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La edad de las luciérnagas: Ignacio Elguero y los clásicos

El poeta y divulgador literario a través de programas como ‘La estación azul’ publica ‘Humano’ después de un largo silencio de más de una década.

Hasta el Romanticismo, la poesía y la filosofía cultivaban la transparencia, la claridad y la elegancia, quizás porque la subjetividad no se consideraba un absoluto, sino una perspectiva que solo adquiría sentido cuando se contrastaba con otras miradas. La experiencia personal no podía prescindir del otro, salvo que se atribuyera una ficticia omnisciencia. La exaltación del yo realizada por el Romanticismo impulsó la presunción de que la alteridad solo era un estorbo.

El genio del poeta y el filósofo podía prescindir del diálogo intersubjetivo, pues lo esencial se hallaba en su interior y, por tanto, la introspección era el único camino hacia la verdad, una verdad que solía revelarse como intuiciones o visiones difíciles de expresar y comunicar. De ahí que la filosofía y la poesía se sumieran en la oscuridad y el hermetismo, una tendencia que se acentuó en los albores del siglo XX, cuando el surrealismo lanzó un feroz ataque contra la razón, repudiando cualquier propósito de inteligibilidad.

Este giro alejó a muchos lectores de la filosofía y la poesía. La perplejidad acabó menoscabando la capacidad de emocionar, una reacción inherente al fenómeno de la comprensión. Afortunadamente, algunos filósofos y poetas aún observan las virtudes clásicas de la transparencia, la claridad y la eleganciaIgnacio Elguero (Madrid, 1964) es uno de ellos. Después de un largo silencio de más de una década, ha publicado Humano (Hiperion).

Un libro con un título que manifiesta nítidamente su intención de no escribir al margen de los otros, sino desde el encuentro, con todo lo que significa de amistad, compromiso y vivencias compartidas. Su estilo exime al lector de la frustración -y la consternación- que produce leer y no comprender. Las referencias a Plinio, Amado Nervo, Horacio y los Evangelios corroboran la determinación de transformar la poesía en un intercambio fructífero y no en un simple ejercicio de ensimismamiento.

Los poemas de Elguero no son abismos, sino iluminaciones que abordan los grandes temas de la lírica: la insaciable voracidad del tiempo, la nostalgia del pasado, la evocación de la infancia, las heridas del amor, la incierta esperanza. Al igual que los poetas griegos y latinos, Elguero advierte que el murmullo de un río no es el simple sonido del agua corriendo entre riberas, sino «lenguaje, idioma», «el eco» de «otra voz».

Los poemas de Elguero no son abismos, sino iluminaciones que abordan los grandes temas de la lírica

Aunque «una nube negra» opaque el mundo, el rumor del río persiste, proclamando que la vida no es únicamente naturaleza en movimiento, un devenir incesante y sin propósito, sino un diálogo infinito entre el yo y un misterio lejano («Vocabulario»). Por eso, cada forma es un signo, como ese abeto que plantó el poeta y que fructificó, pese a que todo auguraba su muerte temprana. Ese abeto no es un simple árbol, sino un laberinto diseñado con «códigos precisos» («El abeto»).

Para Elguero, la infancia es el paraíso perdido, una especie de Ítaca a la que es imposible regresar. Sin embargo, el paraíso no está exento de sombras. En cualquier momento, puede penetrar un pájaro y golpearse contra las paredes dejando «la marca negra de su vuelo / la sangre de sus plumas / como lumbre de noche que manara» («Fábula»). Esas estridencias en mitad del edén son como las costras negras que se formaban en las rodillas a causa de una caída durante los juegos de la niñez. Desaparecen con el tiempo, pero dejan una huella que perdura («La cera de la infancia»).

Es imposible hablar de la infancia y no aludir a la madre, matriz de nuestra existencia. Ignacio Elguero evoca a su madre, mezclando los dolorosos recuerdos de la Guerra civil con los fandangos, los boleros y las habaneras. Al convocar lo que ya solo es un recuerdo, el poeta menciona a «dios». La minúscula introduce una nota de escepticismo, pero la simple alusión al Invisible enciende una luz, un faro que despide destellos en «las playas negras de la noche», esa franja de insomnio donde la ensoñación y lo real caminan juntos.

Inesperadamente, Elguero cita a Amado Nervo, un poeta olvidado pero que ejerció una poderosa seducción sobre la generación de las madres de los nacidos en los sesenta. Nervo es sinónimo de belleza, equilibrio, serenidad.

La poesía de Ignacio Elguero está salpicada de melancolía, pero elude los abismos

Su poesía está salpicada de melancolía, pero elude los abismos. Su clasicismo tranquilo está muy lejos del desencanto y el desgarro. Después de Nervo, aparece una cita de Horacio: «la vida, tan breve, / no admite esperanza larga».

Sin embargo, la esperanza es obstinada y reaparece una y otra vez. En «Trengandín» es un dios con aspecto de «mujer madura, casi anciana». Habla desde lejos y las huellas de sus pasos quedan grabadas en la arena sin la necesidad de posarse en ella. Los cuerpos del pasado son como esas huellas. Perviven en la memoria. Quizás se desdibujan en la bruma, pero perduran, como perdura la totalidad de lo que ha vivido una vez. Pero… ¿dónde? En la mirada del poeta o de ese dios que proyecta una «sombra sin forma» en un litoral con un «aroma delicado, perenne, inagotable».

Elguero esboza un paraíso cercano, sensual, nada abstracto. El paraíso es un jardín con ciruelos, naranjos limoneros, con olor a lluvia y rocío. Es el edén de los epicúreos, donde la materia no es sinónimo de decadencia y donde la noche siempre está preñada de claridad («Perfume nocturno»). El paraíso está aquí, pero es «muy frágil y finito, encendido y mortal», con un alfabeto compuesto por «miedos y temores». En 2020, la tierra ha devenido «valle de leprosos». Se parece a una casa vacía, «con la frágil estructura de lo humano» («Frágil»).

La “frágil estructura de lo humano” se hace particularmente visible cuando un amigo muere. Ignacio Elguero evoca al poeta Leopoldo Alas Mínguez, con una vida prematuramente interrumpida, y a otros literatos con un fin no menos trágico, como Eduardo Haro Ibars y Mario Míguez: “Qué extraño contemplar que esto se agota, / que vas a funerales más que a bodas”. A pesar de que se acumulan las despedidas, el futuro no parece un yermo deshabitado: “sí, Leopoldo, / de nuevo nos veremos en los palcos”.

Detrás de las nubes, se advierte «sonido de esferas». Al invocar los años en que estudiaba latín, Elguero profundiza en ese suave y pagano misticismo que impregna todo su libro: «Hay un dios en la lluvia / que entona letanías muy lejanas». No es posible albergar certezas sobre el fondo último de lo real, pero la búsqueda es una certeza en sí misma. De una u otra forma, peregrinamos hacia lo indeterminado. ¿Qué nos espera? ¿Una ciudad celestial o el no ser? ¿Es la nada la estación final?

Elguero habla de desiertos, ecos lejanos, ausencias que palpitan en la memoria como presencias, como esa madre que rememora el sonido de las bombas o ese padre que fumaba Ideales. Su poesía no es meramente evocativa: «se mueve en un tablero / buscando las respuestas a la vida». Una poesía siempre en el filo de la muerte, anhelando esa esperanza que a Horacio le parecía incompatible con la brevedad de la existencia.

Elguero recuerda ese día en que se escapó de sus manos un globo rojo y se perdió en el cielo: «Mi madre calmó el llanto con un beso. / Mamá, tú no te mueras, le dije derrotado. / Y mi madre lloró con llanto extraño, / profundo, imperceptible» («El globo rojo»). Ignacio Elguero nació en 1964. Yo, en 1963. No somos viejos, pero tampoco jóvenes. Quizás por eso miramos continuamente hacia atrás, imbuidos en la nostalgia y cada vez nos sentimos más requeridos por las cuestiones existenciales que suelen postergarse en la juventud. No me sorprende que cite un verso de Shuntarō Tanikawa: «Poder estar aquí ya es asombroso».

En «Estigma», Elguero invoca la figura de Cristo. Las mujeres que visitan su sepulcro para ungir el cuerpo exánime se topan con un vacío fecundo. La inesperada ausencia es «un nuevo poder frente a lo oscuro». La muerte es «un límite», «una línea» que se traspasa, pero no un adiós definitivo. El galileo explica a las mujeres que el mundo le buscará «siglo a siglo entre espigas». Jesús se despide, anunciando que alguien le espera «a la orilla del mar de Tiberiades».

Elguero interpela a Horacio, pidiéndole que no cante a más reinos, pues no solo se ha desmoronado el imperio: «está caduco todo, / apenas queda nada a que acogerse». Los imperios mueren, pero la poesía perdura, pues no es solo luz, color y belleza, sino un eco de esa Palabra que sacó al ser de la indeterminación original, cuando solo había caos y tinieblas. Es imposible hablar de la fragilidad del cosmos y no mencionar la fragilidad del ser humano.

Elguero dedica un bello y sencillo poema a los niños de los suburbios, con sus «caritas rojas» y «quemadas de pobreza», a los que las niñas de colegio llevaban naranjas. Sus «caritas blancas» apenas lograban borrar la indignidad de un gesto que solo agravaba la conciencia de infortunio. Los niños pobres les arrojaban piedras, quizás porque la violencia es el último vestigio de dignidad de unas vidas sumidas en la impotencia y, ya de noche, cuando su miseria se hacía más hiriente e insoportable, «guardaban los gusanos en sus camas / soñando con volverse mariposas» («Las naranjas sanguinas»).

David Bowie, Noja, la memoria, el olvido, el mar que cantara Plinio, el canto blanco de Horacio, los viejos amores de la adolescencia, el final del verano, lo que quedó atrás: «He visto tantas cosas, doblé tantas espadas, / tensé tantas ballestas, tantos arcos…». La vida y la materia. ¿Qué es el ser? ¿Algo inefable? No, el rostro anciano del padre terminando un crucigrama: «¿hay algo más real, más armonioso?» («Bolonia»). «Qué frágil es lo frágil». El universo se expande, pero la Tierra podría resquebrajarse como un huevo. «Los vivos están vivos, Rilke, / y no distinguen, cierto, / la frontera, la linde con la muerte, / pues agosta en un mundo interpretado».

¿Qué es lo humano? Desde arriba, desde la perspectiva del infinito, un laberinto sin sentido, pero «a ras de suelo», «es fin en sí mismo, / y es destino, y es límite. / Fuera de allí, la nada». Después de unas gotas de esperanza y alusiones a una hipotética trascendencia, se impone la perspectiva existencialista. Ser humano significa existir para la nada, lo cual no significa que el instante sea desdeñable. Solo tenemos el hoy, pero ese don es como unas palabras escritas en el agua. El hoy se disipa, las palabras se borran. Somos un límite que se despeña por un abismo, la silueta de una forma hueca, vacío que cristaliza y se esfuma. Al leer esta conclusión, se viene a la cabeza un poema de Mario Míguez titulado «Jonás»:

¿Por qué si nada espero del futuro
arrojo hacia él mis versos tercamente?
[…]
Dolorosa e ingrata por extremo,
acepto ciegamente la obediencia
que exigen los poemas: darlo todo
sin poder reservar para mí nada;
lo demás de mi vida se hace nulo.
Qué difícil dar forma a su misterio,
cómo eligen su tema y me sorprenden:
yo, que soy frustración y desaliento,
dejo en ellos un fondo de esperanza,
y la alegría pone por encima de mí
y de mi miseria mis palabras”.

Humano es un brevísimo poemario con la belleza de la poesía clásica. Elguero y yo pertenecemos al mismo tiempo: «la edad de las luciérnagas». Es decir, a esos años de esplendor, hierba y fuegos de artificio, cuando las noches parecían inacabables y la vejez, una ficción que jamás nos alcanzaría. Sin embargo, las noches se terminaron, la vejez llama a la puerta y ya solo nos quedan unas pocas palabras para afrontar el tramo que aún nos aguarda. Y esas palabras son nostalgia, belleza, amor y esperanza.

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