Mis héroes infantiles tenían nombres raros: Pew, John Long Silver, Sandokán, Emilio de Roccanera, Nemo… Habían por tanto, palabras que me facinaban como corsario, como bajel, como isla, como tesoro. Era de esperarse, intuyo, que Melville, Conrad o London, me llevaran por los trayectos de averiguar en los volúmenes de la historia quiénes fueron en realidad Henry Morgan, Edward Teach o Jack Rackham. Sí, desde que tengo uso de razón, siempre quise ser un pirata. Como Julian Assange.
Assange es uno de los más celebrados rostros de la piratería moderna. El pirata fue sienpre una figura de interpelación, un individualista inmoral y libertino pero capaz de desafiar el poder en aras de su libertad y de ciertas vagas ideas que componen un fabuloso aunque retorcido sentido de la ética. Assange pirateó decenas de sitios poderosos en Australia, reveló documentos secretos que denunciaban violaciones a los derechos humanos en Kenia y fundó la Wikileaks que arrojó millones de documentos clasificados por servicios nacionales de inteligencia destapando escándalo e indignación, como los videos que muestran impunes la muerte de miles de civiles en las guerras bastardas de Estados Unidos en Medio Oriente.
A partir de ahí, lo apestaron. Lo persiguieron, lo condenaron y lo volvieron paria hasta que se refugió, seis años atrás, en la embajada de Ecuador en Londres. Hoy, Assange, ha caído en desgracia y los ingleses se entraron, con su permiso señor embajador, en su último refugio y nadie sabe el destino que le espera a este capitán filibustero, sin pata de palo, sin ron y sin navíos. Umberto Eco, brillante como siempre, ya analizó hace algunos años que en el caso Assange, se jugaba más la hipocresía que los secretos de estado, pues Wikileaks no había denunciado nada que una persona medianamente informada no supiera o intuyera antes. Pero Assange lo había hecho de forma masiva y espectacular y así desafiaba al poder que no podía darse el lujo del silencio.
Como sea, el destino de Assange, se lo jugó él mismo a los dados y en las tabernas de un puerto, como todo buen pirata, pues se vio envuelto en escándalos sexuales y violó con soberbia el protocolo que había firmado con Ecuador para su protección. Claro, desde la embajada que lo cobijaba, Assange se las ingenió para tener celulares, se reunía con informantes de Wikileaks, seguía jodiend0 a otros gobiernos y países, maltrataba al personal de la embajada y ¡pirateó al propio gobierno ecuatoriano! ¡Era un máster! Pero también un soberbio y un imprudente. Hoy está preso, acusado por acoso sexual y violación en Escandinavia y con probabilidades de ser extraditado a Estados Unidos y ser condenado a pena de muerte por espionaje. Los piratas siempre fueron héroes trágicos. Quizás por eso los amamos. ¡Larga vida al Capitán Assange!