David Malpass
En el último año, la COVID-19 ha desbaratado la seguridad económica, sanitaria y alimentaria de millones de personas; por este motivo, hasta 150 millones de individuos pueden caer en la pobreza extrema. Si bien los impactos de la pandemia en la economía y en la salud han sido devastadores, el aumento del hambre observado constituye uno de sus síntomas más tangibles.
Las pérdidas de ingresos se han traducido en menos dinero en los bolsillos de las personas para comprar alimentos, mientras que las alteraciones en los mercados y en el suministro de productos debido a las restricciones de transporte han generado escasez a nivel local y precios más altos, especialmente en el caso de los alimentos perecederos. Esta reducción del acceso a alimentos nutritivos tendrá impactos negativos en la salud y el desarrollo cognitivo de los niños de la era COVID durante muchos años.
Los precios mundiales de los alimentos, medidos por un índice de precios del Banco Mundial, subieron un 14 % el año pasado. Las encuestas telefónicas realizadas periódicamente por el Banco en 45 países demuestran que un número considerable de personas se queda sin alimentos o reduce su consumo. Dado que la situación es cada vez más grave, la comunidad internacional puede adoptar tres medidas clave en 2021 para aumentar la seguridad alimentaria y ayudar a prevenir un daño más grave para el capital humano.
La primera prioridad es permitir el libre flujo de los alimentos. Para evitar la escasez artificial y los picos de precios, los alimentos y otros productos esenciales deben cruzar las fronteras con la mayor libertad posible. Al principio de la pandemia, cuando la aparente escasez y el pánico generaban amenazas de prohibir las exportaciones, la comunidad internacional ayudó a mantener abierto el flujo de comercio de alimentos. La información creíble y transparente sobre el estado de los inventarios mundiales de alimentos —que se encontraban en niveles normales antes de la COVID—, junto con declaraciones unívocas de libre comercio del Grupo de los Veinte, la Organización Mundial del Comercio y los organismos de cooperación regional ayudaron a tranquilizar a los comerciantes y dieron lugar a políticas de respuesta útiles. Las normas especiales sobre la agricultura, los trabajadores de la alimentación y los corredores de transporte contribuyeron a restaurar las cadenas de suministro que se habían visto interrumpidas brevemente dentro de los países.
«Para evitar la escasez artificial y los picos de precios, los alimentos y otros productos esenciales deben cruzar las fronteras con la mayor libertad posible».
Tenemos que permanecer atentos y evitar volver a las restricciones a la exportación y a las fronteras endurecidas que hacen que los alimentos y otros elementos esenciales sean escasos o más costosos.
La segunda prioridad es reforzar las redes de protección social. Las redes de protección a corto plazo constituyen un respaldo vital para las familias afectadas por las crisis sanitarias y económicas. En Etiopía, por ejemplo, la cantidad de hogares que experimentaron problemas para satisfacer sus necesidades alimentarias aumentó inicialmente 11,7 puntos porcentuales durante la pandemia, pero los participantes de nuestro programa de redes de protección productivas —establecido hace tiempo— estuvieron protegidos de la mayoría de los efectos negativos.
El mundo ha puesto en marcha una respuesta de protección social sin precedentes ante la COVID-19. Las transferencias monetarias están ayudando a 1100 millones de personas y, a través de mecanismos innovadores, se logra identificar rápidamente a nuevos grupos y llegar a ellos, como los trabajadores urbanos informales. Pero “a gran escala” no es sinónimo de “adecuado”. En un examen de los planes de respuesta social a la COVID-19, se observó que los programas de transferencias monetarias eran:
- de corta duración: no duraban más de tres meses en promedio;
- de bajo monto: en promedio, eran de USD 6 (GBP 4,30) per cápita en los países de ingreso bajo;
- de alcance limitado: muchas de las personas necesitadas quedaban sin cobertura.
La pandemia ha reforzado la necesidad vital de aumentar las inversiones en sistemas de protección social en el mundo. La aplicación de medidas adicionales para agilizar las transferencias monetarias, en particular a través de medios digitales, también desempeñará un papel importante en la reducción de la malnutrición.
La tercera prioridad es mejorar la prevención y la preparación. Los sistemas alimentarios del mundo soportaron numerosas conmociones en 2020, desde los impactos económicos en los productores y consumidores hasta las plagas de langostas del desierto y el clima errático. Todos los indicadores sugieren que esta puede ser la nueva normalidad. Los ecosistemas de los que dependemos para el suministro de agua, aire y alimentos están amenazados. Las enfermedades zoonóticas van en aumento debido a las crecientes presiones demográficas y económicas sobre la tierra, los animales y la vida silvestre.
El calentamiento del planeta contribuye a generar fenómenos climáticos extremos cada vez más costosos y frecuentes. Y mientras más personas se agolpan en viviendas de baja calidad en barrios marginales urbanos o zonas costeras vulnerables, una mayor cantidad de ellas queda expuesta a sufrir enfermedades y desastres climáticos.
Los avances en términos de desarrollo pueden desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Nuestra experiencia con huracanes o eventos sísmicos muestra que es más eficaz invertir en prevención, antes de que se produzca una catástrofe. Por eso, los países necesitan programas de protección social adaptables, programas que estén conectados a sistemas de alerta temprana sobre seguridad alimentaria y que se puedan ampliar para anticiparse a conmociones.
Hace mucho que se debería haber hecho la transición a prácticas que salvaguarden y aumenten la seguridad alimentaria y nutricional de manera perdurable. La lista de tareas pendientes es larga y reviste urgencia. Necesitamos financiamiento sostenido para enfoques que contribuyan a priorizar la salud humana, animal y del planeta; recuperar paisajes y diversificar los cultivos para mejorar la nutrición; reducir la pérdida y el desperdicio de alimentos; fortalecer las cadenas de valor agrícolas para crear puestos de trabajo y recuperar los ingresos perdidos, y poner en práctica técnicas eficaces de agricultura climáticamente inteligente a una escala mucho mayor.
«Los sistemas alimentarios del mundo soportaron numerosas conmociones en 2020, desde los impactos económicos en los productores y consumidores hasta las plagas de langostas del desierto y el clima errático».
El Grupo Banco Mundial y sus asociados están preparados para ayudar a los países a reformar sus políticas agrícolas y alimentarias y a redistribuir el financiamiento público para fomentar una recuperación ecológica, inclusiva y resiliente.
Si nos centramos en la seguridad alimentaria, podremos abordar una injusticia básica: casi 1 de cada 10 personas sufre hambre crónica en una era de abundancia y desperdicio de alimentos. Este enfoque también fortalecerá nuestra capacidad colectiva para afrontar la próxima tormenta, inundación, sequía o pandemia con alimentos seguros y nutritivos para todos.
Este artículo se publicó originalmente en The Guardian.