Márcia Batista Ramos
La nieve comenzaba a fundirse sobre los flancos del Illimani cuando ella llegó a La Paz. Se llamaba Abigail Dolley Adams Ralston y decía venir de Nueva Inglaterra, aunque en las tabernas la llamaban “la gringa loca”, y en los salones de conspiración se susurraba su nombre como quien invoca a la diosa de la guerra.
No era noble, ni indígena, ni criolla. Simplemente, una extranjera. Una mujer sin padre conocido, sin patria firme, sin bandera que flameara sobre su cabeza. Pero su mirada, clara y peligrosa como el acero forjado en Boston, hacía retroceder a capitanes, seducía a coroneles, y sembraba entre las damas de sotana la semilla amarga de la sospecha y del celo.
La conocí en 1809, cuando los soldados realistas apuraban fusilamientos sin juicio y las calles se empedraban con cadáveres. Abigail había alquilado una habitación sobre la plazuela del Teatro. Una mañana, de Año Nuevo, desde mi puesto de aguatero, la vi intercambiar una carta con don Pedro Domingo Murillo antes de que fuera llevado al cadalso. Él la besó en la frente. Ella no lloró.
Meses después, el rumor se convirtió en certeza: la gringa tejía redes de información entre las guerrilleras de Azurduy y los espías de Monteagudo. Se disfrazaba de lavandera o entraba a las fortalezas con cestas de pan y salía con planos bajo la falda. Decían que hablaba quechua con fluidez, latín con precisión y francés con un acento que hizo suspirar al general La Mar.
Pero no era espía por ambición. Tenía una causa.
Había perdido a su esposo en las guerras napoleónicas. Un médico de alma jacobina que soñó con la libertad de todos los pueblos. Al enviudar, dejó Europa, cruzó el océano y buscó en América la revolución que Francia le había prometido y negado. Fue en Chuquisaca donde encontró su segunda vocación: liberar tierras ajenas como si fueran propias.
Se ganó el apodo de “la Reina Gringa” cuando, tras la masacre de Sica Sica, se presentó en el cuartel de los realistas vestida con uniforme de gala y corona de flores secas. Ofreció vino envenenado a los oficiales, y mientras dormían, abrió los candados a los rebeldes presos. Dejó una nota escrita con letra elegante: “Toda corona es prestada si el pueblo no la elige”.
La cacería fue brutal. El virrey Abascal ordenó su captura “viva o muerta”. Cien reales españoles por su cabeza, el doble si era entregada en secreto. Abigail desapareció. Unos dijeron que huyó disfrazada de monja rumbo al Cuzco; otros, que fue vista entre los lanceros de Güemes, con un sable robado y el cabello al viento.
Pero yo la vi una vez más. Fue en 1825. Caminaba entre la muchedumbre que celebraba la creación de Bolivia. Vestía de blanco, como una viuda del tiempo. Nadie la reconocía. Nadie salvo yo, que había visto sus ojos cuando eran fuego.
Se acercó al altar improvisado donde Sucre hablaba de libertad. Abrió una caja pequeña y dejó en ella un papel. Luego se perdió entre los vivos.
Años después, el sacerdote de La Recoleta, custodio de las reliquias del día fundacional, me confesó que aquel papel decía: – “Me llamé Abigail. Luché sin nombre y sin tumba. Que nadie me recuerde como heroína, sino como extranjera que amó esta tierra hasta volverse polvo en su pecho”.
Y así fue como la gringa se convirtió en reina. No por corona ni linaje, sino porque reinó sobre los silencios de la historia, allí donde las mujeres sin patria se vuelven eternas.