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La verdad histórica

Los últimos días la detención del ex procurador general de la República Jesús Murillo Karam ha removido la política mexicana. Recapitulemos. A finales de septiembre del 2014, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, desaparecieron en la localidad de Iguala, en el estado de Guerrero. En un clima de violencia generalizada, y en un lugar donde actuaban varios grupos del crimen organizado, el evento causó revuelo. Múltiples actores se movilizaron y el hecho se convirtió en uno de los conflictos más difíciles de enfrentar para la administración del expresidente Enrique Peña Nieto.

La mayor suspicacia fue la sospecha de que en la desaparición hubiera participado el Ejército, lo que llevó al eslogan “fue el Estado”, y por tanto que las autoridades tendrían responsabilidad. Las versiones que intentaban explicar lo sucedido fueron contradictorias, fragmentadas, y finalmente nadie tenía certeza respecto de lo sucedido, lo que permitía cualquier especulación. Entretanto, el descontento crecía y múltiples sectores se sumaban en una sola voz: “nos faltan 43”.

El gobierno de Peña Nieto, consciente de que tenía que dar una respuesta confiable, delegó a sus altos funcionarios la investigación, y en noviembre del mismo año fue Murillo Karam el que comunicó el resultado. El exprocurador afirmó que luego de varias confesiones y testimonios, los estudiantes habrían sido detenidos por narcotraficantes, quienes ejecutaron el multihomicidio, quemaron los cuerpos en un basurero y se deshicieron de los restos. “Sin lugar a dudas -afirmó la autoridad-, (las investigaciones llevan a concluir) que los estudiantes normalistas fueron privados de la libertad, privados de la vida, incinerados y arrojados al río San Juan. En ese orden”.

La investigación de Murillo pretendía dar por terminado un dramático acontecimiento, y exculpaba a las autoridades, apuntando en dirección contraria al lema “fue el Estado”. Se admitía oficialmente la pérdida pero sin ninguna participación ni de las autoridades ni del ejército. El relato se llamó “la verdad histórica” y buscaba cerrar la discusión exhibiendo una interpretación argumentada y conclusiva de los hechos. Para ello acudía, por un lado, a todos los datos con los que el gobierno contaba y, por otro, al aparato de comunicación pública que se empeñó en posesionar la explicación.

Por supuesto que nadie quedó convencido de aquella “verdad”, la herida siguió y sigue abierta -los familiares tampoco están satisfechos con la versión actual del gobierno de López Obrador-. Ahora que el escenario político ha cambiado radicalmente, se ha puesto en duda el discurso del anterior gobierno y el exprocurador es acusado de delitos graves (complicidad en desaparición forzada, tortura y contra la administración de justicia) que lo llevaron a la prisión. Vaya a saber en qué acaba todo esto, pero leído el episodio desde Bolivia, hay mucho qué decir.

Primero, la lógica del poder -que más allá de que se presente de izquierda o de derecha- tiene por norma ofrecer discursos contundentes, creíbles, certeros, que dejen a la autoridad libre de toda responsabilidad. Así sucedió en la dictadura, en el período neoliberal y en la era del masismo. Sin ir muy lejos, agrupaciones defensoras de derechos humanos -hoy tan vapuleadas- denuncian decenas de muertes en los largos años del “proceso de cambio” que la élite gobernante se ha empeñado en esconder. Para ellos sólo existen los excesos que les conviene, los del contrincante político.

Por otro lado, los dueños del poder constantemente inventan una narración a conveniencia, donde ellos salgan inmunes. Es impresionante cómo el relato del “golpe de Estado” ha cambiado los hechos, ha ocultado pruebas que no le conviene e inventado otras que calcen en su rompecabezas. En el estilo más puro de la posverdad, han reconstruido la historia como si fuera una foto en Photoshop, y han sacado a relucir lo que moviliza, lo que conmueve, lo que emociona sin necesidad de preguntar lo que realmente pasó. Vaya, hasta dijeron que reconquistaron la democracia, lo que es una ofensa para nuestro pasado y nuestras luchas.

Alguien decía que un sistema político está en riesgo cuando no hay consenso básico en la veracidad de lo sucedido; se comprende que la interpretación pueda -y deba- ser distinta, y que los argumentos fluyan en una u otra dirección, pero que se ponga en duda lo que realmente pasó, es dar un peligroso paso al vacío. En Bolivia lo vemos a diario.

Por eso son tan importantes las Comisiones de la Verdad, y deben ser autónomas, independientes, y capaces de mostrar los hechos develando responsabilidades. ¿Podremos en Bolivia tener una Comisión de la Verdad que investigue todas las muertes sucedidas en el “proceso de cambio” y no sólo lo que hizo Añez? Lo dudo.

En fin, cuando escucho la “verdad histórica” de Murillo Karam en México, no puedo dejar de pensar en el coro que nos quiere vender en Bolivia la torcida versión del “Golpe de Estado”. El poder, sea de “izquierda” o de derecha, construye su verdad a conveniencia. Lo lamentable es que aquellos en quienes uno confiaba, los que en algún momento levantaban la bandera de la honestidad en la política, son quienes ahora construyen su verdad a modo. Ya lo he dicho: la política te convierte en lo que siempre aborreciste (y a menudo ni te das cuenta).

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