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La policía del pensamiento

De: Patxi Irurzun / Inmediaciones

Desde hace unos días parezco una lagartija: cada vez que salgo o entro de casa o del trabajo voy andando pegado a la pared y asomándome en la bocacalle para ver si ha venido ya la guardia civil a llevarme.

Y todo por un tuit.

Fue hace unos días, cuando falleció el fiscal general del Estado, Maza, al que sustituyó provisionalmente el fiscal Navajas. No me dirán que no inquieta un poco. Si no fuera porque el ministro de Justicia se llama Catalá, se diría que a la hora de adjudicar algunos cargos el apellido es determinante. Eso, o algo parecido, fue lo que escribí en twiter. Después, cuando escuché en las noticias que la policía iba a investigar todos los tuits sobre la muerte de Maza que pudieran constituir un delito, releí el mío una y mil veces. “No, no puede ser, aquí no hay ninguna intención ofensiva, es solo una ironía, un chiste, y ni siquiera me parece de mal gusto. Creo que hasta podría contarse en el funeral del fiscal sin que ninguno de sus familiares o allegados se molestara”, me decía para mí, pero a la vez me daba cuenta de que también era lo que iba preparando para, llegado el caso, declarar ante el juez (al tiempo que pensaba en otros detalles logísticos: ¿cómo consigue uno un abogado, quién lo paga, los retretes de la cárcel tienen puerta?…).

Hace algunos meses Kutxi Romero, el cantante de Marea, me decía en una entrevista: “El día que pongan la policía mental para detenerte por lo que piensas, que va a ser mañana, a mí va a ser al primero que se lleven. Bueno, ya te detienen por lo que piensas, pero tienes que decirlo”. Y yo entonces creía que exageraba, pero lo cierto es que hoy ya es mañana, ya está instaurada la policía del pensamiento, ya no es solo un augurio en 1984, la novela de Georges Orwell. Es decir, la guardia civil probablemente no venga a buscarme a casa o al trabajo, porque ya la tengo metida en la cabeza, decidiendo qué es lo que puedo escribir o lo que no, con qué debo de tener cuidado, qué podría considerarse, llegado el caso, un delito de odio, de ultraje, de enaltecimiento o de sedición (la lista es cada vez más larga).

Hace unos años, por ejemplo,  a uno no se le pasaba por la cabeza la idea de que expresar lo que cada cual siente cuando una persona muere pudiera convertirte en un delincuente. ¿De verdad se puede juzgar penalmente, más allá del mal o el buen gusto o del nivel ético, que alguien se alegre o desee la muerte de otra persona? Hoy parece ser que sí y quizás mañana la policía del pensamiento obligará a loar a determinados muertos, da igual que hayan sido corruptos, fascistas redomados o fans de Enrique Iglesias.

O sea, que vamos para atrás. Hace unos años yo escribía cosas por las que hoy me fusilarían al amanecer. Aunque quizás solo se tratará de que entonces no tenía miedo ni a la policía del pensamiento apuntándome desde dentro de mi cabeza. De hecho, en una ocasión una emisora de radio estuvo a punto de denunciarme por un cuento, que leyó un colaborador en antena, en la que el protagonista —un atracador de bancos— profería un “¡Vaya pedazo de cabrón!” tras oír una noticia en la que se decía que Su Majestad el Rey había abatido un macho cabrío de más de cien kilos de peso. En realidad, yo me enteré años después, cuando ese colaborador me lo contó (y también que lo habían despedido a cuenta de ese cuento, a pesar de lo que no me guardaba rencor), de modo que esa vez me ahorré muchas horas pensando argumentos para defenderme ante el juez, del tipo: “Señoría, se trata todo de un problema de comprensión lectora”, “En todo caso, a quién usted debería juzgar es al atracador de bancos, no a mí”, etcétera.

Me pregunto si hoy volvería a escribir aquel cuento. Y también si lo que me  convertiría realmente en una lagartija sería escribirlo o no hacerlo.

 

 

 

 

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