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La literatura en la época de la rebelión de las masas

Nuestra civilización sería más compasiva y humana si hubiera más lectores de Hermann Hesse y Robert Walser que de Ken Follet o J. K. Rowling.

Rafael Narbona

No es un secreto que las novelas inspiradas por una honda ambición intelectual apenas atraen lectores y, en consecuencia, no producen beneficios. Los grandes autores de nuestro tiempo venden pocos libros. Jon Fosse, Coetzee o el ya desaparecido Philip Roth jamás podrán competir en ventas con Ken Follet, Paulo Coelho o J. K. Rowling. De vez en cuando se producen milagros, como el éxito de Maggie O’Farrel con Hamnet, pero no es la nota dominante. Lo cierto es que el siglo XXI ha arrancado en el terreno de la literatura con mucha menos fuerza que el siglo XX. Entre 1900 y 1925 se publicaron -entre otras obras- El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, La metamorfosis, de Frank Kafka, La montaña mágica, de Thomas Mann, A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust, El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald o, por citar una novela española, Niebla, de Miguel de Unamuno. ¿Por qué ese contraste?

Se acusa a los grandes grupos editoriales de inundar el mercado de obras inanes y sin ningún valor literario. No es una incriminación falsa, pero esta forma de proceder no prosperaría sin una demanda masiva de obras de entretenimiento, sin otro objetivo que proporcionar unas horas de un placer sencillo y elemental. No tengo nada contra el entretenimiento, siempre y cuando posea calidad y no pretenda usurpar el lugar del arte con mayúsculas. Adoro las novelas de Julio Verne y la saga de Sherlock Holmes, pero no creo que puedan compararse con las obras de Dostoievski, Poe o Tolstói. Desgraciadamente, hoy no disponemos de autores como Verne o Arthur Conan Doyle. Su lugar lo han ocupado novelas históricas, románticas o de misterio con una prosa plana, personajes huecos y peripecias absurdas o previsibles. No es la primera vez que sucede algo así, pero siempre que se acentúa esa tendencia suele ser por una razón pavorosa: la sociedad ha devenido masa.

En nuestros días, vivimos una repetición de esa rebelión de las masas diagnosticada por Ortega y Gasset en 1930. La sociedad solo existe cuando la colectividad está integrada mayoritariamente por individuos con cierto grado de ilustración y un criterio independiente. Si desaparece ese rasgo, la sociedad se convierte en masa y, para la masa, como escribió Ortega, “ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto”. La degeneración de la sociedad en masa no afecta solo al arte. En el ámbito de la política, destruye la convivencia democrática, pues propicia el ascenso de las distintas formas de populismo. La victoria de Donald Trump es una de las manifestaciones más preocupantes de ese fenómeno. Las masas ya no reconocen la excelencia y desprecian la inteligencia. Los líderes populistas muestran el mismo desdén por la cultura, a la que perciben como potencialmente desestabilizadora. La cruzada de Trump contra Harvard y otras universidades estadounidenses no es un capricho personal, sino el reflejo del rechazo que albergan las masas hacia el saber, la erudición y la exigencia artística.

Estamos asistiendo a la demolición de la democracia desde dentro y ese asalto contra la libertad y los derechos civiles prospera gracias a una sociedad desarticulada y manipulada por los grandes medios de comunicación. Elon Musk le recordó a Trump que había ganado las elecciones gracias a los 250 millones de dólares que le había donado y no se equivocaba. Desde Goebbels sabemos que la propaganda es un elemento esencial en la política y… en la literatura. Los rostros que se repiten una y otra vez en pantallas, escaparates, marquesinas y expositores ejercen una poderosa sugestión. Es difícil sustraerse a ese bombardeo publicitario. La repetición es una forma de hipnosis.

Caballero sin espada, el film que estrenó Frank Capra en 1939, alerta sobre la fragilidad de la democracia en la época de los fascismos. James Stewart interpreta al senador Jefferson Smith. Su nombre es una síntesis del espíritu de los padres fundadores de la democracia y de los valores del ciudadano corriente que cree en los principios del sistema de derechos y libertades. Es imposible no pensar en Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos y principal autor de la Declaración de Independencia. Eso sí, Capra pasa por alto el racismo de Jefferson, padre de seis hijos engendrados con una esclava menor de edad. El apellido Smith invoca a esos hombres y mujeres anónimos que se sienten orgullosos de vivir en una nación donde el pueblo gobierna mediante elecciones periódicas. Jefferson Smith hace carrera bajo la tutela del senador Paine (Claude Rains), ignorando que es el muñidor de un empresario sin escrúpulos. El poco creíble final -Smith desenmascara y derrota a Paine apelando a su conciencia- refleja el optimismo de un momento histórico donde el ciudadano aún confiaba en las instituciones democráticas. Hoy en día, esa confianza se ha desvanecido y, de nuevo, se demandan enérgicos líderes carismáticos, cuya retórica enciende la imaginación con la promesa de un porvenir dorado.

Se ha dicho que muchos intelectuales apoyaron el nazismo, pero no es cierto. En Alemania, solo Heidegger simpatizó con Hitler en sus inicios. En cambio, Thomas Mann, Karl Jaspers y Bertolt Brecht, entre otros, pusieron su talento al servicio de la caída del régimen. El fascismo no es un movimiento de elites, sino de masas. Aunque las grandes empresas se aprovecharon de sus ventajas (trabajo esclavo, acuerdos comerciales, una legislación favorable), su base social se hallaba en la baja burguesía y la clase trabajadora. En nuestros días, sucede lo mismo. Los votantes de Trump son en muchos casos “White trash” (basura blanca): trabajadores poco cualificados expulsados del mercado laboral por la globalización y la reconversión industrial. Otros, en cambio, son profesionales algo más preparados que cobran sueldos raquíticos y que atribuyen sus problemas a la competencia de los inmigrantes. La inmigración se ha convertido en el chivo expiatorio del fascismo del siglo XXI. Un fascismo que ya no usa correajes ni cachiporras, sino modernas herramientas tecnológicas.

Hermann Hesse sostenía que el mundo sería mejor si hubiera más lectores de Robert Walser. Yo creo firmemente que nuestra civilización sería más compasiva y humana si hubiera más lectores de Hermann Hesse y Robert Walser que de Ken Follet o J. K. Rowling. Hesse y Walser educan la sensibilidad y fomentan el respeto hacia la vida. Nos incitan a reflexionar y a desechar estereotipos. No son los únicos entre sus contemporáneos. Una novela como La montaña mágica, de Thomas Mann, nos advierte sobre los peligros del mesianismo autoritario. Leerla exige paciencia, atención, esfuerzo. Una actitud completamente opuesta a los best-seller, cuyo objetivo es hacer pasar el rato sin devanarse los sesos.

El mundo necesita un nuevo período de ilustración. Hannah Arendt ya nos enseñó el potencial destructivo de la banalidad. No caigamos otra vez en el mismo error. La escena internacional está dominada por autócratas: Putin, Trump, Netanyahu, Maduro, Daniel Ortega, Milei, Orban, Meloni, Raúl Castro. Y no cesan de sumarse nuevas figuras a esta lista negra. Miren hacia la derecha o la izquierda, su actividad como políticos no puede ser más dañina. El totalitarismo dibuja un arco muy amplio. Arendt, siempre lúcida, alzó la voz para manifestar la semejanza entre el nazismo y el estalinismo. Ante amenazas de esta envergadura, la respuesta solo puede ser un rearme democrático. Y no se producirá sin una sociedad dispuesta a realizar un trabajo de comprensión y análisis. En Rusia y Estados Unidos ya hay autores proscritos por su incorrección política o su espíritu crítico. Otros no sufren ningún tipo de censura, pero son ignorados por la mayoría. Solo una pequeña minoría se adentra en sus obras. En esta coyuntura, considero un deber cívico tirar a la papelera los libros insustanciales y cruzar el umbral de creaciones como La montaña mágica. “Todo es política”, apunta Thomas Mann. “La tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el mal”.

Los escritores que no se preocupan por el sufrimiento de los niños en Gaza, Ucrania o Sudán o por el dolor de los rehenes de Hamás, a los que Netanyahu ha sacrificado para salvar su carrera política, deberían recordar las palabras del Nobel alemán: “Por patria el universo, por ley la voluntad, y por encima de todo la embriaguez de la Libertad, ¡la Libertad!”. Atrévete a saber, atrévete a pensar, proclamó Kant. Si la sociedad no deja de ser masa, sin las conciencias no despiertan, si la estupidez y la ignorancia no cesan de alimentar la hoguera del odio, el siglo XXI podría ser más cruel que el XX.

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