Rafael Narbona
Cuando Dostoievski volcaba sus ideas en artículos, crónicas, críticas o apuntes su genio declinaba, revelándose un pensador con escasos recursos para articular un pensamiento sólido y bien justificado. Sus ideas no eran mediocres o irrelevantes. Simplemente, no adquirían fuerza y capacidad de persuasión hasta que se insertaban en novelas de largo aliento, como Crimen y castigo, Los hermanos Karamázov o El idiota. A veces, Dostoievski alargaba las tramas de forma caótica, pues no planificaba sus creaciones literarias, pero siempre mostraba un enorme talento para crear personajes y situaciones de gran hondura. Raskólnikov, el príncipe Myshkin, Iván Karamázov y Nikolái Stavroguin brotan de su imaginación, pero su humanidad es tan intensa que de alguna manera ya caminan junto a los vivos, reflejando aspectos esenciales de la condición humana. Raskólnikov, Iván Karamázov y Stavroguin llegan a la misma conclusión: «Si Dios no existe, todo está permitido». Si no hay valores objetivos, el ser humano puede decidir qué está bien y qué está mal en función de las circunstancias. Su soberanía no conoce límites y no hay ninguna razón para inhibir o reprimir sus pasiones. Stavroguin opina que «no hay bien ni mal… y que es solo un prejuicio». Por eso ahoga sus reparos, herencia de su educación cristiana, para violar a una niña de once años, experimentando un placer perverso durante su odioso acto. A pesar de su desorden interior y su nihilismo existencial y moral, Stavroguin acabará suicidándose, tal vez porque la piedad, la misericordia y la caridad no son construcciones culturales, sino impulsos básicos de la condición humana. Solo el superhombre de Nietzsche, una fantasía con un enorme potencial destructivo, logra abolir esa ley moral natural y universal que habita en nuestro interior.
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Se ha dicho que Dostoievski era un nacionalista que soñaba con la hegemonía mundial de Rusia. No es cierto. Nunca pensó en un liderazgo político, sino espiritual. El alma rusa puede ser un faro para toda la humanidad, pues no le ha dado la espalda a la tradición cristiana. ¿En qué consiste esa tradición? En lo que aprecia el príncipe Myshkin en una joven madre que contempla con ternura a su hijo de seis semanas. En ese afecto está la esencia del cristianismo. El cristianismo de Dostoievski está muy lejos del dogmatismo frío y meramente conceptual de la tradición latina. Surge de la sensibilidad oriental, donde lo emocional predomina sobre lo intelectual. La Europa nihilista y desencantada que empezó a gestarse a mediados del XIX representa la negación de las esperanzas de Dostoievski, que soñó con un continente reconciliado con las ideas cristianas.
La Ilustración surgió como una rebelión contra los prejuicios religiosos. En el pasado, las distintas iglesias cristianas habían instigado guerras y masacres, hundiendo al ser humano en la ignorancia y el miedo. Los ilustrados no atacaban a la religión cristiana, que en su mayor parte profesaban, sino al poder clerical, pero lo cierto es que sus herederos extendieron sus críticas al Evangelio. No se tardó en afirmar que los valores cristianos solo eran una invención humana y, por tanto, carecían de validez universal. Desde este punto de vista, la prudencia, la compasión y la justicia son principios relativos, normas que pueden ser impugnadas por otras más beneficiosas para la vida, como la ambición, el orgullo y la crueldad. La impugnación del legado cristiano prepara la rampa de Auschwitz, pues la razón nos indica que la violencia y el terror son mucho más útiles que la libertad y la paz. Hitler comprendió muy bien que la liquidación del cristianismo conducía a un nuevo escenario, donde la fuerza era el argumento definitivo: «Toda la naturaleza es una formidable pugna entre la fuerza y la debilidad, una eterna victoria del fuerte sobre el débil». Esa tensión también acontece en la historia, dejándonos una enseñanza terrible: «Con humanidad y democracia nunca se liberó a los pueblos».
Algunos pensadores han invocado el egoísmo inteligente para superar la tentación de la barbarie. El egoísta inteligente no experimenta amor hacia sus semejantes, pero aboga por una convivencia justa para salvaguardar sus propios intereses. En una sociedad pacífica y equitativa no hay riesgo de ser avasallado y desvalijado. En realidad, ese egoísmo utilitarista solo es un disfraz de los valores cristianos, justificados mediante argumentos pragmáticos. Lo cierto es que ser ferozmente egoísta puede ser muy provechoso, si se dispone de la fuerza necesaria para garantizar privilegios injustos. Es lo que sucede con los países poderosos que esclavizan a los más débiles. Esos abusos solo pueden evitarse con leyes internacionales basadas en valores universales, como el respeto hacia la persona, la búsqueda de la paz y la solidaridad con los más infortunados. Valores de una inequívoca impronta humanista y cristiana. Solo desde una ridícula obstinación se puede negar que el cristianismo ha inspirado textos como la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo primer artículo proclama: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
El marxismo hizo todo lo posible para enterrar la perspectiva cristiana, explicando la historia como lucha de clases. El materialismo histórico profetizó que la hegemonía de la clase trabajadora solo era una cuestión de tiempo, pues era el grupo más fuerte y numeroso. El marxismo se burlaba de las ideologías que invocaban la paz y el imperio de la ley, afirmando que solo se trataba de un ardid ideológico para legitimar el orden político y social existente. Para Marx y Engels, la violencia, lejos de ser inmoral, constituye el recurso legítimo de la clase obrera, esa mayoría natural a la que le corresponde construir el socialismo, aplastando a sus opresores. El fascismo y el nacionalsocialismo se apropiaron de ese razonamiento. Así como el proletariado aspiraba a ejercer una dictadura sobre la burguesía, las naciones superiores poseían el derecho natural de imponerse sobre las débiles.
La negación de valores que se sitúan más allá de la razón, como el amor al hombre y el compromiso con la paz, convierte el escenario internacional en una confrontación permanente entre las distintas naciones. Cada país tiene un destino histórico y su obligación es realizarlo. Del culto a Dios se pasa a la idolatría de la Sangre y el Suelo o la exaltación de la dictadura del proletariado. Si se niega el carácter objetivo, jerárquico y apriorístico de los valores, el yo se convierte a la vez en el legislador supremo y tribunal inapelable de la moralidad. Frente a la intuición emocional postulada por Max Scheler para aprehender los valores, el nihilista afirma que todos los valores son convencionales y su validez depende de la situación. Lo que no es bueno en determinado contexto puede devenir virtud en otro. En tiempo de paz, matar se consideraba inaceptable. En época de guerra, una virtud. El yo como legislador supremo asocia el bien a sus pasiones. Sus deseos son invariablemente buenos, con independencia de su efecto en la sociedad. El bohemio, que precede al revolucionario como vanguardia del cambio social, se mofa de los tabúes, incluido el incesto. Los amores incestuosos son uno de los lugares comunes del último Romanticismo, cuando se exaltaba la figura del diablo como símbolo de la transgresión liberadora. La transformación del bohemio en revolucionario es uno de los momentos más trágicos de la historia reciente, pues convierte la transgresión en un acto liberador. Foucault lo comprendió muy bien, celebrando todas las conductas que atentaban contra las instituciones burguesas, como la familia, el Estado, el hospital, la escuela o el Código Penal.
El bohemio siempre desemboca en el hastío. Hitler era un bohemio, un artista fracasado que vivió como un vagabundo. Su lema era «todo o nada». Cuando le rondaba el fracaso o la fatalidad, pensaba de inmediato en el suicidio. El bohemio supera la apatía, vinculando sus pasiones a un credo político de tintes religiosos y autorreferenciales. No advierte diferencias entre su destino y el de su causa. Escondido en su búnker de Berlín, Hitler concibe la destrucción de Alemania como la consecuencia inevitable de su derrota. Lejos de horrorizarle, le agrada. La inversión de la moral que anheló Nietzsche se materializa con el nacionalsocialismo, un nihilismo que reduce la vida a mera biología. Si el hombre solo es carne y huesos, debe seguir la ley de la naturaleza, donde prevalece el más fuerte. El humanitarismo cristiano solo es resentimiento y odio a la vida, una moral de esclavos.
La crítica de la Ilustración a los dogmas no se detuvo en la lucha contra la superstición. Acabó menoscabando la idea de verdad. Si no hay valores objetivos y universales, el ser humano no debe reconocer otra autoridad que la búsqueda del placer y la voluntad de poder. Es lo que hace Stavroguin en Los demonios, violando y asesinando a una niña para obtener un placer sádico. Dostoievski soñó con una Europa donde Stavroguin era derrotado por el príncipe Myshkin, ese «alter Christus, ipse Christus» que expresa de forma patética y conmovedora la concepción del cristianismo de su creador. El concepto de piedad ha caído en el descrédito, pues implica humildad y obediencia a una autoridad que –como señala Roger Scruton- «no hemos elegido». En el caso de la tradición occidental, esa autoridad no consensuada corresponde a la herencia cristiana, que implica obligaciones incondicionales –como honrar a los padres, no matar, no robar o amar al prójimo- cuya validez no está sujeta a discusión. El hecho de que estos mandatos también se encuentren en otras tradiciones solo revela la universalidad de algo que nos trasciende y que resuena con insistencia en nuestra conciencia. Me refiero a lo sagrado, invisible como dato empírico, pero muy nítido como hecho ético. Kant se asombraba ante esa ley moral que se manifestaba en su interior como un imperativo, exigiendo tratar al otro como una persona, como un fin en sí mismo, y nunca como un objeto o un medio. No le asombraba menos el cielo estrellado suspendido sobre su cabeza. No se refería tan solo al firmamento, con sus incontables cuerpos celestes o –como sabemos ahora- misteriosa e insondablemente oscuros, sino a ese infinito que solo podemos atisbar como origen y quizás destino último de todo lo real. La ley moral escruta sin descanso nuestra conducta. Nos hace sentir que no estamos solos y que debemos justificar nuestros actos. Nos incita a pedir perdón y rectificar cuando nos equivocamos. Nos pide que seamos prudentes y respetuosos. Nos recuerda que el otro es nuestro semejante y que comparte nuestra fragilidad. En definitiva, nos sitúa en el terreno de lo trascendente, recordándonos el valor de la vida, el don más preciado y no un fruto del azar. No es posible respetar la vida ajena, si percibimos la existencia como un accidente desdichado. En El bandido adolescente, Ramón J. Sender recrea la vida de Billy el Niño, que justifica sus crímenes alegando que se limita a anticipar el destino inevitable de todos los hombres. Si todos vamos a morir y disiparnos como un sueño, matar es un acto irrelevante.
Los que consideran el cristianismo una simple superstición o una patética expresión de miedo a la finitud, no pueden negar que las sociedades libres y plurales han incorporado la mayoría de sus valores y, gracias a ellos, han progresado hacia escenarios de convivencia pacífica. Pienso en valores como la fraternidad, el perdón, la piedad filial, la obligación de decir la verdad, la compasión, la prohibición de matar y robar, el respeto a la ley, la honestidad, la solidaridad, la gratitud o la humildad. Si Europa le da la espalda a esta herencia, los heraldos del nihilismo escribirán su futuro.