La hija del cura
Pues, como suena; oíd el caso.
Hay un pueblo escondido allá entre las profundas arrugas de los Andes.
Dulcificada la fiereza en las cadenas de las altas sierras, sucédense en serie interminable las redondas colinas y se abren y serpentean los valles y las quebradas, fértiles hasta lo umbroso del bosque los unos, áridas, sedientas hasta la desolación del páramo, las otras.
En lo más hondo de uno de aquellos, ronca el torrente debajo de los brezos de raíces fornidas y flores de púrpura.
Orlan sus bordes los matorrales coposos, los amiantos floridos: blancos, carmesíes, amarillos, morados que se columpian hacia el abismo como empeñados en enlazar sus ramas en la opuesta orilla con las espadañas puntiagudas, los mastranzos aromosos, y las ingratas ortigas verde esmeralda, sembradas de rojo como salpicadas de sangre siempre fresca.
Las gomosas acacias de frutos colgantes como racimos, las lianas enredadoras, las velludas calabaceras arrastrándose, ligándose, cruzando de un extremo a otro, forman como una bóveda tupida al cauce torrentoso, cuyas aguas bulliciosas se creerían negras, obscuras, gredosas, si después de algunos giros y revueltas en torno de las colinas, no salieran al llano límpidas, puras, cristalinas, frescas.
Sobre los picos, sobre las faldas, en los declives, en las eminencias y en los rellanos, surgen en pintoresco desorden las casas de techumbre pajiza como en danza continua, subiendo y bajando entre cercos de matorrales espontáneos y cactus gigantescos.
Los tablones de sembradío ondean reluciendo al sol el verde obscuro de las matas de patata y el verde claro de los lechugales y el rubio oro matizado de los trigos en que olea orgullosa la siempre apretada espiga de los dioses.
Algunos troncos robustos, afianzados en ambas orillas, dan paso cómodo de una falda a otra de las colinas divididas por el torrente.
En lo más plano, en lo más visible desde lejos, se abre la placeta y en la placeta se alza la iglesia con altas torrecillas blancas, teniendo, entre una y otra, en la fachada lisa, la ojiva con vidrios de colores que a la distancia asemeja a un ojo inmenso, símbolo de la suprema mirada del omnipotente.
Contiguo al templo de gallardas siluetas enclavadas en el azul diáfano, se divisa una casita rústica. Parece la mejor y más decente de todo el pueblo, como que es el presbítero que se decía a la casa parroquial. Allí mora el cura, ya más que entrado en años, siempre limpiecito, siempre benévolo, siempre sonriente y siempre pronto al servicio de su feligresía.
No es un erudito, ni un teólogo, ni siquiera un moralista. Sabe poco de ciencias y de inventos; cree en Dios, conoce su misión evangélica y ama a su prójimo sin dejar la ojeriza irremediable a los jacobinos, a los carbonarios y a los masones.
Con el buen cura, que es corazón y alma de su pueblo, vive en la casa parroquial el ama, un alma de Dios, gruesa, sana, servicial y protectora de todo el mundo, especialmente de los que sufren hambre, que exigen algo más que el pan de la eucaristía y de los que sufren amor destinado a sacrificarse en el tálamo bajo la bendición de aquel ciervo de Dios que cura las almas.
Con el ama y el cura vive además un pimpollito de rosa; una criatura formada con la esencia de muchas cosas buenas: graciosa, esbelta, delicada y muy mujercita en cuanto a las morbideces y curvaturas características del sexo.
Con sus grandes ojos azules, llenos a la par de candor y de inocente ansia de saberlo todo, sigue en el día desde su cobertizo, con la labor en las faldas y la aguja en la mano, ya las ovejas que van por los senderos balando perseguidas por el perro, entre los jaramagos de la colina, ya el curso de la cristalina corriente, que murmura entre berros en el arroyo cercano o ya en la noche, horas enteras el azul oscuro del firmamento cuajado de estrellas fecundo en misterios y surcado a veces por rápidas iluminaciones que cruzan sin dejar rastro.
Esas manitas hacen hablar, gemir, suspirar al órgano del templo y esa voz angelical levanta los corazones sensibles de aquella gente sencilla hasta el trono de Dios, al modular el Ave María Stella con que se inicia el culto diario a la divina Madre.
Pero ¿quién es esa ninfa de las breñas, de los torrentes, de los brezos, de las espadañas?
El cura tuvo una hermana, agraciada, inocente, buena.
Una noche llamaron a las puertas de la casa parroquial con violencia.
Cuatro labriegos llevaban en parihuelas a un herido en una de las escaramuzas, en ese tiempo diarias, durante la lucha por la libertad.
El cura acogió con amor al infeliz que no daba señales de existencia.
La buena mujer se hizo una hermana de caridad durante la enfermedad y la convalecencia dolorosa.
Un día hubo de partir sano ya el acogido y la despedida fue triste, muy triste. El cura lo bendijo. La buena mujer cayó rodando exánime, bañado su rostro en lágrimas.
Pasó algún tiempo y el cura, teniendo entre sus brazos con inmenso cariño a aquella infeliz, la confortaba hablándole de perdón mientras ella sufría el paroxismo de los dolores.
Un momento solemne, la angustia en los pechos, un grito de muerte y otro de vida. La madre entregando su espíritu a Dios y la hija, criatura divina, pura, hermosa, hija del pecado, bendecida en nombre de la Santísima Trinidad por el sacerdote que la nombra su hija, la hija de su alma, la sangre de sus arterias, el aire de sus pulmones, la sombra
de su cuerpo…
¡Hay un pueblo escondido allá en las profundas arrugas de los Andes…!
Biografía
Julio Lucas Jaimes – (Potosí, 1845-Buenos Aires, 1914) Escritor boliviano. Ocupó destacados cargos políticos en su país y fundó, junto con R. Palma, el diario La Broma, en el que escribió bajo el seudónimo «Brocha gorda». Es autor de diversas obras históricas: Epílogo de la guerra del Pacífico (1893), Brasil-Bolivia (1903) y La villa imperial de Potosí (1905).