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La insurrección de 1934. El retorno de los mitos de «Octubre»

Roberto Villa

El año 2024 trajo como plato fuerte historiográfico el nonagésimo aniversario de la insurrección revolucionaria de 1934. El interés que esta violenta erupción ha despertado tradicionalmente entre los lectores se ha ligado a la guerra civil, tan próxima en el tiempo y de la que «Octubre», como encomiásticamente tildaban al movimiento sus promotores, se ha considerado preludio, pórtico y hasta adelanto. Fuera o no así, esta teoría ha sido bastante transversal, pues la han compartido autores muy diferentes sin que diera pie a mucho debate. Por la crudeza de los combates y de las represalias, Gerald Brenan ya consideró Octubre como la «primera batalla» de la Guerra Civil, y Gabriel Jackson advirtió que en 1934 ya se habían dado «todas las formas de fanatismo y crueldad que caracterizarían a la guerra civil»1.

Querellas sobre el inicio de la guerra civil

Esta tesis se convirtió en polémica con la irrupción del «fenómeno Pío Moa», del que en 2024 también se ha cumplido un cuarto de siglo. Moa apareció en el panorama historiográfico con un libro de significativo título, Los orígenes de la guerra civil española, que, en realidad, era una monografía sobre la insurrección de 1934. En esa obra se sostenía que Octubre fue, rigurosamente, el comienzo de la guerra y que, de hecho, había sido planteado por sus organizadores justo como un conflicto de esta clase. Moa incidía en que, pese a su fracaso, había sido la mejor organizada y armada de todas las insurrecciones que, desde 1918, se habían sucedido en el continente europeo, si se exceptúa el espacio político en descomposición del antiguo imperio de los zares. Pese a la espectacularidad de lo que terminó conociéndose como la «comuna asturiana», remedo castizo de la comuna de París de 1871, Moa pedía fijar la atención en el plan insurreccional de Madrid, que había tomado la forma de un verdadero asalto a los centros de poder de la Segunda República. No menos relevante le parecía el de Barcelona, patrocinado por el mismo gobierno autonómico. Movimientos audaces ambos que podrían haber otorgado el triunfo a los alzados.

Este libro y su continuación, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, dieron una notoriedad a Moa que el autor potenciaría con futuros títulos más divulgativos y de polémica, cuyo éxito frustró cualquier propósito de silenciarle. Eso impulsó a otros autores, algunos procedentes de la Academia, a refutarle. Pocas críticas se hicieron con corrección: abundaron las denuncias puramente ideológicas de sus tesis, plagadas con esos «ad hominem» que tanto han contribuido a cortocircuitar cualquier discusión provechosa en el área de Historia Contemporánea. Polémica de bajos vuelos que tampoco Moa contribuyó a elevar. De hecho, acabó situándose justo en el terreno ideológico en el que le querían sus críticos.  

Lo llamativo es que, revisadas a veinticinco años de distancia, las tesis más relevantes de Los orígenes de la guerra civil distaban de ser fulminantes para tan descarnada polémica. Su lectura hoy deja ver un libro de historia de notable factura, bien escrito y carente de maniqueísmo o unidireccionalidad, esto es, con los suficientes matices para reflejar la complejidad de aquella sublevación, especialmente en sus fases de preparación y desarrollo. Una discusión estrictamente historiográfica podría haber resaltado algunas debilidades. Quizás la más relevante es que el libro se queda a medio camino entre la investigación y la síntesis. Aunque Moa trabajó a fondo la documentación interna del PSOE y la UGT y algunos sumarios judiciales, prescindió de otras fuentes primarias, y eso le hizo depender demasiado de las memorias, que siempre hay que poner en cuarentena cuando no se pueden contrastar con fuentes coetáneas. Si se acude a la tesis más llamativa del libro, que no es quizás la más relevante para el historiador, resultaba aventurado fijar en 1934 el comienzo de la guerra civil porque, incluso aunque sus promotores la concibieran como tal, el levantamiento no pasó de una tentativa rápidamente abortada en todas partes. Incluso para Asturias resulta problemático hablar de guerra civil. Inédita o fracasada la sublevación en toda España y alineada la fuerza pública con el gobierno, fue cuestión de pocos días que el ejército se desplegara en la región y ocupara, primero, el triángulo territorial invertido entre Avilés, Gijón y Oviedo y, luego, la cuenca minera, una vez que capitularon los rebeldes.

Ni siquiera habría correspondencia exacta entre los bandos que se enfrentaron en 1934 con los de 1936, aunque «Octubre» contribuyera decisivamente a deslindarlos. Es cierto que los militantes de la izquierda de clase buscaron la connivencia de los mandos del ejército y de la policía ―de hecho, trataron de infiltrarse en diversas unidades―, y que la coalición de izquierdas que gobernaba la Generalidad de Cataluña disponía de las fuerzas del orden. Pero al margen de los mozos de escuadra que guarnecían el Palacio de la Generalidad, de unas pocas deserciones y de otras inhibiciones más o menos sospechosas en los distintos cuerpos armados, la fuerza pública se alineó prácticamente en bloque contra los insurrectos. Políticamente, las izquierdas no lograron en 1934 la relativa solidaridad y unidad de acción que mostrarían dos años más tarde en la pugna contra sus adversarios: los anarquistas y anarcosindicalistas no hicieron acto de presencia excepto en Asturias; la Generalidad rebelde no contó con el auxilio de las Alianzas Obreras, haciendo cada cual la guerra por su cuenta; y los partidos de la izquierda republicana no hicieron más que publicar una ristra de notas rompiendo con la República, con propósito de situarse convenientemente por si la revuelta triunfaba o, al menos, por si conseguía que el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, expulsara del Gobierno a los católicos de la CEDA.

De hecho, presentar Octubre como un episodio inserto en la guerra civil es metodológicamente erróneo por cuanto sus protagonistas no podían saber ni siquiera si sería posible retomar una confrontación armada, y menos con las características del conflicto que acabó estallando en 1936. Con ello, además, se desdibujaban los perfiles propios de la insurrección de 1934 y su innegable relevancia en el convulso contexto de la España y la Europa de entreguerras, que son los que justifican su tratamiento monográfico. Con un mínimo de 1.335 muertos y 2.951 heridos graves2, sólo la insurrección de la izquierda revolucionaria en la Finlandia de 1918 había presentado un balance más aciago. Si excluimos los levantamientos que terminaron en guerra civil, el Octubre español se situó como la revuelta más cruenta del continente durante el periodo 1918-1939. En España había sido, desde luego, la sublevación más catastrófica en lo que iba de siglo XX, y eso que desde 1917 el país estaba sumido en un ciclo insurreccional de consecuencias progresivamente más trágicas. La violenta escalada se aprecia mejor si se contempla que, hasta 1934, los dos movimientos más cruentos habían sido los desencadenados en agosto de 1917 por los socialistas y los anarcosindicalistas, con 127 muertos y 349 heridos graves, y en diciembre de 1933 de nuevo por los anarcosindicalistas, con 125 muertos y 186 heridos graves3.  

Su grave impacto no se limitó, exclusivamente, al recuento de víctimas o a los enormes daños materiales, que convirtieron a una capital de provincia, Oviedo, en una auténtica zona de guerra. Octubre dañó decisivamente el difícil proceso de consolidación de la República como sistema político, sobre todo porque quebró cualquier atisbo de relación normalizada dentro de su sistema de partidos. La distancia de las formaciones de izquierdas con las de centro-derecha se hizo casi imposible de salvar, y la polarización alcanzaría niveles difícilmente soportables en los casi dos años más que duró la República en paz. La sublevación vació, por último, las reservas de legitimidad de un sistema legal-institucional del que se habían desligado, conculcándolo gravemente, los partidos de izquierdas, justo los que más habían contribuido a erigirlo. Como sintetizaría un arrepentido Indalecio Prieto en 1942, aquella sublevación sólo había servido para «hacer más profundo el abismo político que dividía España»4.

Insurrecciones preventivas y activismo historiográfico

La discusión sobre estas y otras cuestiones quedó relegada en beneficio de una polémica más ramplona: como Moa había sostenido, con bastante éxito editorial, que la guerra civil se había iniciado en 1934, la responsabilidad de esta ya no recaería en los militares sublevados en 1936, sino en los dirigentes de la izquierda de clase, y en Cataluña, de la izquierda nacionalista. Hubo poco debate historiográfico y mucha trifulca, descarnada y poco edificante, entre procuradores de diferentes causas políticas, todas «presentistas», y Moa acabó ejerciendo de abogado póstumo de Franco, pese a su militancia de juventud en el movimiento comunista. La controversia sirvió, eso sí, para disuadir entre los historiadores no ya la lectura de los trabajos de Moa, sino la defensa de tesis que pudieran asemejarse mínimamente a las suyas, so pena de ser tachado de «neofranquista».

No obstante, observando en lo que ha venido a parar la historiografía de Octubre en su nonagésimo aniversario, y ello sin dar lugar a discusión alguna5, es legítimo plantearse si buena parte de los críticos de Moa, más que defender la integridad del conocimiento histórico frente a un «neófito publicista de la derecha», lo que querían era preservar una fabulación ideológica. Sobre todo, vista la alegría con la que una parte de la Academia ha arrumbado las reglas del oficio para dedicar sus esfuerzos a acicalar el relato de Estado de la mal llamada memoria histórica o memoria democrática, esa narración de fantasía que pretende vincular los esfuerzos por implantar y consolidar la democracia en España durante los dos últimos siglos a la ejecutoria histórica de los partidos de izquierdas y de los nacionalistas. Un relato que pretende imponerse a los españoles con los recursos económicos, formativos y coercitivos del Gobierno.

Eso ha tenido su reflejo en una lamentable puesta al día de los sucesos de 1934, que en realidad ni siquiera puede calificarse de historiográfica puesto que nada nuevo ni riguroso ha traído esta efeméride. Y no será porque no haya cuestiones todavía deficientemente conocidas. Todo lo relacionado con la conspiración y la preparación del levantamiento depende demasiado de las memorias, pese a su falta de fiabilidad: la formación de las milicias, el acopio y la procedencia de las armas y el dinero, las filtraciones y complicidades en la fuerza pública, y la gestación de un ambiente previo propicio a una ruptura por medio de huelgas y choques armados que, además, disputaban el espacio público al Gobierno. Ya después de la sublevación, no se conoce con exactitud el alcance, cuantitativo y cualitativo, de las represalias gubernativas, para las que se siguen empleando cifras y testimonios de la propaganda de izquierdas como si se evidenciaran por sí mismos. Sobre la acción insurreccional, menudean diversas versiones de los sucesos que la jalonaron y que, también, dependen demasiado de las memorias y de las crónicas de época, estas algo más útiles pero pendientes de contrastar con fuentes más veraces. Por último, aunque hay aproximaciones parciales, la cantidad de lagunas que quedan por cubrir disuaden las síntesis de calidad.

Pues bien, poco de esto nos ha traído el nonagésimo aniversario de Octubre. Por el contrario, el lector informado se topa con la reactualización de todos los motivos de la propaganda de los sublevados, hasta un punto en el que puede hablarse de una auténtica involución respecto de los debates no ya de la época de Moa, sino de los años ochenta y noventa. El análisis histórico ha sido sustituido por especulaciones sobre cómo percibían los dirigentes y militantes de izquierdas el contexto político y social de 1934, en especial de sus supuestas angustias y temores sobre la inminente fascistización de España, que parecían anunciar, como las trompetas del apocalipsis, una variopinta muestra de sucesos en Alemania, Austria, Francia y ahora hasta Grecia. Existe una distancia sideral entre la importancia que se concede a esos acontecimientos extranjeros para explicar la insurrección «defensiva» o «preventiva» de las izquierdas españolas, y el nulo esfuerzo de establecer una comparación con España, para evaluar hasta qué punto se estaban reproduciendo aquí esos fenómenos que anunciaban la instauración de una dictadura de derechas.

Por el contrario, se hurtan los hechos para sustituirlos por cábalas sobre pretendidas culturas y mentalidades, con conclusiones como que la insurrección de Octubre en realidad no podía ser una verdadera insurrección porque los insurrectos carecían de cultura insurreccional. Como colofón, aparecen estados de la cuestión que, en lugar de explicar las coincidencias básicas y los temas sujetos a debate historiográfico, se limitan a endosar una catarata de calificativos ideológicos con afán intimidatorio a autores bien diferentes, pero que coinciden en no otorgar categoría historiográfica a las autojustificaciones fabricadas a posteriori por quienes promovieron la insurrección. Aparecen caracterizados como: «neofranquistas», «revisionistas», «neorrevisionistas», «atrabiliarios», «publicistas metidos a historiadores», con libros «delirantes» de «sesgadas afirmaciones» y de un «anticomunismo visceral».

En concreto, el «neorrevisionista» sería aquel que incidiría en el carácter revolucionario y, por tanto, antirrepublicano y antidemocrático de «Octubre»; que resaltaría los propósitos y caracteres de guerra civil que buscaron infundir sus promotores; que negaría la existencia de una amenaza fascista inminente contra la República o de propósitos autoritarios más o menos inmediatos por parte de los católicos de la CEDA; o que cuestionaría que la sublevación fuera, no una iniciativa de los dirigentes del PSOE o de ERC, sino una demanda terminante impuesta a estos por sus cuadros y su militancia de base, indignados con un supuesto empeoramiento de sus condiciones de trabajo y vida, y con la pretendida derogación o inaplicación de las «reformas» del primer bienio. El «neorrevisionismo» también se atribuiría a los que rechazan que la radicalización de los dirigentes de izquierdas fuera meramente retórica y, por tanto, a los que niegan que los planes insurreccionales fueran sólo una añagaza para coaccionar el ánimo del presidente de la República con el fin de que no autorizara la entrada de la CEDA en el Gobierno.

En definitiva, aquellos que han puesto el foco en la «intransigencia socialista», es decir, en la concepción patrimonial y, a la vez, instrumental de la República por parte de las izquierdas, lejos de constatar un hecho, incurrirían en «simplificaciones, anacronismos y desenfoques». Para evitar esos defectos, el historiador debería refutar los motivos de la propaganda antirrevolucionaria y minimizar las represalias de los sublevados, a la vez que debería asimilarse la propaganda revolucionaria y subrayar la represión de las autoridades dependientes de Lerroux y Gil-Robles. Y, en todo caso, debería desmentir «la visión unilateral de una izquierda que rompe la convivencia y una derecha obligada a defenderse, o la tesis de la polarización extrema provocada por la violencia de la izquierda»6. La involución es de tal calibre que hasta Manuel Tuñón de Lara podría pasar en 2025 por revisionista, y sólo por afirmar que Octubre fue «una verdadera revolución obrera, la primera revolución socialista en España»7.

Vino rancio en odres ajados

En un balance ineludiblemente sintético, ¿cuáles serían las tesis principales de las publicaciones del nonagésimo aniversario de Octubre? La primera es que la insurrección de 1934 sería, pese a su escaso seguimiento en toda España, una movilización popular, una modalidad del «repertorio de protesta» de abajo arriba, con el fin de conquistar el reconocimiento definitivo de unos derechos que mitigaran la temporalidad en el empleo, las largas jornadas de trabajo y los salarios de hambre, que era lo que verdaderamente importaba a quienes se implicaron en ella, y no los objetivos particulares de los dirigentes políticos. Las izquierdas se habrían limitado a canalizar esa respuesta popular frente a un viraje conservador que, con la suspensión de las «reformas» del primer bienio, estaba desnaturalizando y destruyendo la República, pues entre los afiliados a la izquierda de clase existía el convencimiento de que las instituciones liberales sólo debían servir al objeto de lograr el «avance social» y el «bienestar de los trabajadores».

La participación central de los socialistas en aquel movimiento, secuela de la radicalización de los militantes del partido y de la UGT, sería una respuesta desesperada al cerco al que venían siendo sometidos desde 1931. En primer lugar, desde el anarcosindicalismo y el comunismo, en durísima competencia por capitalizar el movimiento obrero. En segundo lugar, por los patronos, que se resistían a aplicar la legislación laboral de Francisco Largo Caballero, y por los guardias civiles, que disparaban y mataban a sus afiliados. Y, en tercer lugar, por la oposición sin cuartel del Partido Radical de Alejandro Lerroux, que presionaba para expulsarles del Gobierno y disolver las Cortes constituyentes. De este cerco a tres bandas, la mayor amenaza para la República sería la tercera, y por ello los socialistas advirtieron varias veces que considerarían un golpe de Estado la disolución de las Cortes de espaldas a la mayoría parlamentaria, y que estaban dispuestos a evitarlo por todos los medios, también los violentos. La exigencia de Lerroux de que se convocaran elecciones para que España no cayese en una «dictadura parlamentaria» sería antidemocrática pues, por definición, no puede haber dictaduras parlamentarias8. Ahora bien, Lerroux hablaba de las Cortes constituyentes, esto es, de unas Cortes soberanas que carecían de un plazo marcado para su disolución y que legislaban pasando por encima de la vigente Constitución de 1931, como demostraba la suspensión práctica de los derechos civiles por la Ley de Defensa de la República, la proscripción del recurso de inconstitucionalidad para las leyes aprobadas por esas Cortes, o la inaplicación del sufragio femenino en las elecciones celebradas en 1932. Aquí ya hay un primer indicio de que el análisis político no es el fuerte de estos autores. 

Estos recientes trabajos sobre Octubre coinciden en resaltar que los socialistas detectaban, en la oposición que les hacía el Partido Radical, señales evidentes de que España podía encaminarse hacia el nazismo. La cuestión no estribaba en que el PSOE tuviera un problema con la competencia democrática y la aceptación de la alternancia en el poder. Por el contrario, atentos a los diversos «golpes de Estado» que supuestamente habrían ido dando Hindenburg y Von Papen, el más notable de los cuales había llevado a Hitler al poder, los socialistas vislumbraban actitudes similares nada menos que en Alcalá-Zamora y Lerroux. Especialmente en el jefe del Partido Radical, a quien se le endilga el propósito de establecer una dictadura de la mano del general Sanjurjo o también de Franco, a quien pretendía ganarse reponiéndole en la dirección de la Academia General Militar, que Lerroux prometía reabrir. ¿Cómo no encontrar justificable que, dentro del PSOE, dirigentes como Luis Araquistáin postularan anticiparse a tan aviesos movimientos y convertir el partido en un instrumento revolucionario para conquistar el poder? Y más cuando estos «temores» se les acabaron «confirmando». Alcalá-Zamora habría emulado a Hindenburg y forzado la caída de Azaña pese a que tenía mayoría parlamentaria. Con eso, habría destruido lo que quedaba de la coalición que había traído la República, con el fin de otorgar el poder a Lerroux y luego, también inconstitucionalmente, a su lugarteniente, Diego Martínez Barrio.

Lástima que tanto dictamen de inconstitucionalidad y tanto «golpe de Estado» ―nótese que el término se reserva para calificar cambios de gobierno legales, pero no a la insurrección de octubre de 1934―, se apoye en la glosa de la prensa socialista, que no en el conocimiento de la Constitución de 1931. De ahí que se ignore la función arbitral del presidente de la República, los efectos políticos que se derivaban de la incongruencia entre una mayoría parlamentaria y una mayoría electoral ―indiscutible tras las dos elecciones celebradas en abril y septiembre de 1933―, o la diferencia entre un voto de censura y la inconstitucional, por inexistente, «moción de desconfianza» que presentaron los socialistas contra el primer gobierno de Lerroux.     

Tropas norteafricanas entrando en Gijón, 1934. Wikimedia

En todo caso, el neorrelato sobre Octubre nos explica que, ante aquella deriva nazi-lerrouxista de España, un partido tan ligado a prácticas políticas «reformistas» como el PSOE y que carecía de tradiciones insurreccionales ―la implicación socialista en levantamientos como los de 1917 o 1930 se ignora por completo―, no tuvo más remedio que plantearse una acción expeditiva. Las vías legales se les habían cerrado ya durante las elecciones de 1933, porque el sistema electoral vigente, aprobado por los socialistas junto a sus aliados republicanos de izquierda, se habría diseñado no para impedir gobiernos de la derecha, como confesó Azaña en el Parlamento, sino gobiernos socialistas. Teoría tan peregrina se completa con que, por culpa de esa ley electoral, el PSOE no pudo convertir en una mayoría parlamentaria su «victoria» en votos9. Paradójica victoria la de un partido que obtuvo justo la mitad de los sufragios que la Unión de Derechas. Sumadas, de hecho, todas las candidaturas en las que concurrió algún candidato socialista, sus votos fueron también la mitad de los obtenidos por la alianza del Partido Radical con la CEDA10.

El regreso de Lerroux al poder, ahora con el apoyo parlamentario de las derechas católica y agraria, confirmaría los vaticinios socialistas sobre la fascistización de España. La legislación y las bases de trabajo no se cumplían, los patronos imponían a su antojo condiciones leoninas, contrataban libremente a sus empleados y discriminaban a los sindicalistas de UGT. Tan «vasta ofensiva» patronal la lideraba Lerroux mismo, que desplazaba a los socialistas de los ayuntamientos y de los puestos de dirección de los Jurados Mixtos, órganos de mediación laboral. Todo formaba parte de un ambicioso plan para «dejar expedita la vía hacia una profunda involución conservadora que destruyera los pilares mismos del parlamentarismo y la democracia»11. Sin embargo, no se nos descubren las claves de tan perversos designios. Ni de paso se nos explica qué es lo que hacía una de las partes implicadas en los conflictos laborales decantando las decisiones de unas instituciones de arbitraje entre empleadores y empleados pues, que sepamos, el interés exclusivo de los socialistas se cifraba en la defensa de los intereses sindicales. Quizás esto no se plantea para que el lector no caiga en la cuenta de que el PSOE instrumentalizaba las instituciones del Estado con el fin de regimentar a los obreros en la UGT, la clave organizativa de su utopía colectivista.

¿Cuáles son las fuentes empleadas para consignar esa vorágine de abusos patronales? Cuando se citan, que no siempre ocurre, sólo aparece de nuevo la prensa socialista y ugetista, sin contraste alguno y sin que los casos concretos, que distan de ser numerosos, permitan establecer hasta qué punto se está ante un fenómeno general12. La significativa «selección» de las fuentes indica el propósito de confirmar un prejuicio, que no de descubrir la verdad. ¿Se imagina el lector qué historia de la República saldría si se tomara como únicas fuentes La Nación El Siglo Futuro, diarios del monarquismo autoritario? No otra cosa ocurre cuando se cita la suspensión de ayuntamientos con mayoría socialista. De hecho, ni se suspenden todos ni tampoco la mayoría antes de Octubre. Tampoco se pueden sopesar los motivos si los clamores del PSOE no se contrastan, al menos, con las razones del ministro de la Gobernación, que culpaba a los socialistas de usar los gobiernos locales para perseguir a los adversarios políticos y, más aún, para preparar la insurrección en ciernes13. Sin estas omisiones probablemente caería por la base la teoría de que la conspiración patrono-lerrouxista para acabar con el parlamento y la democracia, junto a la desesperación de unos jornaleros hambreados, no dejó a la sección agraria de la UGT otra alternativa que plantear una «acción enérgica»: la huelga campesina de junio de 1934. No fue un simple paro laboral, sino un violento boicot a la recogida de la cosecha, que fracasó sobre todo por falta de seguimiento, pese a que los piquetes se emplearon a fondo para imponerla. Al margen de la destrucción de frutos y maquinaria, y de una cifra indeterminada de heridos y contusos, ese boicot dejó dieciséis víctimas mortales: cinco huelguistas, dos agentes del orden y nueve civiles opuestos a la huelga.

Sin embargo, lo que más se destaca del episodio es el supuesto ahondamiento en las políticas represivas habilitadas por el Partido Radical para maniatar la movilización obrera: la clausura «masiva» de las sedes del PSOE y la UGT, la destitución de la «práctica totalidad» de los alcaldes y concejales de izquierdas, el encarcelamiento de miles de sus militantes, la persecución de sus dirigentes y el enmudecimiento de su prensa. Sopesando tanta represalia como desplegó Ricardo Samper, presidente lerrouxista del Gobierno en ese momento, sobre las organizaciones de clase en el estío de 1934, un lector atento se preguntará cómo los socialistas y sus aliados tuvieron aún la capacidad de desencadenar una insurrección de tanto fuste como la de Octubre.

Otro de los hitos de la efeméride es el «descubrimiento» de que, por entonces, los radicales ya estaban allanándole a la CEDA su futura apropiación de la República paralizando la extinción de la enseñanza religiosa y volviendo a financiar el «culto y clero» con los presupuestos del Estado14. La realidad es que no se estaba produciendo ni una cosa ni la otra. De hecho, la sustitución de las escuelas católicas se aceleró con el ministro liberal-demócrata Filiberto Villalobos, que por eso suscitó la hostilidad de la CEDA. Y lo que se cargó al presupuesto no fue el culto religioso, sino los haberes pasivos del bajo clero, que se otorgaban exclusivamente a los sacerdotes con consignaciones modestas y sólo a los que ejercían su ministerio antes de la vigencia de la Constitución, cuando habían estado asimilados a los funcionarios del Estado. Tampoco es exacto circunscribir la amnistía de 1934 sólo al general Sanjurjo y a los que, con él, se habían sublevado dos años antes. Con ella se cancelaban las responsabilidades políticas en las que habían incurrido los gobernantes y altos funcionarios de la Monarquía, excluidos de la amnistía del 15 de abril de 1931 con la que el Gobierno Provisional de la República había beneficiado, sin embargo, a todos los que se habían alzado en armas contra el régimen anterior. Pero es que, numéricamente, la amnistía de 1934 favoreció sobre todo a los sindicalistas pertenecientes a distintas organizaciones de izquierdas, que se habían visto involucrados en insurrecciones y otros estallidos de violencia.

Núremberg en El Escorial

Claro es que, si se considera a los radicales de Lerroux como la punta de lanza de la «fascistización», se acaban los adjetivos para definir la pretendida amenaza que suponía la entrada de los católicos de la CEDA en el Gobierno. Pese a que habían ganado las elecciones y tenían más escaños que ninguna otra agrupación, la CEDA no podía gobernar por su carácter «antiliberal» y «contrarrevolucionario», que las obras comentadas asimilan constantemente no se sabe si al fascismo o al nazismo pero, en todo caso, como si todo fuera uno y lo mismo. ¿En qué se materializaba esa deriva nazi-fascista de la derecha católica? Pues a falta de evidencias ideológicas o de práctica política, se acude a pretextos supuestamente estéticos y de ritual. La CEDA habría adoptado como símbolo una cruz plisada con una combinación de colores similar a la esvástica; sus juventudes, las JAP, usaban uniformes, himnos y saludos, y promovían concentraciones «criptofascistas» que, como las de El Escorial y Covadonga, poco menos que emularían las de Núremberg.

Bastaría una búsqueda de imágenes sobre esas concentraciones para contemplar las diferencias estéticas con las de los nazis y los fascistas. Pero, en todo caso, lo que más sorprende es que esos criterios simbólicos no se apliquen a los socialistas o a la Esquerra Republicana de Cataluña, cuyas juventudes no sólo reunían todos esos requisitos, sino que, además, estaban en acelerado proceso de paramilitarización. Esta manera de fabular explica por qué basta el fragmento de un discurso de Gil-Robles en la campaña electoral de 1933, con olvido de sus abundantes declaraciones legalistas y antitotalitarias, para convertirlo en un remedo del «austrofascista» Engelbert Dollfuss. Y eso al mismo tiempo que se despachan como mera «radicalización discursiva» o «retórica» las mucho más frecuentes aseveraciones antidemocráticas de los dirigentes socialistas, sobre todo en los meses previos a octubre de 1934.

Del mismo modo, la revisión constitucional que prometía Gil-Robles suponía cambiar una Constitución que no sería de partido sino «progresista»15, para implantar un régimen católico, centralista, corporativo, autoritario y, en última instancia, incluso monárquico, como el líder de la CEDA habría acordado con Alfonso XIII16 sin que, por desgracia, se mencionen los términos de ese supuesto plan restaurativo. Tan contundente denuncia del «accidentalismo» cedista muda, sin embargo, en una conmovedora justificación del «accidentalismo» socialista, plena de riquísimos matices e ímprobas contorsiones para contextualizar discursos y acciones poco o nada compatibles con la democracia.

Así, la plasmación legal del programa, no sabemos si mínimo o máximo, del PSOE se dirigía a convertir España en una «democracia real». Esta sólo podría materializarse replanteando «las bases económicas y sociales del capitalismo liberal» con la activa influencia de la izquierda de clase, ya que no sería el «viejo Estado liberal» sino una organización obrera «disciplinada y poderosa» la que aseguraría la mejora de las condiciones laborales y de vida. Sin esa evolución, la «República burguesa» conduciría inexorablemente hacia un régimen de derechas, autoritario y represivo17. Por tanto, los historiadores que atribuyen a los socialistas propósitos antidemocráticos harían un ejercicio de presentismo, porque en los años treinta no se entendía la democracia de la misma forma que hoy y, por tanto, no podía exigírseles un compromiso con unos principios y valores inexistentes entonces. Así, la izquierda de clase no podría concebir la República como una democracia pluralista, liberal y representativa porque la primera y la última cualidad no habían aparecido, y conceptos como pluralismo político, consenso o alternancia «no existían entonces como virtudes de la democracia»18.

La historia política, del pensamiento y de la vida política, no parece, como se ha apuntado, que sea la especialidad de estos autores. No ya porque el carácter liberal de una democracia implica necesariamente la consagración legal y práctica de los principios pluralista y representativo, sino porque negar el carácter pluralista y representativo de las democracias europeas y americanas de los años treinta entra de lleno en el terraplanismo. Defender que el consenso ―las transacciones― o la alternancia no eran «virtudes» de la democracia hace un siglo deja en el terreno de los fenómenos enigmáticos la estabilidad legal-institucional de las democracias liberales, en especial las que por entonces se tenían por «modélicas» como Reino Unido o Bélgica, donde se aceptaba la legitimidad del adversario para gobernar si así lo quería el electorado. Todas estas contorsiones buscan abonar la teoría de que las izquierdas tendrían, en 1933-1934, razones más que fundadas para desconfiar del posibilismo de la CEDA, mientras que, por ejemplo, Sanjurjo en 1932 o Franco en 1936 no sólo no tendrían ningún motivo para desconfiar del accidentalismo del PSOE, sino que el segundo de los generales acabó cortocircuitando la evolución hacia una «democracia real» superadora del liberalismo, de la que quizás el sistema implantado en la zona republicana durante la guerra civil fuera un prometedor adelanto.

De modo que «la impregnación fascista de las subculturas políticas de las derechas iliberales españolas»19, vamos, de la CEDA, sería el punto culminante de la radicalización socialista, al potenciar decisivamente todos aquellos sectores que dentro del PSOE y la UGT postulaban el «antes Viena que Berlín», esto es, una respuesta armada de carácter preventivo que cortara la inexorable deriva fascista de España o, al menos como en Austria, la resistiera. Si la juventud socialista se erigió en la punta de lanza de esa radicalización no era porque fuese un actor proactivo de la violencia política durante la primavera y el verano de 1934, como estaba sobradamente constatado. Ahora sus militantes aparecen sólo «chocando» o incluso como sujeto paciente de la violencia falangista y hasta de la JAP. Tanto sufrimiento sería lo que convenciera a los directivos de la juventud socialista de la necesidad de erradicar el fascismo callejero y, por tanto, de armar e instruir a sus afiliados. El relato sería un poco más creíble si se demostrara, por ejemplo, cuándo y cómo organizó la juventud de la CEDA escuadras armadas que se implicaran en las reyertas callejeras, como sí lo hicieron los socialistas y los comunistas. Hasta ahora lo que se conocía eran  las tentativas violentas de estos últimos de boicotear los actos públicos de los católicos. Menos sentido tiene aún presentar a los gobiernos anteriores a Octubre en connivencia con el fascismo, cuando el ministro de la Gobernación, el lerrouxista Rafael Salazar Alonso, se había distinguido muy especialmente por perseguir y desarmar a las escuadras de Falange, y por clausurar sus centros.   

Es uno de los tantos errores que se cometen al tratar de asimilar España, sin esfuerzo comparativo alguno, con Alemania o Austria. Por eso es pura fábula que Lerroux y Gil-Robles pretendieran, en octubre de 1934, emular a Von Papen y Hitler con el fin de eludir, convencer o anular al presidente de la República y dar un «autogolpe» que acabara con la democracia. Tales equiparaciones llevan a incoherencias como la de anunciar la venida inminente de Dollfuss en la persona de Gil-Robles ―caracterizado también de coronel La Rocque, jefe de la Croix-de-Feu francesa―, y denunciar que, al mismo tiempo, Dollfuss ya estaba en el Gobierno, encarnado en Salazar Alonso. Alejandro Lerroux sería, a la vez, Von Papen y Panagis Tsaldaris, el político griego que supuestamente facilitó la restauración de la monarquía y la dictadura de Metaxás entre 1935 y 1936.

El limitarse a la exégesis de la prensa socialista no sólo exime de justificar paralelismos tan paradójicos, sino también los desajustes cronológicos que generan. Conviene recordar, por ejemplo, que los dirigentes socialistas españoles ya habían manifestado su terminante intención de sublevarse antes incluso de la segunda vuelta de las elecciones de 1933, si se entregaba el poder a los vencedores. De hecho, formaron su comité revolucionario, que debía preparar el levantamiento armado, semanas antes de los sucesos de febrero en Austria y Francia, y varios meses a la célebre noche de los «cuchillos largos» de Alemania, que se trae también a cuento pese a que su relación con el contexto político español no es mucho más estrecha que la del tocino con la velocidad.

No otra cosa puede decirse del pretendido vínculo entre la fantasmagórica amenaza fascista y la actitud de la Esquerra Catalana y el Partido Nacionalista Vasco. Que se sepa, los nazis no solían resolver los conflictos políticos entre los Gobiernos nacional y autonómico con recursos de inconstitucionalidad, como el que prosperó contra la célebre Ley de Contratos de Cultivo, la reforma agraria que patrocinaba la Generalidad. Tampoco parece muy hitleriano comprometerse a mantener la integridad del concierto económico y a convocar elecciones provinciales y municipales, que es como Samper quiso contentar a un PNV ansioso de desatascar su desafortunado proceso autonómico.

El relato que se nos propone presenta a la derecha ansiosa de socavar la autonomía catalana, «consustancial con la República», y de implantar un férreo centralismo. Del mismo modo que Von Papen había acabado en 1932 con las instituciones de autogobierno de Prusia, ahora Lerroux y Gil-Robles buscaban destruir la Generalidad catalana. Y es que la Cataluña «autónoma, republicana e izquierdista se convirtió en el caballo de batalla predilecto de las derechas antirrepublicanas para acabar con la democracia republicana», porque «el anticatalanismo era un elemento distintivo de la derecha antirrepublicana», lo mismo que «la exaltación de la antidemocracia». De ahí que no deba interpretarse el 6 de octubre catalán como una falta de acatamiento de Companys y de las autoridades de la Generalidad a los valores e instituciones de la democracia, sino como la expresión catalana de un movimiento europeo más amplio, que aspiraba a «reformular los fundamentos del Estado democrático ante la amenaza de la consolidación de los fascismos»20. Companys, en persona, no habría podido autojustificarse mejor.

El inventario de pretextos culmina con la teoría de que los sublevados, en realidad, no pretendían sublevarse. Los dirigentes socialistas sólo habrían ordenado de una huelga general indefinida, esto es, un paro laboral sin acción armada, pues el PSOE y la UGT carecían de los «recursos materiales y organizativos» y de la «cultura insurreccional necesaria para tomar el poder mediante la violencia», formados como estaban por militantes socialdemócratas acostumbrados a una práctica cotidiana de negociación y reformas21. En realidad, lo que habrían querido los dirigentes de izquierdas era plantear un órdago, intimidar al poder público y singularmente al presidente de la República para que no autorizara la entrada de la CEDA en el Gobierno; un amago, en definitiva, sin intención real de llevarse hasta el final, esto es, al asalto del poder. Lo único que cabría atribuirles es un chantaje, pero no un golpe de Estado.

Mitin del Partido Comunista Español (Guipúzcoa), 1935.

Aparte de lo extravagante de calificar de esa forma una acción armada como la de Octubre, y de ignorar de nuevo la iniciativa socialista en los levantamientos de 1917 y 1930, tan peregrina teoría llevaría a establecer que las insurrecciones sólo lo son de verdad cuando los insurrectos están dotados de armamento completo y de hombres entrenados, y además han asimilado la costumbre de insurreccionarse. En todo caso, para evaluar la magnitud del «chantaje» conviene recordar el inventario del armamento incautado a los rebeldes por la fuerza pública: a 3 de enero de 1935, sumaba 89.534 fusiles, 33.211 pistolas, 149 fusiles ametralladores, 98 pistolas ametralladoras, 41 cañones, 61 toneladas de dinamita y otras 35 de bombas. Aparte, los sublevados arrojaron al mar otras 26 toneladas de armamento en Barcelona, y en Asturias y las provincias colindantes continuaron encontrándose depósitos de armas todo el año 1935. Y si bien la mayoría de los fusiles ametralladores y todos los cañones fueron incautados en Asturias, esta región sólo aportó, hasta enero de 1935, 16.477 fusiles y 1.321 pistolas. De modo que 73.057 fusiles, 31.890 pistolas y 96 pistolas ametralladoras fueron decomisadas en las demás provincias de España22.

Y es claro que, como la «comuna asturiana» tampoco cuadra con la teoría del chantaje, estos autores la resaltan como un caso excepcional, al margen de lo planeado por los dirigentes socialistas. La violenta insurrección allí se explicaría en el grave deterioro de las condiciones laborales y de vida de los mineros y de otros obreros empleados en ramas conexas, combinada con la alarma que suscitaba la «crecida fascista». La respuesta fue una acción armada de mayores vuelos, que no sería secundada en el resto de España, y su fracaso determinaría el retorno del PSOE y a la UGT a su tradición reformista. Flanqueados además por sus socios comunistas, que también habrían renunciado a la revolución inmediata para, con la política de los Frentes Populares, priorizar una amplia alianza «antifascista» en defensa de los «derechos democráticos»23. Moderación, por lo demás, meritoria en medio de la cruenta represión que sus militantes estarían padeciendo, y que buscaba atenuar su sufrimiento organizando una coalición electoral dirigida a conquistar la amnistía para los presos, y a exigir justicia contra las detenciones arbitrarias, las torturas y las ejecuciones promovidas por los legionarios, los guardias civiles y los magistrados. Una represión que se inspiraría, valga como colofón surrealista, en coordenadas ideológicas semejantes a las del presidente argentino Javier Milei y a quienes, como Murray N. Rothbard ―discípulo de Mises y representante del «liberalismo» de la escuela austriaca de economía― postularían «el mercado libre de bebés»24.

No vale la pena seguir. El nonagésimo aniversario de Octubre ha servido para explicitar el callejón sin salida ideológico que el impacto del relato mal llamado «memorialista» ha sumido a una parte de la historiografía sobre la República, la Guerra Civil y el Franquismo. Sólo su manifiesta falta de imparcialidad, que Leszek Kolakowski definió como la incapacidad de analizar los hechos con un mismo criterio o unidad de medida, evita que toda esta panoplia de argumentos les sirva para explicar el 10 de agosto de 1932 o el 18 de julio de 1936. Y es que los generales sublevados no innovaron cuando acabaron definiendo su acción como un alzamiento preventivo contra la deriva revolucionaria de España.

Veinticinco años después del comienzo de la polémica sobre si Octubre inició o no la guerra civil, libros como los comentados demuestran que el griterío en torno al fenómeno Moa era, en determinados medios, menos historiográfico que ideológico, y que existe una serie de autores que siguen tomándose bastante en serio el célebre aserto de Edward H. Carr de que el hecho histórico es meramente un producto fabricado por el historiador. Sólo queda agradecerles que, con sus relatos sobre Octubre, corroboren públicamente el despeñadero al que conduce ese subjetivismo radical, y desear con fervor que la efeméride del centenario, en 2034, nos traiga obras de factura diferente y, sin duda, más fundadas y sugestivas.

Roberto Villa García es profesor de la Universidad Rey Juan Carlos.

1. Gerald Brenan, El laberinto español. Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil, Madrid, Globus, 1994, p. 305. Gabriel Jackson, The Spanish Republic and the Civil War, 1931-1939, Princeton University Press, 1965, p. 167. 

2. En Servicio de la República. La revolución de octubre en España. La rebelión del Gobierno de la Generalidad. Octubre de 1934, Madrid, Bolaños y Aguilar, 1935. 

3. He cuantificado esa violencia política en Roberto Villa García, 1917. El Estado catalán y el Soviet español, Madrid, Espasa, 2021, p. 414; y «La CNT contra la República. La insurrección revolucionaria de diciembre de 1933», en Historia y Política n.º 25, 2011, p. 203. 

4. Indalecio Prieto, Discursos en América, México, Federación de Juventudes Socialistas, 1944, p. 102. 

5. Con honrosas excepciones como la de Andrés de Blas: «La guerra civil no empezó dos años antes», en El País, 4-II-2025. 

6. Todas estas conclusiones son, en resumidas cuentas, las de Francisco Erice Sebares, «Historiografía, Interpretaciones, Mito y Memoria de Octubre de 1934», en Jesús Jiménez Zaera (ed.): Octubre 1934, Madrid, Desperta Ferro, 2024, pp. 499-535. 

7. Manuel Tuñón de Lara, La II República, Vol. 2, Madrid, Siglo XXI, p. 95. 

8. A esta pintoresca conclusión llega Francisco Sánchez Pérez: «Proa a Octubre: los socialistas y la insurrección», en Jiménez Zaera, op. cit., p. 52. 

9. Vid. Sánchez Pérez, op. cit., p. 50; y Javier Rodríguez Muñoz, «Asturias: La explosión revolucionaria», en Jiménez Zaera, op. cit., p. 319. 

10. Roberto Villa García, La República en las urnas. El despertar de la democracia en España, Madrid, Marcial Pons, 2011, pp. 348-349. 

11. Francisco Cobo Romero, «La huelga general campesina de junio de 1934», en Jiménez Zaera, op. cit., p. 148. 

12. Vid. Leandro Álvarez Rey, «El dilema de los primeros Gobiernos radicales», en Jiménez Zaera, op. cit., pp. 18-19, y Cobo Romero, op. cit., pp. 179-181. 

13. Rafael Salazar Alonso, Bajo el signo de la revolución, León, Akron, 2007, pp. 169-181. 

14. Álvarez Rey, op. cit., p. 18. 

15. Sánchez Pérez, op. cit., pp. 51-52. 

16. Álvarez Rey, op. cit., 22. 

17. Sánchez Pérez, op. cit., pp. 42-44. 

18. Eduardo González Calleja, 1934. Involución y Revolución en la Segunda República, Madrid, Akal, 2024, p. 421. 

19. González Calleja, op. cit., p. 418. 

20. Manel López Esteve, «El octubre catalán. Revolución catalanista e insurrección social», en Jiménez Zaera, op. cit., pp. 240 y 264-265. 

21. Sánchez Pérez, op. cit., pp. 75-76. Sandra Souto Kustrín, «Las diferentes movilizaciones de octubre. El caso madrileño», en Jiménez Zaera, op. cit., p. 220. 

22. En Servicio de la República. La revolución de octubre en España. La rebelión del Gobierno de la Generalidad. Octubre de 1934, Madrid, Bolaños y Aguilar, 1935, p. 39. 

23. Souto Kustrín, op. cit., p. 221. 

24. Pablo Gil Vico, «Una violencia (en) plural», en Jiménez Zaera, op. cit., p. 404. 

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