La posibilidad de que Evo Morales intente deponer al Gobierno de su exministro de Economía es totalmente utópica; llegar al poder por las vías democráticas es para Evo Morales crítico, tanto como lo es para otros candidatos que pretendan hacerle frente al MAS en cualquiera de sus versiones. De manera que la incógnita no es si Evo desbanca al exministro, sino qué se debe hacer para lograr una candidatura democrática con posibilidades de ganarle.
Lo primero que debemos considerar es que, a pesar de la profundidad de la crisis masista y esta división aparentemente insalvable, el MAS, con quien vaya a las elecciones, ha de cosechar el voto étnico y popular, que asciende entre 28 y 30% de la población; es decir, con una oposición fracturada, gana de lejos.
La segunda consideración tiene que ver con la posibilidad de que la oposición le gane; esto solo es posible –como todos sabemos– por una amplia alianza y un candidato único de consenso. La mayoría de los expertos en estos temas considera que eso será muy difícil bajo las actuales condiciones.
La cuestión entonces estriba en descubrir que hace que la oposición (consciente de que si no logra un candidato de unidad nos llevará a una larga y dolorosa historia de dictadura masista), no termine de hacer conciencia de la gravedad de la coyuntura y, sobre todo, de lo lapidario que resultaría para ella perder otra vez las elecciones frente al MAS. Lapidario porque no solo terminaría de la forma más desastrosa la carrera política de los viejos y los nuevos dirigentes, sino porque sin duda, más temprano que tarde, la ciudadanía ajustará cuentas por semejante actitud.
Yo pienso que la razón estriba en una condición estructural. Los potenciales candidatos, en términos generales, no engranan ya con los tiempos que se viven. Siguen haciendo política a partir de un paradigma que fue enormemente útil en el siglo XX, pero que hoy es obsoleto.
Ya no es válida la fase anterior, en la que los partidos se transformaban durante coyunturas electorales en “aparatos” a favor de los caudillos, conformados por serviles dirigentes que formaban “grupos palaciegos”, asesores que parecían pitonisos poseedoras de grandes verdades.
La historia se llevó por delante esas estructuras de representación y participación política (muy útil en su momento) y con ellas también declaró la muerte oficial de las ideologías. Aquellas doctrinas que encarnaban el discurso epocal de las clases sociales (burguesía y proletariado) tal cual las había pensado Marx, hoy en los tiempos de un proletariado liberal, un capitalismo popular y una cultura global, ya no funcionan. Creo que el problema para hacer frente a los caudillos populistas es que se requiere una talla histórica muy particular capaz de contrarrestar el lloriqueo populista y, sobre todo, abandonar la dinámica de las burbujas en las que ninguno salía de su propio laberinto.
Pensar la política de una manera diferente resulta sin duda muy difícil. Estamos acostumbrados a imaginar al poder como un fin y no como un medio. Nuestros políticos parten inconscientemente del supuesto de que si acumulan poder habrán alcanzado el objetivo (quizá, incluso, personal) cuando en realidad es solo el medio dado que el objetivo final es la construcción de una nación diferente.
Quizá el mayor problema para alcanzar la ansiada unidad de la oposición y el candidato que le gane a la sombra del mal, lo que realmente se esté necesitando es un líder de otro tiempo, de otra hechura, de otra talla histórica muy diferente a la que exigía el siglo XX. Tal vez la unidad sea un dato de los nuevos tiempos y no de los intereses, una función de la postmodernidad y no de la modernidad fallida. Es posible que para ponerse de acuerdo y ganarle al MAS sea necesario internalizar que la reconstrucción de la nación no está ya en manos de los políticos, sino de los ciudadanos y que se deben reconstruir los mecanismos de participación ciudadana más allá de los partidos, las ideologías y los caudillos.