Guillermo Almada
De andar firme. Derechito como una estaca, a pesar de la edad, o de la vida. Tenía los ojos chiquitos, como rasgadura de Gillette, y no tenía cicatrices en la cara, ni eran arrugas. Más bien eran como pliegues de la vida. Dobleces que permitían presumir que había vivido mucho. Lo difícil era poder establecer cuánto.
Camisa blanca, sin cuello, bien cerrada hasta arriba, y un pañuelo largo, con un sujetador a la altura del nudo. Saco, la mayoría de las veces, cuando no chaqueta corta, o chaleco. Y en la cintura un cuchillo de hoja media, del lado opuesto de la mano, y con el filo hacia abajo. De modo que la salir, salga cortando.
Yo lo había visto rasurarse con ese cuchillo, hasta el bigote espeso que le daba carácter, subrayándole esa nariz de berenjena que tapaba a medias con el ala del sombrero.
Así andaba Juan De Dios, por la quinta de mis padres. Llegaba antes que el sol. A veces creíamos que él la visaba al gallo que cantara. No se metía no nadie. Saludaba y pasaba a la cocina a calentarse agua para el mate. Después se sentaba en la galería o el pasto, en una piedra que había junto a un árbol, mateando hasta que empezaba el movimiento en la casa, entonces entraba y se ofrecía: “P´a lo que guste mandar”. Aunque no era tan así. Un día, mi madre, sabiendo que iba para el pueblo le pidió que le hiciera una compras en el mercado, y él aceptó. Entonces mi padre la llamó a mamá aparte y le dijo que Juan De Dios no estaba para esas cosas, que mandara a alguna de las muchachas y Juan De Dios la llevaba. Mi madre le respondió que no necesitaba “gente al vicio”, pero aceptó, como otra de las muchachas.
Ahí me quedó en claro que Juan De Dios no era un mandadero, era un servidor, como él se presentaba. Estaba para otras cosas ¿Cuáles? Ya veremos.
Se hace necesario comprender que este hombre era un hijo extramatrimonial de un tío de mi padre, que nunca fue reconocido y debió pasar una vida muy dura, llena de necesidades y vicisitudes, y desde niño, no le quedó otra que arreglárselas como pudiera. No fue a la escuela, así que era analfabeto, por lo que las oportunidades casi que se le diluían de las manos, y trabajó muy duro por mala paga hasta que conoció a un caudillo que quería postularse para gobernador y lo contrató como su guardaespaldas. Y allí andaba Juan De Dios metido en todas las trifulcas por fraude y otras yerbas, defendiendo al doctor.
El hombre ganó las elecciones. Su mayor promesa de campaña había sido terminar con el pillaje y los bandidos. Así que asumió a los dos meses y su primera acción de gobierno fue hacer meter preso a Juan De Dios, acusándolo inclusive de delitos que no había cometido. Afortunadamente el juez le conocía la menta al doctor, así que el tío de mi padre lo pudo sacar con una fianza, y desde entonces tuvo cierto acercamiento a la familia.
Papá contó en alguna oportunidad que el hombro tenía dos hijos varones, y que uno le salió torcido y lo perdió. El otro no, pero no quiere ni oír hablar del padre. Y la hija se le fue con un presunto novio el día que murió la madre ¡Pobrecita, no tenía ni para remedios y se le fue con una pulmonía simple!
Parecía que los hijos lo culpaban por el destino, algo que el azar se empeña siempre en desestructurar hasta evidenciar que no todos tienen las mismas oportunidades.
Juan De Dios estaba siempre en la quinta. Todos los días. Leía el diario, comentaba las noticias, cebaba mate. Comía con nosotros, en nuestra mesa. Formaba parte de la casa, sin entender yo, muy bien, qué parte era.
Invierno y verano pedía permiso para ganguerearse en el patio de atrás, con agua fría. Un día logré ver su torso desnudo, lleno de marcas de balas y cicatrices. Me miró y me dijo con certeza de sabio emitiendo un presagio: “A usted nunca le va a pasar ¿Sabe?” Y yo confié. En él confié.
Después del baño, se encendía un cigarrillo armado por sus manos, y se iba tranqueando lento, para su casa, justito antes del anochecer.
Esa tarde se lo vio que volvía corriendo por el camino. Mi padre salió a su encuentro, antes de que llegara a la casa. Hay unos vándalos, dijo, haciendo desmanes y están viniendo hacia acá, cierre todo, Don Antonio.
Volvieron juntos a la casa, mandaron a las mujeres a ponerse al resguardo junto con los niños, o sea yo, y mi padre cargó el wínchester con las cinco balas correspondientes y le arrojó a su primo una pistola con un cargador de nueve. Es lo que tengo, le dijo. Juan De Dios la miraba como tratando de entender el mecanismo, y con un golpe de su pulgar le soltó el seguro.
En eso, se oyeron los alaridos y gritos de estos tipos que, bien montados, cruzaban la cerca. Eran tres, y mi padre inició el fuego tumbando al de adelante, Juan De Dios se despachó al segundo, que terminó colgando del estribo. Y el tercero, hábilmente zigzagueaba los disparos del wínchester y se encaminaba, con furia, sobre mi padre que pretendía recargar el rifle. El matrero desensilló de un salto, que fue interferido por Juan De Dios que se trenzó en una lucha cuerpo a cuerpo, con su cuchillo. Y en ese instante fugaz, como un meteoro que cruza el cielo a más de ochenta mil kilómetros por hora, y en el mismo nanosegundo, esa hoja se entibiaba en el cuello y el acero quemaba las entrañas.
Mi padre retiró el cadáver de encima de su primo, que por primera vez, ante lo inexorable, abrió los ojos grandes, celestes como un cielo prístino, sin decir nada, tal vez sin ver, pero se miraron y establecieron un lenguaje sin palabras que formaba parte de un código no escrito en donde los dos habían cumplido con las deudas heredadas. –