Fue la libertad de espiritualidad, religión y culto, que pueden ser expresados en público como en privado, consagrados en el Art. 21 de la Constitución Política del Estado (CPE), concordante con el Art. 4 de la misma Carta, lo que motivó mi complacencia al haberse repuesto por abrumadora mayoría en la nueva Cámara de Diputados la Biblia y el crucifijo, para que, ante ellos, y solo los asambleístas que lo prefieran, presten su juramento de rigor. Para cuando estas líneas estén ante la opinión pública, con seguridad ya habrá polémicas por la decisión de la Cámara Baja, que lo hizo de manera individual entre sus miembros y no como una identificación oficial del Órgano Legislativo. Y en realidad no hay motivo que justifique una acusación de violación a la Carta Magna. De hecho, entre los detractores de ello, existe más una confusión entre lo que doctrinalmente es un Estado laico y su independencia respecto a la religión, con lo que es el ejercicio de los derechos, en cuya virtud nadie será obligado a hacer lo que la Constitución y las leyes no manden, ni a privarse de lo que estas no prohíban, prescripción prevista por el Art. 14, parágrafo IV, de ese cuerpo legal.
Quienes conocen los estrados judiciales saben que en los juzgados de todo el país los despachos de los jueces, no obstante ser en su mayoría militantes del Movimiento Al Socialismo (MAS), tienen en sus escritorios una Biblia y una cruz, en el entendido correcto de que su exposición obedece no solo a una tradición en el ámbito público, que no agravia la libertad religiosa ni el principio de laicidad del Estado, sino que la presencia de esos símbolos responde a una herencia histórica arraigada en nuestra sociedad mayoritariamente católica desde la fundación de la república. La sola presencia de esos dos elementos propios del catolicismo no fuerza a nadie a actuar en contra de sus convicciones y mucho menos a que estén compelidos a venerarlos, hecho que no solo sería ilegal, sino inmoral, al afectarse la conciencia de los no creyentes.
Que durante los últimos veinte años se haya proscrito la presencia de la Biblia y la cruz en los espacios públicos y no haya generado ningún conflicto, obedece a que quienes detentaron el poder fueron los administradores de un gobierno que se calificó de socialista y determinó que esos símbolos no podían continuar expuestos ante el razonamiento equivocado de que somos un Estado laico. Es decir que la actual CPE haya suprimido a la religión católica como la oficial del Estado, separando a este de la religión, no solo es legítimo, sino justo desde mi punto de vista. La Iglesia católica no tiene por qué ser beneficiaria de ningún privilegio estatal. Su tarea respecto a él debe circunscribirse a su intermediación en los conflictos sociales, que en nuestro medio abundan, en mérito a su autoridad moral y misión pastoral que ostenta. Más, nada.
Individualmente, empero, un senador, un diputado, un ministro o un sacerdote son libres de practicar su espiritualidad en cualquier espacio público, tal como hizo el MAS al rendir cultos a la Pachamama, obligando a los servidores públicos a participar de ritos con los que una gran mayoría no comulgaba. Es lícito, incluso, para el que quiere adorar al dios del trueno en el ámbito de la administración pública; lo reñido con las buenas costumbres es obligar a quien no cree en deidades como esa.
En nuestro derecho positivo no existe una norma que prohíba el uso de elementos religiosos en espacios públicos, y no podría existir, pues sería inconstitucional a mérito de las normas de máxima jerarquía antes citadas. Mas aún, pongámonos en el caso de que un Parlamento esté dominado por islamistas y, en consecuencia, lleno de burkas y turbantes, que son elementos exclusivos de una religión, ¿podrá esa circunstancia ser interpretada como una violación al carácter laico del Estado?
Finalmente, si la Biblia y/o el crucifijo formaran parte de la identidad de la ALP u otro órgano del Estado, en su bandera, emblema, himno o lema, como lo hizo el gobierno saliente al imponer la cruz chakana como marca del Estado, que es un símbolo de la cosmovisión y religiosidad andinas, con la agravante de sustituir al escudo nacional, entonces sí estaríamos hablando de un Estado adscrito a una religión, por constituir ese hecho un carácter integrador entre sus miembros.
Hasta hace unos días, el Órgano Ejecutivo principalmente, y desde hace 20 años, estaba dominado por ceremonias religiosas paganas; ¿alguien denunció como conducta inconstitucional? Aunque, en ese caso, sí podría considerarse una violación legal, porque todo servidor público estaba obligado a participar de ritos que espiritualmente para ellos nada significaban. La Biblia y el crucifijo son de veneración individual y no de identidad institucional y tienen que ver con la historia y cultura nacionales. Por último, la legalidad o ilegalidad de jurar ante ellos, corresponde determinar a una autoridad jurisdiccional competente y no al arbitrio de quienes, por intereses políticos o religiosos, puedan expresar acuerdo o discrepancias.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor