Cada ser humano es depositario de miedos, ilusiones, certezas, dudas, defectos, virtudes y simpatías. Las sociedades son la suma de esos individuos complejos en extremo. Y la humanidad es la suma de esas sociedades complejas. ¿Cómo, entonces, acercarse a la felicidad satisfaciendo a todos? O, mejor, ¿cómo paliar la desdicha que padece el ser humano desde siempre? Para ello, además de las religiones, se hicieron las ideologías políticas, que son sistemas que ayudan a la búsqueda de la plenitud.
A lo largo de la historia, el ser humano buscó mecanismos de organización que le permitieran encontrar la felicidad, ideal inalcanzable por naturaleza (nunca fuimos más felices). Los comunistas creyeron encontrarla en la dictadura del proletariado, los fascistas en la homogeneización de la raza nacional, las feministas a través de la rebelión colectiva contra el patriarcado… Es difícil imaginarse, sin embargo, que cualquiera de esas doctrinas, si se llegara a consumar, contente a todos e instaure un mundo de paz y desarrollo, pues la naturaleza de este mundo parece ser la tensión constante (tensión que, de alguna manera, es equilibro). Incluso el liberalismo, si fuera llevado a sus extremos, terminaría siendo un dogma e instaurando un mundo aburrido, que no satisfaría ni a los mismos liberales.
El problema está en que toda filosofía humana es falible, incompleta; toda doctrina humana tiene huecos insalvables. Los revolucionarios franceses, por ejemplo, pretendían libertad e igualdad, sin notar que ambos conceptos son contradictorios entre sí, pues a mayor libertad menor es la igualdad, y a mayor igualdad la libertad es menor. La humanidad, con todo lo avanzada en cuanto a tecnología y ciencia, sigue siendo niña en muchos aspectos y estando en el mismo laberinto de siempre. No halla la felicidad. Y el hecho de que haya una ley constante, la de la desdicha y la contradicción permanentes, es una prueba más de que no todo lo que existe en el universo es lo material.
Si el amor se hubiera aplicado en el mundo como su mayor exponente pidió a los seres humanos que se aplicara, los capitalistas no hubieran explotado a sus trabajadores, los hombres no hubieran subyugado a las mujeres, los blancos no hubiesen institucionalizado la esclavitud, jamás se hubiera robado dinero y nunca hubiera habido autoritarios con ambiciones prometeicas. Entonces todas las ideologías políticas quedan pequeñas ante lo que podría hacer la ideología del amor. Amar al otro (esposa, trabajador, indígena, homosexual, etcétera) hubiera significado el establecimiento de una comunidad en la cual todo pensamiento político para la felicidad hubiera sobrado. Ese amor, el verdadero, el eterno, el que enseña Pablo, sería suficiente para vivir como quisiéramos, sin necesitar ideologías.
Sin embargo, si el hombre hubiese aplicado siempre la ideología del amor, el mal no habría cabido en el mundo, y el papel de Cristo no hubiese tenido razón de ser. En cierta forma, la entrada del mal era inminente por una razón que seguramente excede nuestra capacidad de comprensión.
El universo tiene más de 13.000 millones de años, y entonces los dos mil de la era cristiana son nada en el inmenso arco cronológico de la historia. Pero, en contra de los futuristas, no creo que haya muchos motivos para creer que el fin de los tiempos esté cerca o que los robots y algoritmos vayan a ser algún día más que el ser humano, culminación evolutiva de un remoto chimpancé. Como cantó Alighieri, lo que le da sentido al universo, o por lo menos a nuestro mundo, es el amor. Aunque el futuro es un enigma, tengo fe en que lo que nos diferenciará siempre de las máquinas será este sentimiento. Y es así como se comprende nuestra vida y la venida y muerte de aquel hombre misterioso que, al mismo tiempo, es tan sencillo como un pedazo de pan.
¿Que una religión actúa como un sedante porque en el cerebro del creyente se libera una sopa química de sustancias que provocan paz, euforia o alegría? Claro que sí, pero eso no es novedad ni desbarata la posibilidad de la existencia de una entidad superior que todo lo causa: sopas químicas, fenómenos mecánicos como el desplazamiento de asteroides o cosas tan simples como el cariño de un ser humano a su hijo o a su perro. Escribo todo esto porque hoy es Viernes Santo y es un buen día para recordar que si amamos no necesitaremos banderas ni de derecha ni de izquierda, sino solo el sentido de oportunidad basado en el servicio al otro. Me gusta esa frase que dice que quien no vive para servir, no sirve para vivir (Teresa de Calcuta). Y no la digo desde un púlpito o una cátedra, sino más bien desde el llano de la miseria, un lugar que, por gracia de Cristo, siempre puede ser purificado.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario