En diciembre, las luces navideñas adornan e iluminan las calles de las ciudades. Estas alumbran con distinta intensidad dependiendo de donde unx se encuentre. Esta intensidad de las luces es una metáfora de lo que ocurre en muchos hogares bolivianos. Para las familias con mejores condiciones económicas, estas fechas son de abundancia y regocijo. En cambio, para las de menores recursos estos son días en los que hay que movilizarse y participar de la “campaña navideña”. Muchas familias bolivianas se desplazan a las grandes ciudades para generar dinero. Muchas de esas familias proceden del área rural. Las calles bolivianas se convierten así en lienzos que muestran las marginalidades y desigualdades del país. Unas exclusiones que tienen una larga historia.
Hace algunos días, tomé un taxi en La Paz. Cuando nos detuvimos en un semáforo de la calle México, en pleno centro de la ciudad, pude ver a varias familias vendiendo dulces. Las mujeres vestían unos trajes vistosos y tradicionales. Los niños, sus hijxs o hemanxs, pedían dinero a los transeúntes. Mientras observaba esa escena, el chofer me hizo un comentario con toda naturalidad: “los potolitos ya llegaron”. Le pregunté entonces: “¿los potolitos? ¿A quiénes se refiere?” El conductor, con total certidumbre y con el deseo de hacer explícita su afirmación, contestó: “Los potolitos vienen con sus familias desde Potosí. Seguro para reunir dinero. Algunos se quedan a dormir por la terminal. Dan pena, ¿no?” En ese momento recordé que no era la primera vez que escuchaba esos comentarios. En mi época universitaria en La Paz muchos amigxs solían decir: “los potosinitos llegan en Navidad para pedir limosna”. Potolitos o potosinitos es ese colectivo que para los paceños constituye el otro excluido y marginal.
En esos días, vísperas de la Navidad, recorrí El Prado. Pasé por las mañanas y hasta por las noches. Mientras lo hacía pude ver a niños solos vendiendo chicles y golosinas. También vi a sus madres con sus wawas ofreciendo queques y dulces. Inclusive en los cafés de El Prado vi ingresar a muchos de estos niños. Esta imagen no es privativa de La Paz. En Potosí se vive un fenómeno similar. Familias enteras llegan de las zonas rurales para participar de la campaña navideña así como de las actividades que promueven las autoridades. Estas actividades “oficiales” tanto de la gobernación como de la alcaldía tienen como único fin promover el proselitismo. Muchas de estas familias duermen en albergues o en las calles hasta los primeros días de enero.
Esta situación nos invita a varias reflexiones. La primera es el adormecimiento social ante esta realidad lacerante. La sociedad y las autoridades han “naturalizado” la pobreza como si fuera una parte constitutiva de nuestro paisaje social. Se ha tornado “normal” ver a niños vendiendo en las calles hasta altas horas de la noche. Hemos aceptado también la precarización del trabajo informal. Según Cedla más de la mitad de la población boliviana (61%) se encuentra en una situación de pobreza multidimensional. En términos prácticos eso supone la denegación de derechos fundamentales (al trabajo, a la vida, a la salud, a la educación y a la vivienda). En el caso potosino, los números se agravan y un 68% de la población vive en esa situación de precariedad. Así, siete de cada diez se encuentran en condiciones de pobreza multidimensional.
La segunda reflexión es sobre la desigualdad histórica potosina. La asociación del taxista entre la pobreza y los potolitos me lleva a pensar sobre cómo Potosí, el gran venero de plata colonial, no pudo construir una sociedad más igualitaria. Ni la riqueza mineral potosina (el Cerro Rico, Porco, Atocha y Colquechaca) ni los lugares turísticos (Salar de Uyuni, Tupiza, Toro Toro) han podido elevar la calidad de vida de lxs potosinxs. ¿Cómo poder gestar el desarrollo a través de un uso sustentable de sus recursos? Hay una responsabilidad de las autoridades regionales y nacionales en la ausencia de políticas públicas orientadas a reducir la desigualdad. Estas autoridades cada fin de año hacen entrega de juguetes y organizan festivales, descuidando su rol central en combatir la pobreza y la exclusión. Basta saber que mientras los potolitos y potosinitos están en situación de precariedad, las autoridades cuentan con salarios que oscilan entre los Bs 12.000 y 22.000. Hay mucho por hacer para gestar una conciencia de igualdad y de respeto al otro.
Un paso importante para empezar a revertir esta situación es cuestionar el adormecimiento social. Debemos dejar de ver como algo “natural” la pobreza y la precariedad. Urge exigir políticas públicas y mejoras sustanciales de la población excluida históricamente. La igualdad y la equidad deben ser valores centrales para construir una sociedad más justa. Que la intensidad de las luces sea igual para todxs.