Rodrigo Pacheco Campos
La polémica que se ha producido por los dichos de Rubén Blanco, un “tik toker” de la ciudad de El Alto con un número relativamente alto de seguidores en sus plataformas digitales de interacción social -alrededor de 43 mil en Tik Tok-, acerca de la danza de los “mineritos”, debe conducir a problematizarnos la deriva punitivista de la lucha contra el racismo en el país. Blanco es un tik toker que ha construido su “marca personal” en las redes sociales en oposición a lo indígena. En ese marco, hace unos días calificó a la danza de los mineritos como una de “ropavejeros”, “mugrientos” y “sucios”.
Ante ello, la Gobernación de Potosí, apoyada por el Viceministerio de Descolonización y Despatriarcalización, inició un proceso de acusación formal por el delito de difusión e incitación al racismo y discriminación en el marco de las prerrogativas de la Ley 045 contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación. Esta ley emergió en 2010 bajo el supuesto de que los problemas y las contradicciones sociales (entre ellos el racismo) pueden resolverse por la vía legal y, más precisamente, penal. Esa lógica, desde luego, no se reduce al ámbito de la lucha contra el racismo; de hecho, Czaplicki y Neri evidenciaron hace algunos meses la “compulsión penalista” que prevalece en Bolivia, al referirse a la proliferación de normativas tendientes a consolidar medidas punitivas para “solucionar” el problema de los incendios y la deforestación en el país.
La evidencia sugiere que las contradicciones profundas de la estructura social boliviana no se resuelven por la inclusión de nuevos tipos penales; el racismo, como uno de los ordenadores de las diferencias sociales entre los individuos en Bolivia, en tanto disposición que opera como mecanismo de desvalorización social de los sujetos racializados, permanece imperturbable pasados 14 años de la promulgación de la Ley. Esta norma para lo que ha servido, quizá, en el mejor de los casos, es para que las distintas capas de la sociedad se autoimpongan una censura irreflexiva ante la perspectiva de un posible “castigo” y, en el peor, para que nuevos significantes se añadan al glosario del racista, conservando la impronta de los que quedaron en desuso, y manteniendo inmutables las dinámicas racistas de las relaciones sociales y de poder de otrora. Todos estamos familiarizados con los eufemismos que han surgido para designar lo que, si fuese dicho, podría implicar sanciones.
Lo que pueden hacer las autoridades en el marco de la Ley se muestra tan insuficiente y rebasado por la complejidad de las contradicciones sociales ligadas al racismo que, en este caso, solamente ha evidenciado más las características problemáticas del racismo en Bolivia; entre ellas, la histérica fiscalización social de blanquitud que se le hace a los perpetradores de hechos racistas en el país, como si fuera más legítimo un acto racista de quien pudiese demostrar marcadores étnicos no indígenas. Blanco, en gran medida por no poder certificar su blanquitud, o bien su condición “no indígena”, en el imaginario racial, actualmente está recibiendo insultos racistas. Es decir que gran parte de las críticas a Blanco están más vinculadas con “creerse algo que no es” que con encallar en derroteros racistas. Nada nuevo, Wankar Reynaga hace más de 20 años recordaba que “el racismo boliviano es muy especial”, en tanto que se puede ser “perpetrador” de racismo en la mañana y “víctima” en la tarde, y, sin embargo, no deja de ser una arista sobre la que hace falta más detenimiento analítico.
Aunque seguramente este hecho, pese a su espectacularización (Blanco fue arrestado para ser conducido a Potosí en medio de decenas de micrófonos y cámaras), será desplazado de la memoria por tantos otros, tal como probablemente ocurrió con las 66 denuncias por racismo y discriminación que se registraron en 2023, obliga a cuestionar el simplismo con el que se piensan las soluciones a nuestras contradicciones sociales.