Emilio Losada
¡Bromearon los sudarios del misterio! – Jacobo Fijman
Ni aquella migaja de gloria americana te mereces. Toneladas de trauma, desmadre y, sobre todo, mucha memorable nada por testimoniar; relegada tienes la encomienda, insípido figurón, irredento haragán, gandul de mierda. Ya disfrazado de paciente te has jactado de que haya donde elegir a la hora de revisitar batallas álgidas. De ello hiciste alarde a la escasísima complicidad sabedora de la circunstancia: si la próxima estación es la pira…, ¡bah, que se me afane la danza! Muy original lo tuyo, estás que te sales. Comprensible es la preocupación. Poco recorrido hay de este camisón a la mortaja. Abierto por detrás, el culo al aire. La diferencia está en lo ridículo. Buena táctica es darle a la caranalgada, di que sí, ole tu encogido ojal. El susto en buena medida ha pasado y el luctuoso futurible ya no acapara tus días y noches, aunque todo se puede torcer, con estas cosas nunca se sabe. Por una vez el plan es seguir las instrucciones y chitón. Introduces tu acostumbrada indumentaria en la bolsa facilitada al efecto y a título de impío ceremonial –a alguna rama en el abismo hay que agarrarse– le echas un ojo a la página marcada del póstumo de Valente (un gran absurdo, ese puñado de letras se te grabó a fuego tiempo ha en la sesera: «A las niñas les crecen largas piernas…»). Qué maldita maravilla, la santa madre que lo apeó a éste también. Ungido el espíritu con los concupiscentes óleos de la Verdad laica sales del cuartucho y corres directo al catre adjudicado. Cómicas son tus zancadas. Con ellas vuelves a provocar la sonrisa de Verónica y de la que no recuerdas el nombre. Treintañera cobriza la primera, rubia de más de cincuenta la otra; ambas, vaya si es de agradecer, la mar de agradables. Soltaste un par de gordas para quitarle hierro al asunto nada más entrar. Perillán de ti, siempre has sabido hacerte querer cuando te conviene. Hubo tiempo para urdir la chorrada: cinco horas largas de solitaria espera dan para mucho. Verónica supone –en breve comprobarás que supone mal– que lo tuyo puede demorarse porque es la hora del almuerzo y aún hay cosas que no hacen solas las máquinas.
La otra se vuelve a meter en su papel de veterana responsable para recriminarte que te hayas presentado sin acompañante, que a quién se le ocurre, que esto es más serio de lo que tú te crees, que si no leíste lo que firmaste y que si tal y cual. Sabes que esto no es un juego, claro que lo sabes; pero ya le has dado muchas vueltas, demasiadas. Vuelves a alegar en tu descargo que evitaste venir acompañado porque si llegas a presentarte con alguien durante la espera le hubieras dado una buena paliza y se te hubiera desatado el ansia, y eso no beneficia a nadie, y menos a ti, que eres el único elemento a mimar en esta historia. Te dejan solo unos minutos hasta que Verónica vuelve portando algo que pronto evitas seguir mirando. Esos útiles, menos mal, siempre te han dado grima. Espero no hacerte daño, dice. Le miras a la cara. Una chica muy dulce esta Verónica. Ahora que vuelves a andar suelto bien podrías hacer un esfuerzo por enamorarte de ella. Así, si la cosa sale mal, recalarías en el infierno con esos porcentajes tuyos realistas/románticos un poco más equilibrados. Pero es inútil. Pese a lo que mucha gente de tu entorno supone, eres muy lento para esto de enamorarte. Mera autodefensa. Algo así vino a decir el tío Lou Reed en un poema con el que de pleno te identificaste hace ya una vida. La chica te sigue pareciendo un encanto incluso cuando te endosa sin más preliminar ese chisme de plástico en la vena. Lo has hecho muy bien, vas y le sueltas, como consolándola tú a ella. Llevas meses comiéndote la moral con este momento y al final compruebas que no era para tanto. Suele suceder. Empieza a entrar la sustancia. Simple alimento, se te informa. Estoy demasiado nervioso, quizá con un poco de morfina…, dejas caer enarcando la ceja izquierda, la única que se te enarca sola. Verónica te ríe la gracia. La otra te dice que de eso nanay, y te lo dice con la mirada, sin articular palabra. Haces pucheritos y piensas en alto: tenía que intentarlo. Justo un celador viene a traerle a las compañeras unos bocadillos y unos refrescos. Se retiran a la pieza contigua en consideración al ayuno generalizado. Ya no las volverás a ver. Y se acabaron las sonrisas.
Se cierra una puerta y se abre otra de dos hojas, abruptamente. Una chica enfundada en una bata verde viene a por ti. Debe de andar por la edad de Verónica, pero poco tiene que ver con ella. Parece cansada, tiene mala cara, debe llevar tropecientas horas en la crisma. Se arremanga y te transporta a trompicones, se van abriendo y cerrando puertas al paso, te sientes como en una siniestra atracción de feria. Desnúdate, sales de ahí y te tumbas en ésta, te ordena la siesa con causa. Obedeces, es a lo que vienes. La luz te ciega en el nuevo catre, mejor cerrar los ojos. Se agudizan así las entendederas. Tienes que evadirte, repescas el acuciante comecome, el año de seca, tu reiterada promesa ante espejos, escaparates, ojos y todo lo que refleje tu contraída jeta de que si te najas de la calva has de retomar la ingrata lid, pero con ganas. En este trascendental albur te reafirmas en la convicción. Tras el aviso deberían cambiar mucho las cosas. Se advienen cambios en la estrategia. Enumeras mentalmente los propósitos, o suerte de mandamientos autoimpuestos, llámalo como te salga. Total beligerancia contra el fuego amigo, si no el fuego que más quema, sí el que más paraliza. A este respecto, como en muchos otros, se te ha agotado la paciencia. Te dejarás de miramientos y sacarás a pasear la mano si hiciera falta. No les pasarás a éstos ni una ni media, le darás su justo merecido al yoísmo grandilocuente, máxime cuando provenga, tú te entiendes, del pseudomainstream trepa. Para los que han perdido la compostura mostrarás la espalda, pues tienen suficiente con lo suyo, pobres. Te has mantenido el último año alejado de los modernos mentideros, pero de extranjis de vez en cuando has desplegado la antena. La cosa va a peor, si es que esto es posible. Debería no afectarte, pero no soportas a los aduladores de pacotilla, te enerva la indecente forma que tienen de trabajarse la falsa camaradería, la desesperada caza del burdo arrumaco del igual, lo patéticos que se muestran en público cuando intentan llevarse al huerto a una de esas almas cándidas que andan por ahí encabalgando mojigaterías. Sus estomagantes ardides te horrorizan. Puro hastío. ¿Y qué decir de lo de los llorones? Absolutamente insoportables, de verdad de la buena. Que si es el poder, el sistema, hermanos, que no tenéis ni idea; o que si el amiguismo plumilla, o que si la cicatería de las editoriales…, o el gobierno, o la sociedad, o la prensa…, o incluso el mercado. Acabáramos. Tienes que echarte a reír. El mercado, dicen. Tu desaparición te ha hecho recapacitar, te ha distanciado más si cabe de toda esa autocomplaciente caterva de corporativistas de alpargata. En tu hasta ahora asumida derrota, eso que ganas. Sabes de sobra, lo has vivido, que, al igual que te ha venido sucediendo con el amor, los momentos de reconocimiento son efímeros, y si aparecen lo hacen cuando menos se los aguarda. El amor es otra cosa, pero la actividad que te obsesiona es justo eso, una actividad. Más o menos profunda, pero una actividad sin más. Si aún crees que algo puedes aportar no queda otra que darle duro. No es un oficio pero tampoco una afición, es algo más arriesgado y requiere de trabajo, de mucho más del que se supone. A vueltas con los meses y meses de seca, apenas atendiendo algún encargo, y no de muy buena gana. Aunque si lo piensas no fue para tanto, quizá el respiro era necesario. Ahora hay que retomarlo. Y con método. Ya lo soltaste en tu última monserga larga. A saber: escribirlo todo con más emoción que sentimiento, con la urgente desidia de un taquígrafo, dejarte los dedos precisamente en dejar constancia, con las palabras justas, siempre menos es más, narrarlo todo aunque no suceda nada, la primera idea es la mejor idea, nada de bifurcarte, del uno al dos, del dos al tres y así, acaba y a lo siguiente, pero acaba, cabrón, acaba, y si hace falta un empujón, adelante, aunque sólo para la carrerilla. Luego mantén prudentemente la golosina alejada del alcance de los niños.
Y precisamente…
Se acercan unas voces, alguien te vuelve a trajinar la vena.
Zumba sobre el zángano la vulva de la reina.
Uno, dos…
Hala, al carajo la reconcomida consciencia.
Despiertas bajo la luz. Desvarías. Algo de un déjà-vu, balbuceas. Las voces te tranquilizan. Te extraña que no haya choteo: acostumbrados están a las sandeces, seguro que todo quisque les sale por peteneras. Rápido te despachan, aunque tienes los ojos bien abiertos no te da tiempo a quedarte con ninguna cara. Sumido en una sobrecogedora beatitud te sientes durante el traslado, estás como en estado de gracia. Anclan el catre móvil en la sala de despertares. La poética de la ciencia. Ahora la Verónica de turno se llama Miguel y tiene barba. Al principio se muestra distante, después resulta ser un gran tipo. La sala es amplia, todo es parsimonia, lasitud, recatadas peticiones de asistencia para popó o meada, patéticos trastabilles, alguna incontenida lágrima… Yacen los cuerpos remendados, arrebatados de lo que les sobraba por unas almas hermanas que heroicamente sortean los cicateros envites de la putrefacta canalla facha.
Saliste de ésta. No hubo vuelo nupcial que valga. Otra reina te ha indultado. Y van.
Unas semanas más tarde, mientras te recuperas en tu escondrijo, las palabras más atinadas sobre la vivencia vienen de nuevo de América: «Ya ves, sólo confirmamos que eres un dramático».
Pues será eso, mi pequeña bruja de la guarda. Será eso.