Tengo la impresión de que somos poco exigentes con la democracia. Para la mayoría, basta con haberla alcanzado y en general nos negamos la posibilidad de gozarla a plenitud, como parte de una mejor calidad de vida. Por otro lado, en un momento en que la polarización y los radicalismos amenazan con detonar en una nueva convulsión social, creo necesario reflexionar sobre el valor de la disidencia y sobre la responsabilidad compartida, entre políticos y ciudadanos, en la construcción de la democracia.
¿Cuál es el estado de la democracia en Bolivia a 39 años de haberla recuperado en 1982? Con las características particulares de la pandemia en curso y el antecedente todavía próximo de la crisis de 2019, destacan, entre otros problemas: una inestabilidad política con polarización social; una institucionalidad debilitada y cuestionada por falta de órganos del Estado independientes; un sistema de partidos resquebrajado; escasa profundización en la incidencia de la sociedad civil dentro del esquema de toma de decisiones políticas.
No sirven ni el conformismo ni el pesimismo derrotista: la democracia es una obra en permanente construcción y cada ciudadano, hombre y mujer, tiene el deber de contribuir con su granito de arena responsable mientras las autoridades el de garantizar la institucionalidad, evitando la vergonzosa realidad actual de una injerencia cada vez más descarada de los órganos políticos en las instancias judiciales y del Ministerio Público.
El resurgimiento de la intolerancia hacia símbolos patrios, incluidas reacciones destempladas o con sesgos abiertamente terroristas, fuera de la ley, es una muestra de que las heridas sociales por motivos políticos continúan abiertas y constituyen una peligrosa amenaza a la paz que, en Bolivia, es siempre frágil. La democracia malentendida degenera en este tipo de actitudes y termina siendo una ilusión si se practica a la hora del voto y después se disuelve en el irrespeto a la opinión disidente.
¿Cómo es posible que, casi 40 años después, no hayamos sido capaces de blindar la democracia de los demagogos, de los políticos que están más atentos a la incitación al odio que a preocuparse por gobernar o contribuir a hacer un país mejor, de los inconscientes que bajo el “anonimato” de la capucha (el Gobierno y su aparato de inteligencia policial saben perfectamente quiénes son) publican videos con amenazas y en completa impunidad, de los cívicos incapaces de divisar en el corto horizonte de sus narices que un paro nacional no contribuye a resolver los problemas de la gente?
La educación cívica para (con)formar nuevas generaciones profundamente democráticas, más allá de las posiciones políticas e ideológicas de cada individuo, resulta ahora clave. En la democracia de los antagónicos perniciosos o del irrespeto a la opinión disidente (la discrepancia no es mala por sí misma, sino una virtud en el marco del diálogo y de la búsqueda del entendimiento entre distintos), con la ira predominando en las organizaciones políticas y civiles, tenemos un mal endémico de una sociedad que se autoboicotea privándose de solucionar sus conflictos por la vía pacífica.
Sin embargo, nada me preocupa más en este momento que la falta de empatía. La polarización cumplió su cometido de dividirnos en tal forma que hoy es imposible pensar en una concesión de ideas de un masista a un opositor y viceversa. A este grado de estupidización hemos llegado, a enfrentarnos ciegamente solo por el hecho de que el otro no piensa como uno. O, peor aún, porque el otro es diferente a mí.
La cuestión es tan grave que hay una suerte de desconocimiento de la existencia del otro, ¿a título de qué, de que uno es más boliviano que el otro?
En este punto cabe el indignante desprecio hacia las batallas de indígenas o cocaleros y, para mayor colmo, hacia la inteligencia propia. Ni oficialistas ni opositores se libran del doble rasero que se aplica al juzgar a esos sectores por el color de sus demandas. Hacer la vista gorda cuando no responden a nuestros cánones de pensamiento o, por el contrario, solo reaccionar, para apoyarles o criticarles según la conveniencia de quien opine, sin el menor intento de evaluar las crisis con un mínimo de objetividad… ¡qué torpeza!
Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.