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Gaby Vallejo / La esquina de los milagros

Janine decide ir a la esquina de los milagros. La ha visto muchas veces, llena de flores y de velas. Ahora necesita ir.

Algo muy grande, muy profundo la impulsa. Mira la cara casi infantil del santito que está colgado en un cuadro en el tronco.  Recuerda cómo murió.

“No sabes lo que es ser cazado como un animal. No tienes idea del dolor de ser golpeado por todo lado.  Apenas sabes cómo son las caras de quienes te hacen tanto daño”.

Janine lo mira. Quiere decirle a qué vino, sacar su pedido, pero le sucede algo extraño. Siente que es más bien el niño de la foto él le que habla.

“Me golpearon la cabeza, la espalda, los pies. Era un cerco de caras enfurecidas.  Las veía apenas, como en remolino de personas y gritos”.

Janine recuerda a qué había ido a la esquina. Sacude su cabeza. Baja los ojos. Se saca aquellas palabras del santito.  Recupera aquel sentimiento seductor que le llegó a los nueve años en el aula de la escuela. La fascinación por volver la cara y mirar al nuevo estudiante que le estremecía entera. Era un chico lindo. Recién llegado de España. Ella esperaba cada día, el momento de dicha. Era un solo momento, uno solo. Ella lo decidía cuando. O tal vez él. O tal vez los dos.  Lo cierto que cuando volcaba atrás la cabeza, él estaba esperando aquella mirada y ella se la daba, con detenimiento, con deleite. Y quizá también él se estremecía entero.

Janine levanta los ojos hacia el rostro del ángel.

“Hombres y mujeres enfurecidos me rodearon. Yo solo había salido a las calles como muchos chicos de mi edad, a ver, la anunciada pelea. Era realmente una confusión. Decían que llegaron, desde los montes a mostrar que impedirían la protesta de los ciudadanos. Decían que también los pobladores de la ciudad habían decidido defenderla. Decían que los policías intervendrían. Decían que era una guerra, que llegaba gente a montones para cercar la ciudad, cortar el agua, evitar que ingresaran los alimentos. Decían que todos nos quedáramos en las casas. Decían que saliéramos a defender la ciudad, que…que… que…”.

Janine huye de esas palabras que aparecían cuando miraba la santito. Su corazón está agitado. Quiere llorar. No sabe si en verdad que aquel niño le habla o es pura creación de su mente. Pero sí, sabe que esos días  ha estado como loca por su problema. Respira hondo. Cierra sus ojos. Adentro están los recuerdos. En la escuela, apenas se atrevieron pasarse papelitos con palabras de amor. Ve en su mente uno de ellos, en papel cuadriculado: “Janine, eres mi amor”.

Pero ellos crecieron y dejaron caer aquel amorcillo de miradas y palabras escritas en hojitas de escuela. Ella empezó a echar cuerpo. Sus senos crecieron, sus caderas le daban gracia al andar. Iba al cine Center con sus amigas. El, tenía su pandilla, “Los Súper cinco”. Iban en grupo a molestar a las chicas al Prado, a la Recoleta. Hacían pesas en un gimnasio para endurecer los músculos, se vestían con camisetas negras ajustadas y paseaban su alegría y virilidad de adolescentes por el colegio y por las calles. Entre Janine y él, no se habían trasmitido más las corrientes de energía entre sus ojos, ni se habían intercambiado los mensajes en papelitos de cuaderno de escuela.

“Conocí de una manera cruel el poder de la gente enfurecida. Estaba botado en el suelo, con mis brazos abandonados al dolor y todavía me pateaban, me insultaban. No sabes lo que es descubrir que estas indefenso, solo, viviendo tu cuerpo herido”

Janine se estremece. Ha ido a pedir un milagro al niño mártir, al santito de los amores, al ángel de la esquina y le parece que más bien él le habla, que le cerca con lo que sintió el día de su muerte. Janine llora. Baja la cabeza y se pregunta, si llora de sí misma o por el dolor de aquel joven, casi niño, que parece que le habla cada que lo mira.

“No sé por qué las personas se enfurecen hasta formar una turba. ¿Qué hace que se vuelvan asesinos, que golpeen a un chico como yo?  ¿Por qué me escogieron? Fueron muchos. Diez, doce, quince, gritando. Yo solo. No les había hecho nada. No supe por qué me golpeaban”

Entonces, Janine mira la foto enmarcada que está colgada en el tronco.

  • Jesualdo – dice y se persigna — Cuántas flores tiene tu esquina – dice — Yo no traje nada. Ni velas, ni tarjetas, ni mensajes escritos, como los otros chicos. Traje mi corazón y mis penas.

Jesualdo tenía un hermoso rostro. En la foto estaba sonriendo.

“La sangre chorreaba de mi boca. Pensé en mi madre que me advirtió que no saliera a la calle en un día anunciado como día de guerra. Supe que era tarde. No valían más las palabras de mi madre. No valían. Quizá mis ojos estaban hinchados o mis lágrimas me impedían ver.  No veía ya nada, no veía… ya nada”

Janine se toma la frente. Un río de dolor le cruza el cuerpo. Hace un esfuerzo de no oír más la voz misteriosa. Piensa que tal vez es ella quien inventa aquella voz cada vez que mira el cuadro. Se limpia el rostro con un pañuelo de papel. No quiere verlo más.

Recuerda que años después sintió las manos de Leonardo, por primera vez, por detrás, sobre sus hombros. Recuerda cómo se estremeció. Sabía que eran las manos de él. Pudo ser que aquella fascinación de la infancia por mirarse, se había escondido en algún lugar secreto, que ni ella lo sabía, pero que apareció ese día en que llegó con la caricia de sus manos. Después todos los vieron juntos.  Fueron al cine Center, a bailar a una discoteca, a pasear tomados de la mano por el Prado. Se dejó besar muchas veces. Fue una hermosa temporada. Después llegaron las caricias.

Cierra sus ojos. Aquella seducción la posee todavía. Abre los ojos. Jesualdo la está mirando. Entonces oye la voz, otra vez más.

“No me abandonaron botado en el suelo. Hicieron algo peor. Rodearon mi cuello con una soga y me colgaron en el árbol. Entendí lo que me hacían, pero ya no sentía dolor. Unos ángeles pasaban sus manos por mis heridas. Unos ángeles que lloraban. Tal vez los otros, los furiosos seguían insultándome. Mis oídos estaban cerrados a lo que sucedía en la tierra. Pero sabía que la parte terrena, física de lo que fui, pendía de la rama de un árbol”

Janine, está desesperada, no soporta aquella presencia de la voz, pero no se mueve. Una fuerza desconocida la retiene.

— Me acosas – dice — con tu sufrimiento, incomparable con el mío. Pero estoy aquí con mi desolación, parada frente a ti, pidiéndote ayuda, alguna luz, algún mensaje — Janine fija sus ojos en el rostro del niño ángel — Eras bello. – dice.

Nunca habían hablado con Leonardo del niño ángel.

Janine no sabía por qué había elegido ir a la esquina del angelito, a pedir ayuda, consejo, pudiendo haber ido a la Catedral, a San Juan de Dios, a la Compañía de Jesús donde se encontraban tantos santos. Quizá porque aquella esquina era de los jóvenes.  Todos los pedidos de cartitas en papeles pegados al tronco, eran de los jóvenes. Entonces, algo nuevo le impulsa, Se acerca a leer lo que pusieron otros. “Por favor, santito, que regrese a mí”,” Bendícenos Jesualdo para que el amor dure lo que la vida”,  “Te agradezco santito por haber hecho un milagro de amor”. “Gracias Jesualdo, tú sabes por qué”. Entonces Janine recuerda sus mensajitos de niños y se abraza al tronco.  Tal vez era una cruz, a su manera, la cruz de Jesualdo.

Le parece oír.

“Después fueron los gritos de mi madre, de mi padre, de mis hermanos, de la gente que salió de sus casas.  Me sacaron fotos. Gritaron por mí. Me bajaron. Sabía lo que pasaba, pero estaba inerte, no podía hacer nada. Ni siquiera cuando me bajaron, cuando un cura rezó por mí, cuando mis amigos del colegio lloraron a gritos como niños”

  • Ayúdame Oh pequeño, Oh mártir. Estoy sola. He caído en sus brazos. He

cedido. Lo amo. Lo amé desde niña. Ahora estamos los dos asustados. Creo un embarazo nos está separando — Janine ve turbiamente el rostro del niño clavado en el árbol derrama copiosamente sus lágrimas.

Jesualdo insiste.

“Los primeros días de mi muerte. Llegaron al árbol de la esquina muchos chicos de todos los colegios. Cuántos han llorado. Mi madre puso mi foto. Celebraron misas y muchas ceremonias con rezos.  Decían que las autoridades iban a quitar todo, las velas, las flores, los rezos; pero pudo más la gente, los chicos que empezaron a pegar sus pedidos, sus rezos al tronco del árbol. Siempre había gente al pie del árbol.  De día, los chicos, los curiosos, las beatas. De noche, los jóvenes que iban a los bares de la calle España. Empezaron a decir que les cumplía los encargos. Sobre todo los de amor”

Janine pide el favor. No quiere perder a Leonardo ni al bebé que está en su entraña

  • – Dame una seña, Jesualdo. Tranquilízame. Acompaña mi sufrimiento. Sería muy hermoso si pudiera retener a los dos – dice — Dejo en tus manos. Mira estoy llorando tu sufrimiento, Jesualdo — y el mío. Dame una respuesta, Ángel del amor.

“Pronto dijeron que yo era un santo, un santito niño que hacía milagros. Tenía diez y seis años, el día de la guerra, el fatal día en que los hombres me torturaron y los ángeles me quitaron el dolor… “

Janine vuelve a su casa. Un montón de pensamientos encontrados van con ella. Ni siquiera recuerda lo que vio en las calles. Los confusos sentimientos le llegan en tropel.  Aturdida, está frente a la puerta, tocando el timbre.

  • —Janine, ha llamado tantas veces el Leonardo.
  • ¿Quién?
  • ¡Cómo, quién? tu chico. Leonardo.

Janine toma el auricular. Disca el número del celular de Leonardo.

  • Leonardo, ¿Llamaste?
  • Sí, Janine. Yo te amo. Tendremos el niño.

En ese momento Janine siente la seña. Baja entre sus piernas. Se toca. Es sangre.

  • Tenemos que hablar Leonardo – dice llorando – Siente la sangre de su ángel que se está yendo. Intuye entonces que el niñito sin nombre y Jesualdo serían desde entonces los que rijan las normas del amor.

(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)


Gaby Vallejo (Cochabamba, 1941) Novelista, cuentista y educadora. Integrante de la Unión de Poetas y Escritores. Impulsora de la literatura infantil y promoción de la lectura. Directora de la Biblioteca T’uruchapitas y de IBBY, de Bolivia.  Miembro de la Academia Boliviana de la Lengua. Su novela Hijo de opa (1977) fue llevada al cine con el nombre de ‘Los hermanos Cartagena’ por Paolo Agazzi. Es autora de siete novelas. La primera titula Los vulnerables (1973) tuvo un gran éxito. En Novela ha publicado, entre otras: Los vulnerables (1973); ¡Hijo de opa! (Premio ‘Erich Guttentag’, 1977); Juvenal Nina (1981); Mi primo es mi papá (1989); La sierpe empieza en cola (1991); Con los ojos cerrados (1993); Encuentra tu ángel y tu demonio (1998).  Cuento: Detrás de los sueños (1987); Sí o no. Así de fácil (1992); Amor de colibrí (1995); Del placer y la muerte (2007). Ensayo: En busca de los nuestros (1987); Leer: un placer escondido (1994).

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