Blog Post

News > Ensayos > La izquierda nos dice cómo será el futuro

La izquierda nos dice cómo será el futuro

Carlos Pérez de Eulate

Si usted es un ciudadano interesado en la res pública, aceptablemente informado, pero sin un conocimiento específico de las ideas «progresistas», especialmente en la esfera económico-social, lo que se viene denominando, de forma tan amplia como imprecisa,  «pensamiento woke», «economía inclusiva», «nueva economía» etc., entonces este es un libro que puede resultarle revelador. En efecto, estamos, quizá, ante el mejor compendio disponible actualmente y en castellano de las ideas que conforman la actuación de la izquierda a nivel global y, por ende, de nuestro gobierno, que se proclama con frecuencia como el más «progresista» de Europa.

Nos movemos, pues, en el ámbito de la «nueva izquierda», de un socialismo que ha descubierto que la intervención en los mercados es mucho más eficaz para sus intereses que la supresión del mercado y que,  por ello, ha abandonado las viejas ideas marxistas de hacer del Estado el propietario universal y único de los medios de producción, lucha de clases, etc. Como en todo proceso cíclico, nos encontramos ahora en una fase de auge y hay autores convencidos de que el futuro les pertenece. En nuestro país, no hay que subrayarlo, esto es evidente en los medios académicos e intelectuales, aunque otra cosa es la España real.

 Simplemente para que el lector tenga un marco de referencia,  baste indicar que el autor del libro del que vamos a ocuparnos en esta recensión, José Martín Carretero (1973),  lo es también de España 2030: gobernar el futuro (Deusto 2016), colaborador habitual del diario El País, profesor asociado en la Universidad Camilo José Cela (donde, por cierto, daba clases Pedro Sánchez), con experiencia en diversos organismos internacionales que no es el caso detallar, y desde 2022 pertenece al Alto Comisionado España Nación Emprendedora, dependiente directamente de la Presidencia del Gobierno. Por lo tanto, miembro destacado del think tank gubernamental, del crisol donde se maduran y explicitan sus ideas y  mensajes. Esto se ve muy bien en El futuro de la prosperidad, del que vamos a intentar dar aquí una somera noticia, incluso en  su redacción, con un empleo reiterativo del “lenguaje inclusivo” (todos y todas) a pesar de la opinión contraria manifestada  por la Real Academia Española, y con un profuso empleo de expresiones como «economía circular», «crecimiento inclusivo», «crecimiento verde», «estado social digital»,  «bienestar digital», «finanzas sostenibles» y muchas más, o eslóganes de  contenido político como «no dejar a nadie atrás», que forman parte ya del repertorio  socialista, en sentido amplio, es decir, incluyendo la variante política a su izquierda.

Naturalmente,   todo esto tiene sus antecedentes y no nos compete aquí entrar en el pensamiento filosófico-político de la izquierda contemporánea, no vamos a citar a Ernesto Laclau, pero,  para cerrar esta presentación, puede ser útil para el lector que desee ampliar su información mencionar a tres autores nacionales: Manuel Castell (1942), precursor, con amplia bibliografía, exministro de Universidades; su sucesor Joan Subirats (1951), también conocido publicista en la misma línea y Antón Costas (1949), economista y actual presidente del Consejo Económico y Social de España.

 Creemos que esto es suficiente para presentar al autor y el enfoque que aplica en conjunto. En lo que sigue, dividiremos este artículo en dos partes. La primera consistirá en una exposición, más bien resumen-catálogo, de su contenido. La segunda incidirá en unas reflexiones personales, valoraciones de algunos temas y conclusiones.

Crisis, cambio climático y «estado social digital»

El 25 de septiembre de 2015 Naciones Unidas aprobaba una declaración denominada «Objetivos de Desarrollo Sostenible» que era una ampliación de los «Objetivos del Milenio», también de Naciones Unidas, del año 2000. No es cosa de bucear en el prolijo detalle de su contenido, que puede localizarse fácilmente en internet. A su vez, la Unión Europea incorporó parcialmente, aunque de manera menos retórica y más efectiva, estas ideas en la llamada «Agenda 2030». Todo este entramado sirve de apoyatura a las políticas de la «triple transición»: ecológica, social, y digital, a las que se enfrentan los gobiernos de los países occidentales que son los únicos que, hasta la fecha,  se lo han tomado en serio.

 El autor comienza por las consecuencias de las crisis, tanto la de 2018 como la más reciente, asociada al virus COVID 19 y que han provocado, según él, un aumento de las desigualdades, fracturación del cuerpo social en diferentes brechas de renta, atendiendo a criterios de educación, género, etc. Pero, curiosamente, no así en los índices de pobreza (datos de Naciones Unidas), aunque su reducción nunca se atribuye al dinamismo económico, especialmente en países asiáticos, sino al intervencionismo público.

            Lo mismo ocurre con el cambio climático. Aquí la exposición adquiere   un tono ya marcadamente épico, centrado en los combustibles fósiles, la «agenda urbana» y la «economía circular». Se desestiman los avances tecnológicos de reducción de emisiones y las iniciativas surgidas espontáneamente, es decir, voluntariamente, en el mercado y se defiende una aceleración de la transición climática a través de una mayor intervención pública. En definitiva, más regulaciones y más impuestos. El coste no es un problema, vamos hacia un mundo feliz de emisiones netas cero de gases de efecto invernadero, cuyo coste habrá que repercutir y repartir entre los diversos agentes económicos, obviamente con un aumento sustancial de impuestos. Impuestos siempre insuficientes desde esta óptica, pero donde se abre una vía prometedora en la «imposición verde» o ecológica, mucho más aceptable, se piensa, socialmente.

 El capítulo dedicado a la transición digital es un ejemplo típico de esta manera de pensar. Prácticamente todo él va encaminado a los gozos resultantes del «estado social digital» y su clímax, el «bienestar digital». Veamos un párrafo (pág. 117): «El potencial que ofrecen las nuevas tecnologías de la información y la comunicación está siendo relevante para el aumento de la innovación en el enfoque de las políticas sociales, buscando centrarlas en la autonomía y en el empoderamiento personal y mejorando la interacción entre las personas y las instituciones». En consecuencia, el capítulo se dedica, no al examen de los efectos de la digitalización en el ámbito industrial o doméstico, sino a un detalle de los diferentes esquemas de protección social desde el ya histórico  Impuesto Negativo sobre  la Renta de Milton Friedman, hasta la Renta Básica Universal o a nuestro Ingreso Mínimo Vital, por citar sólo tres.

 Los dos últimos capítulos  versan sobre la contribución del sector privado a la Agenda de Desarrollo Sostenible. El penúltimo se extiende de modo exhaustivo sobre las iniciativas surgidas en el ámbito privado y empresarial a través de fundaciones, asociaciones, etc., incluyendo la más conocida de todas, el World Economic Forum o Foro de Davos. Este es el único capítulo donde las pulsiones antiliberales del autor se manifiestan en menor grado. Por fin, se concluye con un capítulo dedicado a las «finanzas sostenibles», en su doble vertiente bancaria e inversora, centrando la atención en el impacto ecológico y social. O por ser más preciso, en la dificultad de su medición, la del impacto, dados los parámetros subjetivos a evaluar y la diversidad de enfoques. Sólo tangencialmente se habla de la «política monetaria verde». Haremos algún comentario en el apartado siguiente.

 En definitiva, según el autor, estamos ante un «nuevo modelo de crecimiento inclusivo», caracterizado, como ya señalamos antes, por un triple desafío: transición ecológica, social y digital;  cuyo objetivo – aquí hay que poner énfasis- no es otro que un «nuevo contrato social», cuyo eje central pasa por la recuperación del papel del sector público. «El reto fundamental es construir la cultura de cooperación y colaboración necesaria para poder llevar a cabo este nuevo paradigma de intervención» (pág. 86).  

Algunas reflexiones parciales y conclusiones finales

Bajo la apariencia de un ensayo de carácter económico, El futuro de la prosperidad es un libro esencialmente político, en el que los argumentos y razonamientos económicas tienen poca importancia y aún menor rigor. Un comentario riguroso sobre el mismo exigiría un nuevo libro. Nuestro intento será mucho más modesto, nos  limitaremos a destacar algunos puntos concretos, que nos parecen relevantes, terminando con una reflexión de conjunto que puede calificarse también de política, pues,  en el fondo,  es de lo que estamos hablando.

Es significativo que a poco de empezar (pág. 59) aparezca una crítica al PIB como medida de desempeño económico en los siguientes términos: «Definitivamente, el PIB no es un buen indicador de la calidad de vida o de la salud de una sociedad”;  y más adelante: “El PIB no contabiliza tampoco los efectos distributivos, de manera que nos dice poco de cómo están distribuidas la renta y la riqueza en un país. En conclusión, puede ser un indicador necesario, pero no suficiente. Y en muchos casos es contraproducente» (cursivas nuestras pág. 61).  Evidentemente, si uno cree que estamos en la vanguardia del mundo civilizado, es difícil asumir que la renta per cápita en España sea inferior en términos reales (descontada la inflación) a la de hace 15 años, o que en términos porcentuales la distancia con nuestros vecinos europeos  no haya  hecho sino agrandarse desde 2003.

Pero, claro que el PIB no es un indicador omnicomprensivo, el INE publica regularmente indicadores sectoriales, laborales, fiscales, de consumo, de sanidad, acceso a la vivienda, etc., agregados y desagregados. Lo que realmente se esconde aquí es la muy vieja tentación de, en la mejor tradición socialista, transformar cuentas en cuentos. Recuérdese, por ejemplo, las estadísticas de la Alemania Oriental que estaban tan bien manipuladas que hasta la caída del Muro no se apreció en su verdadera dimensión el desastre económico que se escondía detrás del mismo. No, el PIB y las magnitudes derivadas del mismo en la contabilidad nacional son medidas estadísticas universales, fiables, comparables y cuantitativas. Probablemente, pueden mejorarse, y no hay duda que deben complementarse con otros indicadores, como decimos ya existentes, pero lo que no es admisible en un argumento económico que se pretenda respetable es tratar de invalidar datos porque no se ajustan a nuestro discurso.

El tema de la transición energética o ecológica es evidentemente complejo y no puede ser ventilado en unas líneas. Desde el punto de vista económico se ha avanzado mucho en el estudio de los llamados «fallos del mercado» (bienes públicos, externalidades, información asimétrica)  y en sus soluciones o alternativas. Donde no hay consenso es en el grado de intervención pública, pues, mientras autores como Joseph Stiglitz son partidarios, en efecto, de una mayor intervención, otros como Gary Becker, también Nobel, defienden que será el mercado el que se ajuste a los nuevos retos, como en realidad ha ocurrido históricamente, gracias al constante avance científico y tecnológico. Pero es que, además, las políticas de Desarrollo Sostenible, a pesar de las declaraciones de Naciones Unidas y de las múltiples conferencias internacionales tienen una aplicación muy desigual, concentrada en los países occidentales, y especialmente europeos. Por descontado, hablar de restricciones e impuestos verdes en China, India o Rusia suena a broma.

 La transición social, ligada aquí a la digitalización, ofrece también materia para un amplio campo de reflexión. Limitándonos a la cobertura social, interés preferente del autor, habría que indicar que la economía de mercado es el sistema que mayor protección ha aportado al ciudadano, ya que es el que más riqueza genera y el que permite asumir, con una contribución vía impuestos, el coste asociado al mantenimiento de los sistemas de protección social, tanto para colectivos específicos, vulnerables, como para la generalidad de la población (educación y sanidad públicas).

El pensamiento liberal nunca ha excluido la responsabilidad social, en su origen surgió precisamente contra los privilegios de la nobleza y del clero, las dos clases exentas de impuestos. En el capítulo de desigualdades, se menciona la brecha laboral, la brecha generacional, la brecha de género, la brecha fiscal, pero no la brecha sector privado- sector público, que es la que afecta a las condiciones laborales dispares de ambos colectivos. Condiciones cada día más exigentes en el sector privado a medida que  se expande el sector público y aumentan los impuestos y contribuciones sociales. El sector privado siempre termina adaptándose, pero lo hace bien aumentando la productividad, lo que no siempre es posible, o no al ritmo deseado; o destruyendo tejido productivo, en última instancia, generando paro. Estas consideraciones no aparecen en El futuro de la prosperidad, donde hay un concepto del todo ausente: la productividad.

 ¿Qué decir de las «finanzas sostenibles»? Aquí aparecen dos ideas y, curiosamente, otras dos quedan ausentes. Veamos.

 Resulta que las «finanzas sostenibles» son los microcréditos, los «bonos de impacto social» o diversas modalidades de crédito mutual o cooperativo. Es decir, el grueso del sistema financiero es o no sostenible, o no merece ninguna atención. Esto es francamente sorprendente. Una sociedad competitiva y avanzada tiene siempre un sistema financiero fiable y estable, y por supuesto, sostenible. Sostenible, es decir, rentable, pues si no fuera rentable no sería sostenible, sencillamente quebraría. Nada de esto aparece en el futuro idílico que nos anticipa el autor de El futuro de la prosperidad.  Lo curioso es que tampoco aparece la vieja idea de la banca pública o su némesis, la nacionalización de la banca privada. Seguramente la crisis de las Cajas de Ahorros de hace pocos años habrá servido, al menos, para adoptar cierta prudencia en este tema. Parece que ahora es más popular,  «más socialista» imponer impuestos específicos a los bancos -léase a sus accionistas, en su inmensa mayoría pequeños ahorradores-, impuestos sobre ingresos, esto es, sobre el margen ordinario más comisiones y no sobre beneficios extraordinarios,  como se dice desde el gobierno (pero este tipo de tecnicismos siempre se omite). No parece que involucrarse en la gestión real y responsable resulte demasiado atractivo a la izquierda surgida de o influida por el populismo de los últimos decenios.

Nos quedan otras dos ideas. Por un lado, «la política monetaria verde», por otro, una idea paralela, pero ausente: «la nueva teoría monetaria». A la primera se le dedican cuatro páginas, en un libro de 309,  sin contar notas y agradecimientos. Cuatro páginas que más que de política monetaria son de política financiera. Se trata de asumir en la cartera de créditos y valores de la banca los riesgos derivados de la transición climática o asociados a ella, por ejemplo, riesgos regulatorios o reputacionales. Esto, en realidad, ya se viene incorporando a los modelos de gestión del riesgo de las entidades y, por supuesto, en la monitorización del Banco Central Europeo (BCE). No es, por tanto, nada nuevo y no merece el calificativo de «política monetaria verde». Tiene, en efecto, un  impacto en los ratios de capital  y en los descuentos aplicados a los colaterales por el BCE, pero en grado muy reducido. Todo esto parece que se le escapa al autor. Más sorprendente es que en un texto tan «progresista» no figuren las ideas de la llamada «nueva teoría monetaria». Básicamente,  ésta defiende una política monetaria laxa, la dependencia de los bancos centrales de los partidos políticos y unos niveles de inflación muy superiores a los que sirven de referencia actualmente, tanto al BCE como al Banco de Inglaterra o a la Reserva Federal.

Estas ideas tuvieron su momento hace unos años y su heterodoxia hizo las delicias del pensamiento de izquierdas. Dinero abundante y sin esfuerzo. Parece que el reciente estallido inflacionario a nivel mundial y la vuelta a una política más ortodoxa de los grandes bancos centrales no dejan mucho margen para ocurrencias. La inflación ha vuelto y, como siempre, resulta muy difícil de sujetar y reducir. Sus efectos pueden resultar devastadores para el tejido productivo y para el ciudadano de a pie. En realidad, no hay lugar para disquisiciones sobre «políticas monetarias verdes». Es un alivio.

 Y terminamos con una reflexión final. Sin ella, no llegaríamos al meollo del libro que comentamos.

 El enfoque profundamente antiliberal de El futuro de la prosperidad parte del error secular del pensamiento socialista de considerar el sistema económico como algo dado, estático, donde el reparto es lo esencial y el sector público el motor de la economía (herencia de un keynesianismo que podríamos calificar de simple). Pero el sistema económico no es algo estático: es una red de estímulos e incentivos, de relaciones complejas, en continuo cambio. La ciencia económica lo único que ha hecho es formalizar, o tratar de formalizar, estas variables. Primero de manera intuitiva, la «mano invisible», de Adam Smith, luego de forma matemática, el «equilibrio general» de León Walras.

 El crecimiento, por lo tanto, podría ser muy superior si el mercado actuase más libremente y eso redundaría en una mejora del nivel de vida general. Pues, el objetivo no debe ser la igualdad de ingresos, ni siquiera la reducción de las desigualdades, sino la eliminación de la pobreza. Y frente a ésta se precisan redes de asistencia, políticas sociales, etc., pero,  principalmente, dinamismo económico, incentivos basados en la libertad de los agentes.

Claro que existen «fallos de mercado»; pero el error de todos los planteamientos socialistas es, por un lado, atribuir al sector público el papel director del cambio económico; y, por otro, creer (o, tal vez, aparentar creer) que el sector público, el gobierno en sentido amplio, es un ente mirífico, neutral y sapientísimo que actúa siempre por el bien común. Pero la historia y la realidad social desmienten contundente y continuamente esta pretensión, aunque es verdad que en unas sociedades más que en otras. El mercado, la red de interacciones múltiples, sujeto a un mínimo de competencia y a unas reglas, garantiza el bienestar general. La competencia es como cualquier competición, precisa un árbitro, y ese árbitro es el Estado. Pero son las empresas y los consumidores los que mueven la economía, los que promueven con sus acciones diarias el avance científico y tecnológico, y la mejora de la producción por input empleado, es decir, la mejora de la productividad.

No se trata, en absoluto, de eliminar al árbitro, se trata de no excusarse en los fallos de mercado para tratar de expandir las regulaciones, el gasto público y la fiscalidad hasta límites que socavan claramente la libre iniciativa. En este sentido, El futuro de la prosperidad es preocupante y eso por dos motivos. Primero, porque refleja  la ideología prevalente en nuestro actual gobierno, no es una opinión aislada. Segundo, porque este tipo de ideas no se quedan en el marco económico -en realidad, no son ideas de raíz económica- sino que desbordan este ámbito para colonizar el resto del entramado institucional y político del Estado, tratando de imponer un discurso unívoco, que recuerda aquello del «hombre nuevo» de los años fundacionales de la Rusia Soviética.  Eso sí, ahora mejorado con modernas técnicas de ingeniería social.

 El reto actual del pensamiento liberal es hacer frente a esta «épica del progresismo». El futuro no está escrito, y lo que está claro es que,  de imponerse las ideas que se defienden en este libro,  la prosperidad  en el futuro será menor que en el pasado. 

Carlos Pérez de Eulate es Economista Titulado del Banco de España, jubilado.

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights