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La dama de Siam

Guillermo Almada

Desde que conocí a Manuel, aquel hombre estrafalario que decía ser descendiente de gitanos persas, me llamó la atención su inclinación, tan marcada, a provocar instantes de soledad, aún en medio de un gentío. Él se sentaba, con el bastón delante de sí, dejando descansar sus manos sobre la empuñadura de plata y acero, en donde se podía ver una hermosa cabeza de cocodrilo; tallado, con los dedos entrecruzados, y se quedaba mirando un punto fijo en el espacio, aislado de todo, como si viajara en el tiempo. O como si viera imágenes en alguna otra dimensión, para nosotros, inalcanzable.

Es más, en la parte trasera de su casa había un patio con que remataba en un pequeño parque, siempre muy bien cuidado, con una banca de madera que él mismo había hecho instalar, debajo de un cerezo, crecido en uno de los rincones. Y ese era uno de los lugares preferidos para pasar las horas, leyendo, tomando el té, o simplemente jugueteando entre sus recuerdos. El otro espacio elegido se hallaba en la entrada de la casa, en una ancha galería que estaba adornada por un sencillo juego de ratán. Y ambos se conectaban por un angosto pasillo que se escondía en un costado de la construcción, muy bien disimulado entre enredaderas y glicinas, cuya única función consistía en hacerte llegar del frente al fondo y viceversa.

Aquel domingo llegué y estaba esperándome en la galería. Como de costumbre, con su amplia sonrisa de bienvenida ya me hizo sentir agasajado. Luego de estrecharme en una brazo me dijo “tengo todo preparado para un té ¿me acompañas?” Y tras cartón se apareció con la bandeja portando todo lo necesario. Cuando destapó la tetera pude percibir un aroma penetrante, aterciopelado, con cuerpo fuerte y una suma de fragancias orientales. Entre todas las bebidas amables y reconstituyentes que puedas tomar en tu vida, nada te sabrá mejor que este té gitano, me dijo mientras servía para ambos.

Con este té conquisté a la dama de Siam, comenzó relatando, mientras nos disponíamos a disfrutar del elixir. Luego se sentó en el sillón y, tirando la cabeza hacia atrás, me contó que muchos años ha había llegado a la ciudad una mujer muy bella, con rasgos orientales, que tuvo la inteligente precaución de aprender muy bien el idioma, conocer la región, para luego instalarse su negocio. Y en un lugar muy pequeño puso una herboristería que, de todo lo que pudo apreciar, fue de lo que más conocía, y por lo tanto, de lo que más rápidamente podría obtener un provecho.

La verdad era que la mujer sabía mucho de plantas, de hierbas, de raíces, sin embargo, pasaba su tiempo recorriendo, buscando nuevas especies, y estudiándolas, observando sus efectos. Y en poco tiempo supo volverse la consejera de todo el pueblo. A pesar de su corta edad, porque era apenas una niña de dieciocho años, era más consultada que los médicos y los chamanes. La gente entraba a su local, plagado de frascos de todos los tamaños, con la dolencia, y ella sacaba de uno, mezclaba con el otro, ponía un poquito de aquí, otro de allá, y envolvía todo en un pequeño paquetito de papel ¿y qué te había preparado? Un té.

Me contó Manuel que una tarde fue a verla. Sin motivos, sin dolencias, solo para conversar, quería conocerla. Y el impacto fue estrepitoso y mutuo. Manuel, por aquel entonces, de treinta años escasos, con más ímpetu que experiencia, y la soberbia glamorosa de creer que la vida es algo que se lleva atado al morro, se cautivó con esta tailandesa que no sabía leer ni escribir en español, pero era capaz de recetarle lo indicado para la cura de casi cualquier mal, a la que él decidió a llamar “la dama de Siam” y comenzaron a frecuentarse, y pasar tiempo juntos, mezclando aromas y sabores de hierbas, de raíces. Y fue de ese modo que creó este té para ella. Hasta que una tarde, en que fue a visitarla, sin pedir el asesoramiento de la experta, mezcló unas hierbas que creía conocer y se preparó un té. Y mientras esperaba vio entrar a la herboristería nada menos que al Gran Sariv, su abuelo, y rey de los gitanos persas. Había dejado de verlo cuando cumplió los seis años, pero se reconocieron inmediatamente, y hablaron por horas, de todas las cosas que se habían perdido por no poder estar juntos. Y así conoció el poder alucinógeno de la belladona.

Aún así, las cosas no salieron como ellos pensaban. Con la comunidad médica, y la chamánica, en contra y haciendo lobby con las autoridades para que sacaran de la ciudad la herborista, todo se había vuelto un infierno, y de un momento al otro, la dama de Siam desapareció sin dejar rastros.      

Con el duelo a cuestas, una tarde Manuel recordó que una hierba podía hacer que venciera, por una horas, la distancia y el tiempo. Tenía por seguro la memoria de su forma y de su aroma, así que una tarde salió en su busca. Y desde entonces siempre tiene, en el mismo rincón del cerezo, oculto por la banca, unas matas de esa hierba, que a veces infusiona, para pasar el tiempo alegremente con sus recuerdos.

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