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Un cuento de hadas

Rafael Narbona

Uno de esos lunes lluviosos de enero que parecen una oda a la melancolía el padre Bosco se acercó a Madrid a realizar unas gestiones y cuando terminó, se dirigió a Argüelles con la esperanza de hablar con Jorge, otro sacerdote, al que conocía desde el seminario. Caminó por el Paseo de Pintor Rosales, contemplando los cedros del Parque del Oeste, que temblaban bajo la lluvia. Echo de menos el canto de los pájaros, que enmudecían cuando el frío y el agua se aliaban para crear un ambiente desapacible. Se cruzó con una viejecita que paseaba con un perrito de orejas puntiagudas y un abrigo escocés. Bajo un paraguas rojo, avanzaban risueños, sin mostrarse incómodos con la lluvia. Al pasar a su lado, el padre Bosco los saludó y la anciana le respondió con una voz juvenil. El perrito ladró alegremente, dejando claro que no descuidaba la cortesía. El sacerdote llevaba un paraguas plegable, pero no lo había sacado del bolsillo de la gabardina. Prefería protegerse del agua con una boina azul marino. Por fin entró en la parroquia del Inmaculado Corazón, pero no pudo hablar con Jorge, pues se había ausentado para acompañar a unos jóvenes inmigrantes a regularizar sus papeles. Algo decepcionado, decidió dar un paseo por el barrio. Descartó internarse en el Parque del Oeste, pues ya había visto que sus caminos se habían convertido en una superficie pegajosa e inestable. Subió por la calle Marqués de Urquijo, lamentando que una antigua librería se hubiera transformado en peluquería con fotografías de peinados inverosímiles. En Madrid, cada vez había menos librerías. La mayoría de la gente prefería ocupar su tiempo libre con el teléfono móvil, que exigía menos tiempo y concentración.

La lluvia caía cada vez con más intensidad, lo cual no le desagradaba. El agua limpiaba el aire y las calles. Era sinónimo de vida y renovación. Se detuvo frente al escaparate de Viena Capellanes, una famosa pastelería, y no pudo resistir la tentación que entrar a comprar un sándwich de ensaladilla. Hacía tiempo que había renunciado a los dulces. No quería volver a engordar. La angina de pecho que había sufrido años atrás le había infundido el miedo necesario para no incurrir en excesos. También había moderado el consumo de cervezas. Ya solo se bebía una de vez en cuando y no dos o tres al día, como había hecho durante años.

Ocupó una mesa ubicada en el centro del establecimiento. Se sentó mirando a la calle, pues le gustaba observar el exterior. Pidió el sándwich y una botella de agua mineral. Al poco, apareció una mujer con una gabardina azul marino y la cabeza cubierta con un pañuelo blanco de lunares negros. Se notaba que huía de la lluvia, pues no se paró a examinar el escaparate. Entró rápidamente y se sentó en una mesa, quitándose el pañuelo. Estupefacto, descubrió que su rostro se parecía extraordinariamente al de una novia de su juventud. Los mismos ojos azules, las mismas facciones simétricas y delicadas, la misma belleza sombreada por una tristeza suave, nada desgarradora. ¿Era Gloria, la joven a la que conoció mientras cursaba estudios en el seminario y de la que se enamoró, plateándose abandonar su vocación? Sus miradas se cruzaron y ambos se reconocieron de inmediato. El padre Bosco había cambiado, pero no hasta el punto de volverse irreconocible. Su rostro de chico de barrio aficionado a las peleas sobrevivía bajo una expresión más serena.

—¿Gloria? —dijo él, levantándose de la mesa.

—¡Dios mío! —respondió ella—. Bosco. ¿Qué haces aquí?

El sacerdote se acercó y le pidió permiso para sentarse a su lado.

—Claro que sí. Me alegra mucho volver a verte. Sigues fiel a tu vocación. Me alegro. La iglesia te apartó de mi lado. Me dolió, pero sería peor que al cabo de los años hubieras acabado en brazos de otra mujer. Quizás es una reflexión egoísta. No lo sé. Los sentimientos son así. No se preocupan de lo que está bien o mal.

—¿Vives en este barrio?

—Sí y trabajo aquí.

—¿A qué te dedicas?

—Soy directora de un colegio. Acabo de cumplir sesenta, pero espero aguantar otros diez años. ¿Y tú, tienes la parroquia por aquí? Nunca te he visto.

—No, soy párroco en Algar de las Peñas, un pueblo de Guadalajara.

—¿A qué edad se jubilan los curas?

—A los setenta. Como ves, nuestras vidas laborales se parecen un poco.

Gloria transmitía fortaleza y seguridad en sí misma, pero en sus ojos azules había un destello de tristeza, una luz mortecina que insinuaba dolor y duelo.

—Me alegro de que estés contenta con tu trabajo —dijo el padre Bosco—, pero hay algo en tu mirada que me preocupa.

—¡Caramba! ¿Ves el interior de las personas? ¿Aprendiste eso en el seminario?

—No, en absoluto. Es una simple intuición. Quizás me he equivocado.

—No, no te has equivocado. Me quedé viuda hace pocos meses.

—Lo siento mucho. ¿Tienes hijos? Siempre son un consuelo.

—Tengo cuatro, pero ninguno vive en Madrid. Dos trabajan en Estados Unidos y otros dos en Alemania. Acudieron al funeral y al entierro, pero se marcharon enseguida. No quise retenerlos. Tienen sus vidas y sus obligaciones.

—¿Nietos?

—Sí, cinco, pero apenas los conozco. No hablemos solo de mí. ¿Qué tal estás tú? Veo que te cuidas. No has engordado y pareces más joven. ¿Has vuelto a boxear o no es compatible con tu profesión?

—No he vuelto a ponerme unos guantes desde…

—Desde que ese desgraciado al que pegaste murió atropellado por un autobús. ¿Aún te atormenta eso?

—Claro que sí.

—No tuviste la culpa. Humilló y maltrató a un chico débil al que tú apreciabas mucho. Cuando se dio cuenta que no podía contigo, huyó y la mala suerte quiso que acabara bajo las ruedas de un autobús. ¿No me digas que te hiciste cura por eso?

—Fue una de las razones.

—Vaya —dijo Gloria, con expresión de pesar—. ¿Qué edad teníamos cuando nos conocimos? Según me contaste, aquella desgracia se había producido dos o tres años atrás.

—No recuerdo nuestra edad. Alrededor de los veintiuno. Tú estudiabas filología hispánica. No has cambiado mucho.

—No mientas. Ahora soy una vieja.

—No has perdido tu belleza.

—¿Estás flirteando conmigo?

—No, por favor. Solo intento ser amable.

El sacerdote recordó los paseos con Gloria por el Parque del Oeste. Se tumbaban en la hierba y hablaban de literatura, filosofía, arte. Los dos eran muy apasionados y no siempre estaban de acuerdo. A veces, se enfadaban, pues sus opiniones chocaban y saltaban chispas. En otras ocasiones, preferían estar callados, mirándose a la cara o besándose con ansiedad, pues los dos sabían que su idilio era muy frágil y parecía abocado a romperse. Gloria tenía unos ojos azules que se encendían o apagaban con los cambios de luz. De día eran claros, casi del color de un cielo primaveral, pero al atardecer transitaban hacia el violeta, adquiriendo el aspecto de una piedra preciosa.

—¿Nunca has pensado cómo habría sido tu vida a mi lado? —preguntó Gloria, con cierta picardía.

—Muchas veces, pero creo que hice lo que realmente deseaba. Nunca me he arrepentido de ser sacerdote. Cuéntame algo de tu marido. Seguro que era un buen hombre.

—Sí que lo era y yo lo quería mucho. Trabajador, atento, buen padre. Cada vez que me despierto y veo el hueco de la cama, me echo a llorar. Imagino que con el tiempo me acostumbraré.

—Por supuesto. Mucha gente ha pasado por lo mismo, pero imagino que no es fácil. Yo perdí a mis padres. Eso se vive de una forma más natural y, aun así, fue muy duro.

—¿Sabes que he fantaseado a menudo contigo? Me dolió mucho que lo nuestro acabara. Ni siquiera llegamos a tener intimidad física. Solo intercambiamos unos cuantos besos y yo notaba que sufrías porque estabas haciendo algo que iba contra tu conciencia. ¿Por qué los curas no se pueden casar?

—Yo estoy a favor del celibato opcional, pero cuando perteneces a un club, tienes que respetar sus reglas.

—Mi marido habría dicho algo parecido. Era muy serio, muy responsable, muy formal. He sido feliz a su lado, pero la imaginación siempre está ahí, incordiando. Muchas veces pensaba en ti, en los besos que nos dimos en el Parque del Oeste, en tus manos, fuertes y grandes, en tu voz grave, en la pasión que ponías en las cosas, en tu coraje, pues sé que dejarme te costó mucho. Me parecías muy valiente y honesto. Casi un personaje de novela.

—Creo que exageras. Soy una persona muy normal. No he hecho nada extraordinario. Solo soy un cura de pueblo. Si desapareciera mañana, el mundo seguiría su marcha sin reparar en mi ausencia. Se idealiza lo que está lejos, lo que no puede contrastarse con la realidad, lo que no tiene que aguantar el desgaste de la rutina.

—Quizás tengas razón. Puede que sufra el síndrome de Emma Bovary. Siempre he querido más, siempre he pensado que todo podía ser más intenso, más seductor. Tal vez por eso me enamoré de ti. Los idilios imposibles son los más irresistibles.

Bosco recordó la tarde en que le comunicó que no podían volver a verse, que no deseaba dejar el sacerdocio, que si seguían encontrándose en el Parque del Oeste podría suceder algo de lo que luego se arrepentiría. Gloria se llevó las manos a la cara y lloró, pero al cabo de unos minutos, se limpió las lágrimas y le dijo cosas horribles, desahogando su despecho. No le respondió, pues entendió que tenía derecho a enfadarse y que él había actuado de forma irresponsable, prologando demasiado una situación injusta.

—¿No echas de menos tener una familia, hijos —preguntó Gloria con delicadeza, pero consciente de que abordaba una cuestión dolorosa—, ver tu rostro reflejado en otro rostro, sentir que dejarás algo en el mundo cuando ya no estés aquí?

—Sí, claro que lo echo de menos. No me hace gracia pensar que acabaré en una de esas residencias para curas ancianos, sin recibir visitas ni postales de navidad.

—Si te sirve de consuelo, ya nadie envía postales de navidad y yo, que tengo cuatro hijos, también acabaré en una residencia. Ninguno estará dispuesto a acogerme en su casa, cuando ya no pueda valerme por mí misma.

El padre Bosco pidió otra botella de agua y preguntó a Gloria si quería un café.

—Sí, un café. Nos hemos puesto a hablar y se me ha olvidado que venía a tomar un café y un bollo.

Una camarera joven con aspecto de sudamericana se acercó a la mesa y saludó a Gloria con familiaridad.

—¿Lo de siempre?

—Sí, lo de siempre.

Cuando la joven se marchó, Gloria comentó que era clienta habitual de la pastelería.

—Suelo venir a menudo. Me gusta observar la calle desde aquí. Me recuerda mi juventud, cuando todo aún era posible. No me arrepiento de la vida que he llevado, pero me angustia pensar que quizás ya ha pasado todo lo que tenía que pasar.

—¿No has pensado en volver a casarte?

—Hace muy poco que me quedé viuda, pero no creo que lo haga. Tengo mis manías y me da pereza adaptarme a otra persona. Disfruto con mi trabajo y me gustaría escribir. Hasta ahora, solo he emborronado unas cuantas cuartillas, pero quizás ahora encuentre fuerzas para ser más constante. La muerte me ha dado otra perspectiva. Tengo que aprovechar el tiempo que me queda.

—¿Sigues sin creer en Dios?

—Me parece increíble que puedas creer en esa niñería. Tú eres inteligente. Es como creer en unicornios o cuentos de hadas.

—Quizás la fe solo es eso, un cuento de hadas, pero sin ese cuento, ¿qué es el universo? Una nebulosa con fuerzas ciegas que luchan entre sí. Un espectáculo absurdo.

—Absurdo para nosotros, pero tiene su propia lógica. Dejemos el tema. Cuéntame qué tal se vive en un pueblo.

Durante un par de horas, Gloria y el sacerdote hablaron del pasado, de las ilusiones que se gestan durante de la juventud, de las inevitables decepciones, de los cambios acarreados por el tiempo, de las distintas vidas que acontecen en una vida, de lo poco que se conoce a los demás y a uno mismo, del miedo a la vejez.  Gloria seguía siendo hermosa. Era una de esas mujeres elegantes que no intentan parecer más jóvenes, pues saben que el tiempo no es su peor enemigo. Su pelo blanco contrastaba poderosamente con sus ojos azules, que parecían dos espejos capaces de absorber toda la belleza de esa mañana. Un collar de perlas corría por su pecho, imprimiéndole un aspecto aristocrático. Con un traje de chaqueta negro y un broche plateado, su cuello, largo y esbelto, evocaba a un cisne que había olvidado emigrar, prefiriendo deslizarse por las aguas frías de un lago mientras los copos de nieve se diluían en su blancura irreal. Bosco se preguntó por qué se había fijado en él. ¿Quizás por su cara de barriobajero, con un historial nada ejemplar? A las mujeres suelen gustarle los chicos malos y él lo había sido, pero en esa época ya luchaba por cambiar y superar su pasado. ¿Habrían sido felices juntos? Eran muy distintos y eso quizás hubiera creado conflictos. O tal vez habrían logrado esa armonía entre los opuestos que solo es posible cuando hay grandes contrastes. Nunca lo sabrían.

—El barrio de Argüelles seguirá aquí cuando tú y yo ya no estemos —dijo Gloria, bebiendo un poco de café—. Me fastidia.

—¿Quisieras que el mundo se acabara contigo?

—No, quisiera seguir en el mundo, presenciar cómo se transforma, no caer en el olvido. ¿Cuánto duraremos en la memoria de otros? No mucho.

—La fe soluciona ese problema. La memoria de Dios nos acoge a todos.

—Otra vez con los cuentos de hadas. ¿Cómo has dicho que se llama el pueblo donde das misa?

—Algar de las Peñas.

—Algún día cogeré el coche y escucharé uno de tus sermones. Quizás cuando me vuelva senil y comience a creer en las hadas.

Gloria y el sacerdote se despidieron en la puerta de Viena Capellanes. Se besaron con la emoción en los ojos y retuvieron sus manos durante unos segundos, apretándose con fuerza. Había dejado de llover, pero el asfalto y las aceras conservaban la huella del agua. El aire penetraba en los pulmones con el frescor de la sierra, una sucesión de picos azules que despuntaban en el horizonte, y los árboles parecían más vivos, casi como si hubieran despertado de un sueño profundo.

El padre Bosco bajó hacia la calle Ferraz, dirigiéndose a la parroquia de su amigo. Resistió la tentación de mirar hacia atrás para observar a Gloria. No quería volver al pasado, pensar en la vida que podría haber vivido si se hubiera casado con ella. Sabía que una parte de su corazón aún la amaba, pero la otra, mucho mayor, pertenecía a los que acudían a él buscando comprensión, ternura e indulgencia.

Entró en la parroquia del Inmaculado Corazón, avanzó por un pasillo lateral y llegó a la sacristía, donde encontró a Jorge, que se preparaba para dar misa:

—¡Qué alegría! —dijo, mientras se ajustaba la estola—. ¿Qué haces por aquí, Bosco?

—Tenía que hacer unas gestiones y he aprovechado para visitarte.

—Te noto algo raro. ¿Has visto a un fantasma?

—Casi. Una novia del pasado.

—¿De antes de entrar en el seminario?

—No, la conocí mientras estaba en el seminario. Llegué a pensar en casarme con ella.

—¿Te arrepientes de no haberlo hecho? —preguntó Jorge con naturalidad. Siempre había sido muy comprensivo con las vacilaciones ajenas, pues él también había dudado muchas veces.

—Creo que no, pero pienso en la vejez que nos espera y me pongo de mal humor.

—No te enfades, hombre. Tenemos la misma edad. Quizás podamos conseguir plaza en la misma residencia. Prometo avisarte si te pones dos calcetines de distinto color.

Jorge comprobó en un espejo que se había colocado bien la estola. Su mirada viajó hacia el pasado, rescatando recuerdos que no solía compartir con nadie.

—Yo también me enamoré —confesó con una sonrisa nostálgica— y escogí el mismo camino que tú. Nos casamos con Cristo, ¿recuerdas? Siempre seremos unos locos a ojos del mundo. No hay nada que lamentar. Quisimos servir a los demás y es lo que hacemos. No somos perfectos, pero intentamos ser fieles a nuestra vocación.

Los sacerdotes salieron juntos de la sacristía. Jorge se colocó detrás de altar y el padre Bosco se sentó en primera fila. Olía a incienso y cualquier sonido —los pasos de los feligreses que llegaban tarde, el tintineo de la patena al rozar el cáliz— se transformaba en un eco solemne. La luz del exterior, que se filtraba por unas vidrieras modernas y sin ningún valor artístico, se apagó de repente. En el exterior, había comenzado a llover. Las gotas golpeaban con fuerza los cristales. El cielo parecía llamar a la tierra, recordándole que más allá del tiempo parpadeaba la promesa de la eternidad. Bosco pensó en Gloria, caminando bajo la lluvia. Su rostro, hermoso y delicado a pesar de los años, parecía salido de un cuento de hadas.

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