Marcelo Paz Soldán
Esa mañana, Miguel escuchó a su madre decir que ese día marcaría el inicio de una nueva vida para él. Se rió, sin entender el dramatismo que ella siempre le imprimía a todo. Para él, todos los días eran iguales, aunque este era especial porque se presentaría a la Naval boliviana para hacer su servicio militar. Aunque Bolivia era un país sin mar, al menos podría conocer y navegar los majestuosos ríos de la Amazonía boliviana.
Después de presentarse, fue destinado al Cuarto Distrito Naval “Titicaca”, ubicado en el estrecho de Tiquina en el lago Titicaca, en La Paz, cuya función era prevenir el contrabando entre Perú y Bolivia.
Si bien no era lo que esperaba, estaba seguro de que el año pasaría rápido y podría volver a Cochabamba, donde, después de su servicio, estudiaría para ser mecánico.
Los días en Tiquina se hacían largos. Aunque la naval prometía salir a patrullar las calmas olas del Titicaca, pronto esa promesa se desvaneció. Siempre encontraban formas de sacarles el dinero que no tenían y nunca había gasolina para navegar. Se conformaban con mirar a los turistas que creían en el poder mágico del lago, como lugar de apariciones y seres míticos, ya que existen numerosas leyendas sobre seres como sirenas y espíritus guardianes.
Un domingo, cuando Miguel finalmente tuvo un día libre, se fue a Copacabana para conocer y comprarse pasankallas, como su padre tanto le había recomendado. En el camino, se imaginaba su regreso a la ciudad y cómo les contaría a sus familiares sobre imaginarios viajes por el lago que nunca había realizado. Les diría que en uno de sus patrullajes había visto a una sirena de los lagos, esas mujeres hermosas que atraían a los hombres con sus cantos; seguro no le creerían, pero le divertía la idea de tener aventuras que sólo existían en su imaginación.
En Copacabana, mientras caminaba, vio a una mujer que lo dejó perplejo. Luego se enteraría de que ella era Antonia, de quien se enamoró sólo con verla. Se le acercó para comprarle unos chullos de lana de alpaca que ella vendía, pero no se animó. Así que todos los fines de semana volvía a Copacabana y siempre iba al puesto de ella. Aunque casi nunca le compraba, preguntaba por los precios y el material de los ponchos, chompas o lo que fuera. Inicialmente se hicieron amigos, pero con el paso de las semanas, comenzó a crecer el amor entre ellos. Al tiempo, comenzaron a enamorarse y, terminada su estadía en la Naval, Miguel le pidió a Antonia que se casaran, que ya no podría vivir sin ella. En una ceremonia sencilla en la Isla del Sol, en la que sólo estuvieron los padres de ambos, se casaron.
Miguel consiguió quedarse más tiempo en la Naval, donde era apreciado por sus superiores. Era servicial y siempre dispuesto a ayudar a sus colegas. De esa forma, Antonia mantendría su negocio de vender productos de lana de alpaca a los turistas.
Antonia era originaria de la zona andina de Bolivia, con rasgos indígenas, era una mujer hermosa, por lo que a veces, cuando Miguel llegaba a su puesto, la veía con turistas que la cortejaban. Miguel sabía que ella le era fiel y que nada en el mundo cambiaría su amor, se sentían incondicionales.
Un domingo, cuando Antonia regresó a su casa, se dio cuenta de que Miguel no había vuelto. Se preocupó. Sabía que algo le había pasado, no era posible que no hubiera regresado a la casa de adobe que compartían en las afueras de Copacabana. Después de varios días de ausencia, decidió acercarse a la Naval y preguntar por él.
Después de tanto insistir, uno de los oficiales le comentó que una noche Miguel había salido de patrullaje en un bote porque tenían denuncias de que un grupo de traficantes peruanos pasaba contrabando por el lago, pero nunca regresaron. Habían enviado muchas misiones para saber qué había pasado, pero nunca encontraron rastro de ellos y temían lo peor.
Así fue como Antonia, después de atender su negocio, iba a la orilla del lago para ver si Miguel regresaba, pero no había señales de él. La tierra se lo había tragado.
Con el paso de los días, Antonia perdió el apetito, pensando que tal vez Miguel regresaría en su ausencia. Despertaba y se iba a la orilla, pero no había señales de él.
Después de un año, ya los dieron por desaparecidos y dejaron de buscarlos, aunque Antonia no se resignaba. Sabía que Miguel estaba vivo, que algún día regresaría a ella. Así que decidió esperarlo y serle fiel.
Su hermosura comenzó a traerle problemas, ya que al enterarse de la desaparición de Miguel, muchos chicos de la zona y algunos turistas comenzaron a pretenderla. Ella siempre decía que estaba tejiendo una nueva prenda de alpaca, así que cuando llegaba a su casa, deshacía la chompa que estaba haciendo y la volvía a empezar. Así siempre estaba haciendo algo, en un círculo infinito que se repetía todo el tiempo. Si alguien la pretendía, le decía que estaba tejiendo una chompa y cuando la terminara podría darle una respuesta, lo que se hacía eterno.
Algunos comenzaron el rumor de que Miguel había regresado a Cochabamba, que allí había conocido a una mujer con la que se había casado y que no regresaría nunca más a La Paz. Antonia sabía que eso no era cierto.
Muchos años después, Miguel finalmente regresó a Copacabana en busca de su amada esposa. Había sido secuestrado por un grupo de narcotraficantes peruanos y lo mantuvieron cautivo en la selva, de donde no había podido escapar. Sus dotes como marinero lo habían salvado de ser linchado. Cuando finalmente pudo escapar de sus captores, regresó donde su amada, pero al acercarse a su puesto de venta, ella no lo reconoció, ya que él había cambiado mucho y se veía como un indigente, maltratado y con la cara quemada por el sol debido a sus constantes navegaciones en los ríos peruanos, escapando de la policía de ese país.
Cuando finalmente Miguel se acercó a Antonia y le dijo quién era, ella lo reconoció pero la duda se dibujó en su rostro. Así que decidió hacerle una pregunta cuya respuesta sólo ellos dos sabían:
—¿De qué madera está hecha nuestra cama?
Miguel, atónito por la pregunta, le contestó:
—Es de madera pino proveniente del valle alto cochabambino, que fue el regalo de mis padres, encargado a un carpintero local como regalo de bodas.
Antonia se puso a llorar, lo abrazó y lo empujó haciéndolo a un lado. Le dijo que su cama era de roble, y que él no era Miguel. Y siguió esperando por su amado, tejiendo infinitamente.
(Nota: Este cuento está basado en el mito de Penélope, narrado en «La Odisea» de Homero. La historia de Antonia, que espera fielmente a su amado mientras teje y desteje sus tejidos, refleja la inquebrantable lealtad y la esperanza eterna de Penélope, quien aguardó el regreso de Ulises durante veinte largos años. Así, en las tranquilas aguas del lago Titicaca, se renueva el eco de una leyenda clásica, adaptada a nuestra cultura y entorno.)