Me he resistido a escribir sobre la salvaje invasión de Rusia a Ucrania porque abundan los analistas y expertos de toda suerte, muchos que no conocen siquiera los países en guerra. No quiero contribuir a esa hemorragia verbal, ya que abunda información, sino reflexionar sobre los desequilibrios mundiales en la distribución de granos, principalmente el trigo.
Toda guerra de por sí es algo perverso porque conlleva muertos y heridos, millones de desplazados, violaciones de los derechos humanos, incluyendo la salud, la educación, la identidad y otros aspectos de la vida cotidiana. Pero esta guerra, en particular, tiene un componente que influye en la alimentación no solo de aquellos directamente afectados por las bombas y abusos, sino de una buena parte de la población
mundial.
Desde mis décadas de trabajo en Naciones Unidas me he interesado en el tema de la alimentación, al punto que desde 2014 soy parte de un equipo de investigación de doctorado sobre cultura alimentaria, con la UNAM de México.
Hace más de tres décadas, a principios de 1988, una de mis consultorías me llevó a Etiopía, cinco años antes de la independencia de Eritrea. Sacudía la buena conciencia del mundo la situación de hambruna de Etiopía y Somalia, con imágenes de niños famélicos y moribundos. El famoso rockero irlandés Bob Geldof había organizado Live Aid, dos gigantescos conciertos de rock para recaudar fondos para Etiopía, uno en Inglaterra y otro en Estados Unidos: participaron 56 bandas y solistas entre los más importantes del mundo.
Durante mi corta misión de evaluación volé al norte de Etiopía y otros lugares que me impactaron: si bien el norte y el este eran áridos, el sur era un vergel en el que florecían sembradíos. El dictador Mengistu Haile Mariam desplazaba por la fuerza comunidades enteras hacia el fértil sur, sin éxito, porque regresaban caminando a su entorno original. Allí encontré una cruel paradoja: mientras poblaciones en el norte sufrían la hambruna que impresionaba al mundo, Etiopía exportaba trigo a Europa.
Aquella vez se hicieron trizas las certezas que yo tenía de Etiopía, y ahora la “guerra del trigo” me abre de nuevo los ojos sobre una realidad que desconocía: el tercer mundo depende del trigo de Rusia y de Ucrania.
Parece un contrasentido y un absurdo que países sometidos a largos inviernos sean los proveedores de granos del hemisferio sur, pero así es, según demuestran estudios y estadísticas, y también la realidad de la hambruna que se avecina en la mismísima Europa. En mayo el gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, predijo “apocalípticos aumentos de precios de los alimentos a nivel mundial”, que van a generar “una hambruna global”.
Las estadísticas nos dicen que países como Benín y Somalia dependen en un 100% del trigo de Ucrania y Rusia, y Laos, Egipto, Sudan, Congo, Senegal y Tanzania, en más del 64%. Las exportaciones de granos (principalmente trigo, maíz y cebada), de los dos países en guerra representan hasta el 28% de la seguridad alimentaria mundial. África, en particular, importa todo su trigo de cinco países europeos, además de Canadá y Estados Unidos.
Aunque se trate de cifras y datos duros, las estadísticas me producen indignación. ¿Cómo es posible que en el sur global seamos incapaces de alimentarnos? Se supone que el sur alimenta al norte, pero en la realidad nos hemos convertido en proveedores de materias primas, destruyendo bosques, envenenando ríos, avasallando áreas protegidas y comunidades indígenas, mientras somos incapaces de alimentarnos.
Mi padre decía que aún en la agricultura, tenemos una “mentalidad minera”, es decir, extractivista y de corto plazo, sin pensar en los daños al planeta y en lo que pagarán las generaciones futuras. En lugar de alentar la agricultura familiar (importamos hasta la papa que comemos), las políticas de Estado apuestan por grandes plantaciones de soya para biodiesel o pastizales para ganadería vacuna, todo lo que contribuye a hacernos más dependientes de otras economías.
Tenemos más extensión de tierra cultivable que los países europeos, y más diversidad de pisos ecológicos, pero las políticas de Estado, nuestra baja productividad laboral y nuestra organización como sociedad nos hace
vulnerables.
Tres tristes tigres trillaron trigo en un triste trigal.