Roberto Navia Gabriel
Desde antes de que salga el sol se escuchan voces que pareciera vienen de un más allá, como si los cuerpos arrastraran cadenas que suenan sobre el pavimento de las calles vacías, iluminadas todavía por los faroles del alumbrado público. Alguien grita: Hay pan, hay pan. Es una voz redonda de hombre que habla con toda la fuerza que le permiten sus pulmones. Grita para que su mensaje se meta por las verjas y por las ventanas entreabiertas de las casas llenas de gente. A veces le ladra un perro y cuando un perro ladra le siguen los demás: una cadena de ladridos que se pierde y se hace chiquita hasta que desaparece para siempre.
El hombre no se inmuta y sigue vociferando para que la vecindad se entere que de uno de sus brazos cuelga una canasta cubierta por un mantel que protege a los panes del polvo y del virus invisible más famoso del mundo. Por detrás del hombre de los panes avanza la mujer de la carretilla con rueda de acero. Ella habla despacio, su voz, que apenas se la siente como un viento amargo, hace saber que tiene a la venta tujuré con leche de vaca ordeñada en la madrugada. Lo dice como si estuviera contando una historia cuando estaciona su carretilla que chilla cuando la rueda avanza sobre el cemento. Habla sin ninguna prisa y confianza como si supiera que sus oyentes están atentos a su relato. A veces coincide con el muchacho que vende gelatina de pata cargando en su hombro una conservadora blanca, otras, con la niña que maneja una bicicleta azul y que ofrece chicha de maíz que prepara su abuela Anselma en el patio de su casa, o con don Jacinto que en un camioncito lleva verduras, se estaciona en algún lugar de la calle y, sin decir ni una palabra, toca la bocina anunciando que su presencia vital ya está ahí.