Noviembre es un mes de místicas, de interiorización de cada cual consigo mismo, de vínculo espiritual con nuestros predecesores, de recuerdos y añoranzas a través de las visitas a los campos santos, de celebraciones universales como la caída del muro del Berlín; y, por si fuera poco esta poética reconcentrada, en algunos países europeos también celebran el Día Internacional de la Música, el gran alimento del amor de amar amor, entre unos y otros. Toda esta atmósfera de comuniones y de escuchas, de repente se puebla de emociones, y hasta el corazón de las hazañas parecen aliviarse de sufrimientos. Al fin, ¡todos estamos unidos!, tanto los presentes como los ausentes, y sin tapia alguna que nos distancie, acompañados y acompasados por ese lenguaje del pentagrama musical que nos permite comunicarnos con el más allá, hasta envolvernos entre lágrimas y recuerdos, entre soledades y silencios, a través de la aritmética de los sonidos y la óptica geométrica de la luz.
La mística, de este undécimo y penúltimo mes del año en el calendario gregoriano, abraza el cielo con la tierra, y nos hace despertar a la especie humana, hacia algo que subsiste a pesar del tiempo y que es la proximidad indestructible que se siente entre todos, entre los que aún somos caminantes purgando penas y aquellos que ya han cruzado el umbral de la muerte. Y, ciertamente, los que ya han entrado en la poesía más nívea del celeste e invisible cuerpo, como los que aún estamos en la estación de los asombros visibles, formamos una sola y gran familia. No cabe la exclusión. Ha de mantenerse esa familiaridad, los de ayer con los de hoy, y los de hoy con los de mañana; y, en medio, siempre la música elevando sus plegarias, armonizando el reino celestial con el del mundo. Pensemos que, en lo melódico, es donde el cuerpo se siente mejor porque verdaderamente el espíritu se asciende y se acerca a esa belleza sobrenatural que tanto nos mueve y conmueve.
Es extraordinario lo potente que es la música oída en noviembre. Resulta consolador ver a tantos caminantes perdidos, que bajan la mirada en estas fechas, para verse calmados en el rastro de sus antepasados y más vivos que nunca. Cada uno de nosotros estamos llamados a dejarnos interpelar por ese tránsito del sepulcro a la auténtica fortaleza. Dejémonos iluminar por el lenguaje de los sentimientos, por el testimonio de personas que hemos conocido, por la palabra viviente de esta cruz que tantas veces nos turba y nos aturde, pero que nos lleva a la recuperación de lo que soy, o pude haber sido, o seré. Sea como fuere, no hay que ser superhombres, ni hombres perfectos, sino seres humanos en autenticidad y entrega. Personalmente, cada día estoy más convencido que estamos aquí para gastarnos y desgastarnos por los demás, sin hipocresías.
Nuestro referente está en tantas personas que nos antecedieron, de corazón sencillo y humilde, que jamás presumieron de nada, y nunca se atrevieron a juzgar a nadie. Ellos, los grandes entre los grandes peregrinos, cultivaron el amor, se despojaron de todo odio, y se hicieron más verso que charlatanería, más horizonte que pared, en esta tierra que es de todos y de nadie en particular, fomentando desde esa naturalidad innata el mejor concierto en su andar por el planeta, el de la reconciliación y la paz. Para unos son los santos, para otros los respetables. En cualquier caso, para toda la humanidad han de ser nuestro espejo, ese aliento que nos alienta a no tener miedo de caminar a contracorriente o de ser incomprendidos. Porque si el verso de la vida es el camino hacia la inmortalidad; la falta de coherencia y de reflexión nos lleva a la muerte sin más.
En consecuencia, quizás sea el momento de estar despegados de las cosas mundanas para vivir en lo que es esencial, el pensamiento y la palabra. Y este sentido, este mes de Noviembre, puede ayudar a recordarnos que nuestra continuidad no es el olvido, sino la evocación de estar contigo, aunque tú no estés conmigo. Por tanto, tras lo ocasos de vivir, movernos y existir, siempre resurge una esperanza; una ilusión, la de ser esa estrella unida a otras, siempre impresas con el sello viviente de una eternidad gozosa que nos hace verdaderamente amantes, y por ende, poetas que conservan en sus ojos la mirada del niño que somos.