree, por lo visto, que la prohibición del catalán (o la dictadura misma) durará poco. Pero lo cierto es que no podrá volver a publicar en su lengua hasta varios años después, en 1946. Entre tanto, y al igual que otra de las grandes figuras literarias catalanas, Caterina Albert («Víctor Català»), se resignará a hacerlo en castellano (un castellano lleno de catalanismos que al parecer ponía ex profeso, para fastidiar).
El honor perdido de un catalán emblemático
La herida que la «traición» de Pla provoca en la intelectualidad catalana es profunda. Su manifestación más visible será la polémica en torno al Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, un galardón creado en 1969 por la asociación Òmnium Cultural.
La elección de galardonado es peliaguda. ¿Quién ha hecho más por las letras catalanas en el siglo XX que Josep Pla? No son sólo sus propias obras, extraordinarias tanto en calidad como en cantidad y con ventas altísimas (como dijo Joan Triadú, «Pla ha hecho leer en catalán al hombre corriente»). Es que, además, Pla fue la fuerza motora y clarividente del gran proyecto de recuperación de la lengua y cultura catalanas bajo las narices del franquismo, convenciendo a un editor (Josep M. Cruzet) para que recuperara en su editorial (Selecta) los clásicos catalanes y tradujera también al catalán los de la literatura universal; y completó la jugada trazando un impresionante who’s who de la cultura catalana del siglo XX: sesenta retratos (la serie Homenots) de otros tantos catalanes importantes. ¿Quién, más que él, merecía ese premio?

Y sin embargo, y a pesar del apoyo de algunos destacados miembros del jurado (como Josep M. Castellet o Baltasar Porcel), nunca se lo dieron. Aunque Pla volvía a publicar en catalán, aunque en 1963 hubiera firmado (cosa rarísima en él) un manifiesto, pidiendo que se permitiese el uso de la lengua catalana en enseñanza, prensa, cine, radio… no se olvidaba que había abandonado la zona republicana para pasarse, tras dos años fuera de España, a la zona nacional. Ni se olvidaban unas declaraciones suyas de 1940: «Ellos [la II República] sumieron a España en uno de sus períodos más angustiosos. Pero, gracias a Dios, hubo en España fuerzas sociales suficientemente sanas para que, al impulso de un hombre providencial y de la clase militar que nos ha salvado tantas veces en el curso de la historia, pudiéramos invertir la situación» (Un cor…, pág. 1.392).
«Hay gente ―decía, nuevamente, Joan Triadú― que querría que se lo dieran [el Premi d’Honor] porque, olvidando la ambigüedad de Pla, todo el mundo quedaría limpio de su propia ambigüedad» (Un cor…, pág.1.387). Esa es la madre del cordero: Pla es emblemático. Sus dudas, su incoherencia, son la de buena parte del catalanismo. Véase el caso de Joan Estelrich, escritor, activista cultural y mano derecha de Francesc Cambó, cuyo diario (buenísimo, por cierto) se ha descubierto, y publicado en parte, hace unos años. Esto anotaba en él el 20 de julio de 1936 (el mismo día que Pla estuvo, quizá, a punto de recibir eso que se llamaba eufemísticamente un «paseo» y terminaba casi siempre en un disparo):
«Bien: estamos en plena guerra civil. (…) No podemos desear ni el triunfo de los sublevados, ni menos, el del Gobierno, que implicaría el triunfo inmediato de los marxistas. Yo, como catalán, he de desear el triunfo del Gobierno y como español el de los sublevados» (Joan Estelrich, Dietaris, Barcelona, Quaderns Crema, 2012, pág. 190).
¿Un dilema de 1936 (que Estelrich, por su parte, resolvió muy pronto, colaborando con la propaganda franquista)?… No solo. Escuchemos ahora a otro intelectual catalán, Agustí Calvet, Gaziel, escritor y periodista, director de La Vanguardia de 1920 a 1936. Viviendo discretamente en Madrid después de la guerra civil, Gaziel lleva también un diario, más intelectual que íntimo, en el que cavila sobre la situación política. Y con motivo de la muerte en 1947, en el exilio argentino, de Cambó, esta es su reflexión:
«Ese hombre desaprovechado fue el representante más eminente (…) de la trágica contradicción entre el sentimiento catalanista de las mejores generaciones burguesas de la Cataluña contemporánea (de 1890 a 1914) y la incapacidad radical, yo diría congénita, en la que se encontraban a la hora de plasmarlo en realidades políticas… Cuando se daban cuenta de que el único camino por el que esas cosas grandes y terribles deben hacerse es el sacrificio y el dolor integrales, el seny famoso, irresistiblemente, les empujaba a echarse atrás» (Agustí Calvet, Gaziel, Meditacions en el desert, 1946-1953, Barcelona, L’Altra, 2018 [ed. original 1974], pág. 108).
Una reflexión aplicable, como dice Gaziel, al período 1890-1914; también, claro está, a la II República (recordemos la fallida proclamación del Estado catalán en octubre de 1934)… y a lo que sucedió anteayer: la etapa conocida como el procés, de 2012 a 20171.
Cuánta razón tenía Aldous Huxley, ya saben: «La principal lección de la Historia es que los hombres no aprenden mucho de las lecciones de la Historia».
Gran escritor, mediocre novelista
¿Josep Pla, un gran escritor? Hoy su reconocimiento literario es unánime; pero no fue así en vida. Pla era periodista, y como tal fue principalmente visto y definido hasta, por lo menos, la publicación de El quadern gris en 1966, cuando tenía sesenta y nueve años.
Presentado como un diario o dietario (no voy a entrar en la distinción, que sería larga), supuestamente redactado en 1918-1919, pero en realidad reescrito totalmente mucho más tarde (convirtiendo las cien páginas del cuaderno manuscrito original en las ochocientas de la versión publicada), El Quadern gris es la opus magna de Josep Pla y una indiscutible obra maestra. Aun así, se le siguió regateando el título de escritor por un motivo que nos puede parecer bastante absurdo (el mismo por el que no se dio el premio Nobel a Borges): no tenía en su haber ninguna gran novela. «La obsesión crítica por hacer de él un novelista», observa Arcadi Espada, «afecta incluso a su obra canónica, El Quadern gris, que se calificará de bildungsroman o novela de formación, tal vez sin otro objetivo que el de hacer aparecer la palabra novela en el lugar cenital del magma planiano» (Arcadi Espada, Josep Pla, Barcelona, Omega, 2005, pág. 64).
En el Quadern gris, Pla habla del género novelístico con desdén, dando a entender que, si no ha escrito novelas, es porque no ha querido: «Las novelas son la literatura infantil de los adultos. (…) Reflejan la vida cuando describen una situación y unos personajes determinados; cuando crean y resuelven un conflicto no reflejan nada, son una obra meramente ficticia» (Josep Pla, El quadern gris, Barcelona, Destino, 2012 [edición original 1966], págs. 591-2). En realidad, está usando el privilegio (o, si prefieren, el truco) de quienes, habiendo escrito un diario, lo publican años más tarde, corregido según la visión de sí mismos que tienen (o les interesa mostrar) en ese momento.
Lo cierto, como hacen notar algunos de sus biógrafos, es que intentó una y otra vez escribir una novela según las convenciones del género: planteamiento, nudo y desenlace; no tuvo éxito (lo que le salía, aunque fuera muy bueno, no era una novela, sino una tranche de vie) y eso fue una espina que llevaría siempre clavada. Las grandes novelas catalanas del siglo XX no son El carrer estret, ni Girona, ni ninguna otra de las suyas, sino Solitud (1905) de «Víctor Català» (Caterina Albert) y La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda (1962). Hay también algunas obras que podríamos adscribir a ese… ¿subgénero? que son las novelas que empiezan por todo lo alto y a medio camino pierden fuelle, o pierden el rumbo, y terminan de cualquier manera: estoy pensando en Vida privada de Josep M. de Sagarra (1932) y sobre todo, en Incerta glòria, de Joan Sales (1956). Dicho todo lo cual, Girona es una obra extraordinaria, como lo son Cartes de lluny, Contraban, Viatge en autobus… ―además, claro, de El Quadern gris―, sin necesidad de ser buenas novelas, o novelas tout court.
Pla no es, ha quedado claro, un novelista. Es un escritor en prosa, sin un género claro: su obra es un todo orgánico, lleno de referencias entrecruzadas, a medio camino entre el periodismo, el relato, el ensayo (en la modalidad que en inglés se conoce como personal essay, aunque su origen es francés: Montaigne, claro), las memorias…, surgido todo de la misma fuente: lo autobiográfico. En eso se parece a otras grandes obras del siglo XX, como las de Virginia Woolf, Colette, Proust, André Gide o Annie Ernaux. En este sentido, es un escritor muy europeo; de hecho, sus lecturas eran principalmente francesas e inglesas (y cada vez más escoradas hacia biografías, autobiografías y memorias). Pero es aquí, precisamente: en su condición de autobiógrafo, donde radica lo que, a mi modo de ver, es su verdadera deficiencia: y es que esa autobiografía siempre es exterior. Como escribe Castellet:
«El sujeto es Josep Pla. El objeto, sin embargo, no es tanto su vida como la de la época, sus contemporáneos o el paisaje y los hechos históricos y culturales que los enmarcan (…). Él está presente como observador, como contertulio, como un personaje más» (Josep M. Castellet, Josep Pla o la raó narrativa, Barcelona, Destino, 1978, pág. 52).
Es esto lo que diferencia a Josep Pla de los grandes diaristas o autobiógrafos: su incomodidad respecto a la introspección. Algo de lo que él es consciente:
«Me pregunto a menudo si este dietario es sincero, es decir, si es un documento absolutamente íntimo», anota. «Mi idea es que la intimidad es inexpresable por falta de instrumento de expresión, que su proyección exterior es prácticamente informulable» (El quadern gris, op. cit., pág. 235).
Pero parece, a juzgar por otras frases del diario, que más que inexpresable, la intimidad le parece inconfesable. Que no se trata tanto de un problema técnico como psicológico, o moral: a saber, el asco y vergüenza que le inspira. «Toda confesión implica el descubrimiento de debilidades innumerables, de considerables errores, de intimidades grotescas, de incontables ridículos» (íbid., pág. 289). Y aunque nada de ello impide que la obra de Pla sea, repito, maravillosa, coincido con el juicio del siempre certero y lapidario Gabriel Ferrater cuando afirmaba: «Su reticencia respecto a la intimidad es lo que le impidió ser un gran escritor europeo» (citado en Espada, op. cit., pág. 21).
Lo personal, a veces, sí es político
El debate sobre la relevancia, a la hora de evaluar la obra de un escritor (o científico, pintor, etc.), de sus actitudes en la vida privada, parece haberse estancado en unos cuantos tópicos, como «separar al artista de la obra», y en la sensación de que es frívolo y mezquino señalar defectos personales en un gran hombre: qué importa que fuera alcohólico, o tacaño, o ingrato, o que maltratara a las mujeres, si su legado es espléndido… Pensar así, sin embargo, es pretender cerrar la discusión sin haber entrado en ella. Porque habría que tener en cuenta varias distinciones; por lo menos dos.
Primera: se puede (y debe, en mi opinión) conceder a una obra todo el valor que merece, y simultáneamente, señalar los defectos de la persona que la creó. Hacerlo así es importante, porque esas personas, los llamados «grandes hombres», son objeto de homenaje y se convierten en modelos2. Por cierto, y si hablamos de la obra, se puede (y se debe, también, creo) reconocerle todo su valor estético, y a la vez, señalar sus carencias o defectos, no sólo estéticos, sino políticos y éticos. Son escalas de valores distintas, pero no incompatibles. No se trata de juzgar, sino de aportar; ni de condenar, sino de entender3.

En segundo lugar, hay características personales que son eso: personales, sin más; pero las hay que reflejan una situación social. Que Pla recortara una Enciclopedia Espasa que no le pertenecía para agregar contenido a su guía de la Costa Brava, o que fuese tacaño, o ingrato (Xavier Pla descubre que llegó a denunciar a las autoridades franquistas al hombre que más generoso había sido con él, Francesc Cambó), son cosas circunstanciales. En cambio, hay algo que su biógrafo señala más de una vez con extrañeza, y que creo que merece un análisis en términos sociales, no individuales; que es una característica no de Josep Pla, sino de la cultura dominante. Me refiero a su absoluto silencio sobre sus parejas femeninas. Que fueron numerosas (aun sin contar las de pago), y con varias de las cuales convivió, o se relacionó, durante años. En particular tres: la periodista Adi Enberg (con la que afirmaba haberse casado, aunque probablemente no fue así), la costurera Aurora (a la que conoció en el marco de la prostitución, pero con quien mantuvo una relación larga, incluso después de que ella emigrara a Argentina, y que seguramente fue el amor de su vida), y Consuelo (que trabajaba como limpiadora y era analfabeta).
Que no hable de ellas en sus obras es tanto más extraño cuanto que la obra de Pla está llena de retratos, muy detallados y vivaces, de las personas a las que frecuentaba. Consigna, además, sus diálogos con ellos; se percibe la transmisión de conocimientos, el intercambio de opiniones, la influencia mutua. Pero esos retratos individualizados, de personas con nombres y apellidos, dotadas de personalidad y de conversación, son casi siempre de hombres. A las mujeres, Pla se refiere en muchos casos generalizando y cosificándolas. Veamos algunas citas:
«Ser pobre es muy triste. Las cosas de la vida son agradables. Todo es incitante y sabroso, las señoras son —a veces— espléndidas» (El quadern gris, op. cit., pág. 603).
«La visión de una señora o un grupo de señoras agradables a través del perfume y el humo del tabaco de La Habana contribuye a pasar la vida» (ibid., 447).
Si enfoca su atención en alguna de ellas en particular, la descripción es muy distinta de la que hace de un varón. Comparemos por ejemplo estos dos retratos, uno masculino:
«Mossèn Soler era un viejecito blanco-rosado (…), redondito como un conejito. Sus ojos vivos (…), admirablemente ligados con la matización de su frase y de su adorable gesticulación (…), lo hacían simpatiquísimo» (íbid., pág. 34).
Y otro femenino:
«En la calle he visto hoy una chica magnífica: morena, boca y labios carnosos, ojos brillantes, asombrados, de gacela, anca redonda y turgente, pierna tensa y larga bajo las medias finas. ¡Animal magnífico, gloriosa Astarté!» (íbid., pág. 398).
La visión que Pla da de las mujeres ofrece, como puede verse, un terreno de análisis de lo más interesante: en las frases citadas, por ejemplo, las describe a menudo como seres anónimos, más objetos que sujetos, más cerca de lo animal o divino que de lo humano. Es curioso —pero es lo habitual— que el exhaustivo e inteligente estudio que Castellet dedicó a su obra, el ya citado Josep Pla o la raó narrativa, y en el que se detiene sobre las ideas de Pla respecto a tantas cosas: la naturaleza, la política, la historia, la cultura catalana, las clases sociales (payeses, comerciantes, burguesía…), no dedique la menor atención a este tema.
Volviendo a la observación de Xavier Pla, resulta llamativo que la infinita curiosidad que Josep Pla sentía, y refleja en su obra, por los hombres —cómo son, cómo viven, qué piensan— sea tan tibia en relación a las mujeres. Podríamos atribuirlo a que se interesa solo por las personas cultas: los Homenots, por ejemplo, son filólogos (Pompeu Fabra), políticos (Prat de la Riba), arquitectos (Gaudí), músicos (Pau Casals)… Pero ese argumento no se sostiene, por varias razones. Una es que a Pla la fascinaron personas sin ninguna cultura, como el pescador apodado L’Hermós, con el que dialogaba y sobre el que escribió extensamente. ¿Por qué Aurora o Consuelo le interesarían menos?… Otra, que la mujer con la que vivió más tiempo, Adi Enberg, fue para él, además de compañera, una interlocutora intelectual: leía sus escritos, los revisaba, le ayudaba a corregirlos, y, culta y políglota como era, le recomendaba lecturas…. ¿Por qué jamás la menciona?… La respuesta, en mi opinión, solo puede ser la tendencia inconsciente, en una sociedad patriarcal, a borrar a las mujeres de la historia, en particular en tanto que sujetos pensantes. Lo ha mostrado muy bien la escritora australiana Anna Founder en un libro insólito y estimulante: Wifedom. Mrs. Orwell’s Invisible Life (Londres, Viking, 2023) que analiza, a modo de ejemplo, el caso de Eileen O’Shaughnessy, la esposa de George Orwell, cuya presencia y agencia en la vida de este es invisibilizada (de forma sin duda inconsciente, pero sistemática) tanto por el mismo Orwell como por sus siete biógrafos.
No es de extrañar que entre los sesenta Homenots (hombretones) no haya ninguna donota (mujerona). Aunque el extrañado fue el mismo Josep Pla cuando una lectora le reprochó que hubiera «prescindido de medio país». No se había dado cuenta… Avergonzado, reconoció (haciendo gala de una actitud, la de aceptar la crítica, que es rarísima entre intelectuales) que ella tenía razón. «Es a todas luces obvio que en mi obra literaria las mujeres no tienen ni la presencia, ni el relieve que deberían tener», escribió en un artículo, mencionando unos cuantos nombres: Francesca Bonnemaison, Dolors Monserdà, Caterina Albert, Mercè Rodoreda… que habrían merecido figurar en la serie (Un cor…, págs. 1.229-0).
Dije antes que no debemos meter en el mismo saco defectos personales, privados, como la tacañería, y actitudes que tienen un origen y unas consecuencias sociales y políticas. La misoginia es una de ellas. Pla es el gran retratista, el gran portavoz, el gran modelador, incluso, de la Cataluña del siglo XX. Como dijo Gabriel Ferrater, su obra constituye «un líquido fijador de las imágenes de la vida en este país». Que ese retrato global, ese grandioso fresco, margine hasta tal punto a las mujeres es muy grave. No sé si es cierto, como escribió Gerda Lerner en La creación de la conciencia feminista, que «la exclusión de las mujeres de la creación cultural las ha perjudicado en sus derechos económicos y políticos más que cualquier otro factor», pero sí creo que «una vez que la falacia básica del pensamiento patriarcal: la creencia en que la mitad de la humanidad puede representar adecuadamente a la totalidad, ha sido expuesta y explicada, ya no se puede volver atrás» (Gerda Lerner, The creation of feminist counsciousness, from the Middle Ages to 1870, Oxford University Press, 1993, págs. 272-3).
Dicho todo lo cual, vuelvo al principio: Josep Pla fue una figura polémica, llena de contradicciones. Pero no cabe duda de la grandeza de su obra. Ni de la excelencia de la biografía que Xavier Pla le ha dedicado.
Laura Freixas es escritora. Sus últimos libros publicados son la autobiografía en forma de novela A mí no me iba a pasar (Barcelona, Ediciones B, 2019), la colección de ensayos ¿Qué hacemos con Lolita? (Madrid, Ediciones Huso, 2022) y A todos nos falta algo. Diario 2000-2020, cuarta entrega de su diario íntimo (Madrid, Tres Hermanas, 2023). Fue una de las fundadoras y la primera presidenta (2009-2017) de la asociación para la igualdad de mujeres y hombres en la cultura Clásicas y Modernas.
- Véase mi artículo «Una generación de catalanes», El País, 9-1-14 https://elpais.com/elpais/2014/01/09/opinion/1389266138_094028.html. ↩︎
- Lo expliqué en el artículo «Los nombres ilustres», en El País, 5-4-19 https://elpais.com/elpais/2019/04/05/opinion/1554482230_841769.html con motivo de la propuesta de dar el nombre «Pablo Neruda» al aeropuerto de Santiago de Chile. ↩︎
- Véase por ejemplo mi análisis, a propósito del caso Pelicot, del topos de la mujer acostada en las representaciones culturales: «La mujer tumbada», en La Vanguardia, 19-12-24, https://www.lavanguardia.com/opinion/20241219/10215584/mujer-tumbada.html. ↩︎