La rabia nunca justifica la violencia contra terceros. Los intentos para legitimar agresiones a periodistas y a otros ciudadanos debilitan la lucha feminista. La causa de las mujeres contra la violencia es indispensable. La cólera y el miedo que padecen muchas de ellas avergüenzan a toda la sociedad.
Por eso es muy preocupante que esa causa fundamental sea empañada por provocadores. Se equivocan los defensores y —aquí es pertinente la precisión— las defensoras de los derechos de las mujeres cuando consideran que la violencia en las manifestaciones es un asunto menor. No alcanzan a advertir que en ese genuino y potente movimiento hay grupos a los que, más que combatir la violencia contra las mujeres, les interesa confrontar a las instituciones políticas.
Para los provocadores, las luchas sociales son un pretexto. Ahora son los derechos de las mujeres, como antes han sido una elección presidencial o las demandas de un sindicato. La provocación está a la caza de ocasiones para infestar a los movimientos sociales con un radicalismo violento que los neutraliza y desprestigia.
Algunos de esos grupos se consideran anarquistas. Aunque resulte absurdo a estas alturas de la historia, el anarquismo propone la desaparición de las instituciones. Lo que quiere, en cambio, la enorme mayoría de quienes defienden derechos de las mujeres, es que las instituciones funcionen: que se castigue a los agresores —con especial severidad si resulta que han sido policías—, que la vigilancia en las calles funcione, que haya curso real y legal a las denuncias, que el Estado garantice el derecho de todas a transitar y vivir sin temor.
Los encapuchados, hombres y mujeres, que vandalizan y agreden durante las movilizaciones, se parapetan en causas que no son suyas. Tienen rutinas bien practicadas y desempeñan una tarea de provocación. En otras circunstancias algunos movimientos sociales han sido infiltrados por agentes policiacos para reventarlos. El radicalismo extremo (seudoizquierdismo lo denominamos hace tiempo) conduce a callejones sin solución política. Ahora los reventadores son parte del movimiento por los derechos de las mujeres. Las muchachas vestidas de negro, pertrechadas con latas de aerosol pero algunas también con tubos y palos que golpearon transeúntes, destrozaron vehículos e incendiaron una estación de policía, eran parte de la manifestación.
Algunas de ellas pertenecen a colectivos denominados “separatistas”, que es una expresión drástica del feminismo. De acuerdo con la activista española Kalinda Marín, “el separatismo puede tomar muchas formas, en diversos grados: incluir sólo a mujeres en actividades o reuniones; organizarte sólo en colectivos o grupos de mujeres, negándote a participar en cualquier grupo mixto… ser ruda con varones misóginos; no tolerar ninguna muestra de machismo ante ti; negarte a debatir cuestiones sobre la mujer que no son debatibles; romper o evitar relaciones cercanas o íntimas con varones; no mantener relaciones sexuales con varones, sean cuales sean tus preferencias”.
Cada quien tiene derecho a reunirse o a intimar con quien quiera, siempre y cuando se trate de relaciones consensuales. Pero cuando ese pensamiento excluyente es pretexto para agresiones violentas entonces resulta contradictorio con la causa de las mujeres que es, por definición, amplia e incluyente.
Quienes desde la defensa del feminismo subestiman e incluso disculpan agresiones como las del viernes 16 en la Ciudad de México, se alienan con las anteojeras de un discurso falaz y maniqueo. Por supuesto, los asesinatos de mujeres, las violaciones y el entorno de intimidación que padecen millones de ellas son mucho más graves que los estropicios en monumentos o edificios. Pero esa balanza es arbitraria e inexistente: la inaceptable y abyecta violencia contra las mujeres no se resuelve con otras agresiones. Cuando alguien sostiene que el fin justifica los medios hay que desconfiar de inmediato. Con ese discurso se legitiman arbitrariedades y autoritarismos de toda índole.
Hay que enfrentar y erradicar la violencia contra las mujeres. También hay que hacerlo con la violencia que erosiona y desacredita a las luchas sociales. La lógica del mal menor que en los días recientes han esgrimido tantas personas para menospreciar la gravedad de los hechos del viernes, implica un falso dilema. La agresión contra el periodista Juan Manuel Jiménez es inexcusable. Es posible que el cobarde que lo golpeó con alevosía y se echó a correr sea ajeno a los grupos feministas, incluso a los más radicales. Pero ese ataque se produjo en un contexto de agravios a los informadores que cubrían la manifestación. Antes del golpe que le rompió la nariz, el reportero de Canal 40 había sido jaloneado e increpado por otras personas. Ya en el piso, lo siguieron maltratando e insultando. Cuando se pudo incorporar y quiso salir de ese sitio con apoyo de un reportero de Multimedios, algunas mujeres aún le gritaban y obstaculizaban el paso.
La reportera de Milenio Melissa del Pozo también fue agredida por una mujer que le quitó el celular frente a la estación del Metrobús que era asaltada por varios encapuchados. A varias feministas del estado de Guerrero que vinieron a la manifestación les destrozaron su camioneta combi. Varios pasajeros del metro fueron golpeados. A las mujeres policías que intentaban cuidar la marcha las insultaron y algunas de ellas fueron lesionadas. La causa de las mujeres no justifica nada de eso.
Hay quienes celebran tales excesos porque consideran que son una respuesta adecuada a la indolencia del gobierno de la Ciudad de México. La administración de Claudia Sheinbaum ha sido desafortunada en numerosos campos; ante las agresiones contra mujeres y especialmente a propósito de las denuncias que acusan de violación a varios policías ese gobierno ha actuado con parsimonia y, hasta ahora, con insuficiente eficacia. Pero las agresiones a mujeres no comenzaron con esta administración y para solucionarlas se requiere mucho más que la acción y la decisión de una funcionaria. Aprovechar la indignación de las mujeres para golpear políticamente a la jefa de Gobierno es un ardid político que no va al fondo de los problemas de la Ciudad.
Las antipatías personales y políticas se han sobrepuesto a cualquier deliberación. Con Elena Poniatowska y especialmente con sus definiciones políticas se puede discrepar —y mucho—. Pero cuando manifiesta en Twitter que “la brutalidad y el destrozo jamás pueden estar ligados a la acción de la mujer” tiene toda la razón. Sin embargo, en el ambiente de absurda fascinación por la violencia que se expresa en estos días, esa frase ha sido cuestionada por muchos. Defienden, así, el destrozo y la brutalidad.
Activistas y dirigentes sociales, periodistas, legisladoras, mujeres y hombres entre quienes hay ciudadanos habitualmente razonables, se han sumado a esa legitimación de la violencia y la provocación. La causa de las mujeres amerita un esfuerzo de reflexión más allá de la ira. A los agresores que violan, asesinan o amenazan, les tiene sin cuidado que un paradero del Metrobús sea destrozado o que algunos transeúntes sean golpeados por furibundos con o sin capucha. Quizá haya quienes con esos desmanes experimenten cierta catarsis, pero su eficacia política y pública es contraproducente. Más allá de los circuitos autocomplacientes de quienes han aplaudido esa violencia, la imagen pública de la causa de las mujeres queda maltratada. Las feministas que, aunque sea temporalmente, dejan la agenda de su movimiento en manos de provocadores, les dan la espalda a las mujeres a las que dicen defender.
La violencia contra las mujeres —y, de manera más amplia, la violencia que padece la sociedad toda— no terminará fácil ni pronto. Hay mucho por cambiar en la cultura social respecto de las mujeres y sus derechos y desde luego es indispensable abatir la impunidad de los agresores, tratar a las víctimas con absoluto respeto y comprensión, prevenir delitos, castigarlos con todo el rigor posible. Arrojar diamantina puede ser simpático para algunos pero ayuda poco, o nada, para persuadir a la sociedad y al poder político a favor de los derechos de las mujeres. Cuando un movimiento se refocila en sus símbolos, o se alucina con la violencia, queda entrampado.
La tenacidad y la convicción, el enojo y la exigencia de las mujeres que defienden su derecho a vivir sin miedo, ameritan el más enfático respaldo. La causa de las mujeres es tan importante que quienes la comparten, a pesar de los muchos motivos que hay para la indignación, no se pueden permitir atascarse en la irreflexión.
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