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José Edwards / Cuentos

El barbazul delicado

Un accidente sin importancia (la transitoria descompostura del autobús en que viajábamos) nos agrupó en un cuarto estrecho situado en medio del campo.

El dueño o tabernero trajo algunos vasos y nos abrió una botella de ron. Era un extraño sujeto abrigado o escondido hasta las orejas, a tal extremo que resultaba casi imposible adivinar sus facciones. Por lo demás, la luz era escasa y la curiosidad más escasa aun; ninguno de los cinco comensales sentíamos al parecer el menor interés por los cuatro restantes o por el tabernero: solo deseábamos salir de ahí a la brevedad posible y no volver a vernos nunca más. La reunión prometía ser, por lo tanto, extraordinariamente aburrida.

Apenas empezamos a beber, sin embargo, uno de los presentes rompió el silencio con una extemporánea y excitante declaración:

-Señores -dijo-, han de saber ustedes que yo he cometido un asesinato.

Era un hombre joven y fornido, con cara de buen padre de familia.

-No piensen que hablo de algo muy reciente -agregó, como para tranquilizarnos-, el asunto ocurrió años atrás. Por lo demás, yo he cumplido mi condena legal y he vuelto a ser un hombre libre como cualquiera de ustedes. La sentencia del Juez fue benévola, en consideración a que mi delito (si así pudiera llamársele) fue extremadamente minúsculo, por no decir inexistente del todo.

“Yo asesiné a mi mujer. La estrangulé mientras dormíamos la siesta, en un Domingo de primavera.

“Estábamos casados hacía apenas un año y teníamos un bebé maravilloso al cual adorábamos sin reservas de ninguna especie; éramos, por decirlo así, absolutamente felices. Yo amaba particularmente esos momentos del día Domingo en que después de almorzar nos tendíamos en la cama y nos acariciábamos perezosamente, sin establecer ningún programa, gozando de un sereno libertinaje secretamente comunicado o emparentado con la Eternidad.

“Ese día, sin embargo, mi mujer empezó a actuar de un modo extraño e inquietante: se apegaba a mí con una insana impaciencia, como tratando de apresurarme o agotarme en un décimo de segundo; sus brazos me aprisionaban con un vigor histérico y su cuerpo se movía aceleradamente, como una máquina vertiginosa o como un descomunal insecto escapado, que hubiera resbalado fuera de su tiempo y de su escala. Me hablaba con tal rapidez que apenas lograba retener el sentido de sus palabras.

“-Te amo -me decía-. Te adoro. No me abandones. ¿Me quieres todavía? Adiós.

“Luego se dormía bruscamente para despertar casi enseguida y abrazarse una vez más contra mi cuerpo con una urgencia desmedida y ciertamente aterrante.

“De pronto quedó paralizada y semimuerta en mis brazos.

“-Lauchita -le grité-. Ratoncito, mi pequeña rata… ¿qué le sucede?

“Cuando volvió a mirarme sus ojos estaban velados, como apagados por el tiempo; por un diabólico tiempo interior que parecía consumirla, segundo a segundo, con creciente violencia.

“-¿Eres tú, Eusebio? -balbuceó, sin ningún entusiasmo-. Llévame al excusado; necesito hacer pipí.

“La tomé en brazos y constaté con disgusto que estaba cagada hasta las rodillas. La senté encima del excusado; sus mejillas estaban horriblemente pálidas y secas.

“-¡Tengo hambre! -imploró, mientras orinaba-. ¡Me muero de hambre!

“Su aspecto era en realidad el de una persona moribunda. Encontré un plátano en la cocina, lo pelé y se lo llevé a los labios; ella lo tragó con increíble velocidad, luego se durmió y despertó inmediatamente. Su mirada era ahora dulce y tierna.

“-Eusebio, Eusebio querido. Esta ha sido, después de todo, una buena vida… ¿verdad? ¡Hemos sido felices!

“-Y lo seguiremos siendo, mi laucha -balbuceé-. ¡Nuestra vida recién empieza!

“Pero ella parecía enteramente acabada. Su frente se había llenado de arrugas, su cuerpo había enflaquecido súbitamente y se había encorvado. Tenía la piel amarilla y reseca como la de una vieja octogenaria.

“Volví a levantarla, transportándola otra vez a la cama y le tapé los pies con un chalón.

“Ella me clavó la vista con una expresión de extrañeza y de odio. Ya no era mi mujer, mi joven y delicada mujer, sino una vieja desdentada y carcomida por los años, torturada por los delirantes terrores de la arteriosclerosis.

“-¡Ladrón! -gritó-. ¡Usted ha venido a mi casa para robarme!

“Luego se volvió en la cama dándome la espalda y comenzó a gemir de un modo horrible. La demencia senil se había transformado bruscamente en algo peor: la angina, la cirrosis o el cáncer. Sus gritos resonaban angustiosamente por toda la casa.

“Lo indicado era darle morfina, pero… ¿cómo hacerlo? Era Domingo y las farmacias estaban cerradas; tampoco resultaba fácil conseguir una enfermera que pudiera colocarle una inyección. Las circunstancias exigían una decisión inmediata. Puse mis dedos en su viejísima y moribunda garganta, y apreté un poco, como quien aprieta un cartón remojado, un huevo crudo o un trozo de gelatina.

“Los gritos cesaron al instante, pero, casi al mismo tiempo, empezó a gritar nuestro bebé, Eusebio Federico, reclamando el pecho de su madre. Era la hora exacta en que le tocaba mamar: siete y medio minutos para las cuatro.”

* * *

Sin interrupción, otro de los contertulios se puso de pie, declarándonos de un modo enfático:

-En mi juventud dediqué mis mejores esfuerzos al estudio de la Astronomía.

Su revelación no pareció inquietar a nadie en el primer momento, pero él mismo estaba enormemente excitado. Era un señor calvo de gruesos anteojos, aparentemente muy serio y reposado. Luego de secarse la frente con un pañuelo nos solicitó de un modo misterioso que guardáramos absoluta reserva acerca de lo que nos iba a contar. Enseguida empezó su historia:

-Yo pertenecí al grupo Orión. Tal vez ustedes no sepan lo que era el grupo Orión. Debo informarles pues, antes que nada, que se trataba de un movimiento científico de elite, el más avanzado y revolucionario de su época en el campo de la investigación sideral. Teníamos por jefe al célebre Profesor W, titular permanente en la Universidad de Columbia y Doctor honoris causa de la Universidad de Bonn. Nuestro campo de operaciones era un Súper Observatorio costosamente instalado en la meseta más alta del Himalaya a 4.200 metros sobre el nivel del mar, premunido de los más potentes y sensitivos aparatos inventados hasta entonces.

“En el tiempo en que ocurrió el episodio a que voy a referirme, nos encontrábamos sentados en el estudio exclusivo y exhaustivo de una estrella nueva a la que el Profesor W, que era su descubridor, había bautizado con el nombre de “Clitemnestra”. Nosotros, con ese horror que ha sentido siempre la gente joven por las palabras demasiado largas, la llamábamos simplemente “Cli”.

“Después de largos meses de impetuosa e ininterrumpida labor en el ambiente seco y excitante de la alta montaña, Cli había llegado a convertirse para nosotros en algo más íntimo y personal que un mero objetivo científico. Más que una estrella la considerábamos algo así como la pin-up girl o novia oficial de nuestro grupo. Nos disputábamos los telescopios para observarla; analizábamos apasionadamente su constitución físico-química y registrábamos, con una acuciosidad próxima al erotismo, sus más insignificantes variaciones de temperatura o las más imperceptibles mutaciones de su órbita en el espacio.

“Su diámetro, según nuestros cálculos, era 10.000 veces mayor que el diámetro del sol, y su distancia a la tierra podía estimarse aproximadamente en 3.400 años luz. Su atmósfera, o periferia exterior, parecía estar compuesta primordialmente de Ozono y de sulfatos o amoníacos de Ozono. Y su núcleo contenía, en conformidad con los datos recogidos en el Espectroscopio, Clorato de Uranio, Metiletilfenato de Calcio y Clorhidrato de Hierro (todo lo cual nos excitaba en forma difícilmente comprensible para el hombre o para el enamorado común).

“En fin, la elipse inscrita en su doble vértice axilar arrojaba una fórmula indicativa de máximo y mínimo que aun recuerdo en todos sus detalles:

x = x y – 2 Lw 67.9
49.004

“En conformidad a nuestra extensa recopilación de experiencias e hipótesis, Cli se aproximaba velozmente a la Tierra y esta aproximación estaba a punto de alcanzar su apogeo; después se iría alejando nuevamente hasta perderse de vista, incluso para los más potentes telescopios, y solo volvería a visitarnos en 17 o 18 siglos más.

“Cuando llegó la noche cero, nuestra excitación era extrema como puede comprenderse. Cada uno detrás de su telescopio esperábamos el anhelado fenómeno con una emoción que nadie pretendía disimular. ¡Por fin íbamos a observar a Cli de cerca! ¡Entre ella y nosotros mediarían apenas 1.300 a 1.500 años luz!

“El Profesor W se había puesto un viejo chaqué desenterrado del fondo de su maleta a fin de dar mayor solemnidad al suceso. Premunido de su potentísimo telescopio de bolsillo semejaba un pequeño y heroico director de orquesta tratando de controlar el concierto (o desconcierto) de los astros.

“Por fin, en medio de un espectacular silencio, Cli empezó a acercarse. Primero lentamente (a razón de un centésimo de milímetro por minuto en el dial del telescopio), luego más rápidamente (10 centésimos de milímetro por cada medio minuto) y enseguida, cosa inusitada, más rápidamente todavía, a 30 centésimos de milímetro por cada cuarto de minuto. Después sobrevino la absoluta locura: Cli se fue agrandando, fuera de todo cálculo, con una dramática y sorpresiva velocidad. Al cabo de un cuarto de hora ya no necesitábamos telescopio para mirarla. A los veinte minutos estábamos todos escondidos o refugiados detrás de nuestros aparatos porque Cli había adquirido el volumen de una pelota de fútbol, solo que no tenía propiamente la forma de una pelota, sino la absurda forma de una estrella medioeval o premedioeval, con cinco picos puntiagudos, como las estrellas que dibujan los niños y los militares en sus banderas y emblemas de tipo nacionalista.

“El único que no parecía alterado ni sorprendido era W, que continuaba aferrándose ilógicamente a la Astronomía.

“-¡Extraordinario! -vociferaba con su voz delgada y amablemente pedante-. La distancia entre Clitemnestra y nosotros debe estar, en estos momentos, entre los mil cien y los mil ciento veinte o ciento treinta años luz, lo cual nos obliga a reconocer una inconcebible equivocación de nuestra parte respecto a su verdadero volumen. ¡Nos hemos quedado cortos! La longitud de su diámetro o eje interpolar debe ser superior en centenas de veces al calculado por nosotros. Nuestro descubrimiento adquiere, de este modo, un alcance insospechado: ¡estamos en presencia del más formidable conglomerado material conocido por el hombre!

“Nosotros apenas lo escuchábamos aterrados como estábamos con la creciente proximidad de Cli sobre nuestras cabezas, especialmente sobre la cabeza de nuestro Profesor.

“-¡Cuidado! -gritó alguien, pero ya era demasiado tarde. Se oyó un extraño crujido subterráneo o superterrestre y Cli se vino abajo con gran estrépito, cayendo precisamente encima de W, quien quedó aplastado instantánea y definitivamente.

“Todos permanecimos un largo rato paralizados por el asombro. Más que la pérdida del bienamado maestro, nos acongojaba el lamentable espectáculo que ofrecía nuestra común novia estelar tirada en el suelo: tangible, inerte y despojada de todo su misterio y su poesía.

“Su volumen equivalía al de un sillón confortable o al de un frigidaire de tamaño mediano. Su superficie era lisa, dura y blanca, aparentemente de fierro enlozado; sus manchas, que vistas por el telescopio parecían corresponder a inmensos bosques o profundos cráteres, eran simples saltaduras o impurezas de la loza y, en el extremo de uno de sus picos, parecía adivinarse la presencia de un gancho del cual hubiera estado groseramente colgada, quién sabe de dónde.

“Nos retiramos, uno a uno, sin hacer comentarios. Nuestro pequeño grupo estaba definitivamente disuelto.

“En lo que a mí respecta, desde entonces he ejercido tranquilamente la profesión de contador y no he vuelto a preocuparme por lo que ocurre en lo alto de los cielos.

“No obstante, por precaución, salgo siempre con casco; y en las noches estrelladas, me abstengo metódicamente de colocarme a la intemperie a fin de eliminar la desagradable posibilidad de sufrir el impacto de algún cuerpo celeste encima de mi cabeza.”

* * *

Terminado este relato se produjo un silencio colectivo, causado tal vez por una confusa sensación de asombro no exenta de melancolía.

Como para animarnos, un tercer personaje tomó la botella de ron y nos sirvió a todos una copita. Después él mismo bebió un inmenso sorbo chupando del gollete, actitud que me pareció poco discreta y nada distinguida.

El hombre tenía la apariencia de un antiguo lobo de mar; su cara era de un tinte rojo subido y tenía unos ojillos vidriosos y llenos de malicia que bailaban continuamente, de un lado a otro, sin fijar la mirada en ningún punto especial.

-Es curioso -observó como para sí mismo-, todos pensamos que en el mundo nos ocurren cosas extraordinarias o, si se quiere, que las cosas extraordinarias nos ocurren solamente a nosotros y a nadie más, pero aquí, en este momento, se está dando un rotundo mentís a esta suposición: de las cinco personas presentes, dos ya nos han contado experiencias que están fuera de lo común y yo, por mi parte, voy a darles a conocer una tercera.

“Durante seis años contados y precisos de mi vida cohabité con una sirena. No diré que la tuve por amante, porque esto habría sido imposible: la pobrecita tenía, de la cintura para abajo, la forma de un pescado. De la cintura para arriba, sin embargo, era una creatura realmente deliciosa, al menos cuando la encontré por primera vez.

“Esto sucedió, como ustedes podrán suponerlo, en medio del mar. Yo había salido a pescar en mi pequeña lancha a motor (en aquel entonces ejercía las funciones de cuidador, administrador y único habitante de un faro). Cuando sentí las redes más pesadas que de costumbre, pensé que había atrapado una albacora o un tiburón. ¡Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme a boca de jarro con una delicada mujercita de ojos azules y larga y sedosa cabellera rubia!

“Fue un instante inolvidable. Yo era por entonces un hombre fogueado y maduro, en toda la fuerza de la edad; ella era poco más o poco menos que una niña: su expresión denotaba claramente que estaba naciendo o despertando por primera vez, que nunca había visto el cielo, ni las nubes, ni el rostro de un ser humano.

“Tal vez yo estaba acercándome a una edad crítica; el hecho es que me estremecí: experimenté un extraño anhelo de defenderla, quién sabe de qué o de quién, como si yo hubiera sido su padre y ella mi hija. En vez de subir la red como lo habría hecho con cualquier pescado, la tomé en mis brazos, levantándola suavemente hasta la cubierta. Su pequeño cuerpo deliciosamente mojado resultaba suavísimo al tacto y despedía una fragancia tenue y misteriosa, como un olor brotado de las profundidades de la infancia o del Paraíso.

“Sin pensar acaricié sus menudos senos, erectos y firmes; ella me sonrió. Evidentemente no veía nada malo en lo que estaba haciendo. Entonces la estreché fuertemente contra mi cuerpo y la besé por primera vez.

“En fin, no sé por qué entro en estos pormenores. Como ya les dije, nuestras relaciones fueron y continuaron siendo obligadamente platónicas, al menos de la cintura para abajo. La acomodé en el faro como mejor pude, sumergiendo su vientre y su cola en un balde con agua de mar, la que cambiaba regularmente una o dos veces al día. Para que no se dañara la espalda con el borde del balde, había ideado acondicionar un juego de cojines.

“Después, suponiendo que podría sentir frío, empecé a comprarle ropa, interior y exterior. La verdad es que por mí, hubiese preferido dejarla siempre desnuda. Los vestidos parecían atentar, de un modo imperceptible, contra su pura y excitante inocencia.

“Un día decidí comprarle un anillo; su placer fue tan auténtico como el de una mujer de verdad. Desde entonces empezó a exigirme por señas todos los días que le trajera otro: de este modo, al cabo de pocos meses, sus pequeñas manos quedaron literalmente tapadas de anillos. También le compré pulseras, prendedores y collares.

“En verdad esta frágil criatura, peligrosamente asexuada, había llegado a ejercer sobre mí un incomprensible dominio: me sentía atado a ella, como esclavizado, cosa que nunca me había ocurrido antes con ninguna mujer integral. Durante mis breves ausencias experimentaba todo el tiempo una sensación indefinible de angustia: temía no encontrarla a mi regreso: pensaba que podía esfumarse en el aire o hundirse en el mar. Incluso sentía celos insensatos de todos los pescados que merodeaban alrededor del faro: suponía que alguno de ellos sería su amigo y que se entendía con ella de algún inimaginable modo mientras yo bajaba al puerto.

“En el fondo, mi constante temor era pensar que pudiera aburrirse de mi compañía y, mientras viví dominado por esa obsesión maniática, jamás pensé en la posibilidad de aburrirme yo mismo.

“En realidad nuestra existencia era bastante monótona: nos besábamos y nos acariciábamos interminablemente en el más absoluto silencio (ella nunca aprendió a hablar). Yo hundía mis manos en su cabellera y apretaba mi cabeza contra su cuerpo; ella temblaba suavemente y luego quedaba inmóvil, como una delicada alga marina. Después de largas horas consumidas en esta estéril e infructuosa gimnasia, terminaba por depositarla en su balde y me retiraba a un rincón a beber.

“En aquellos años me habitué a la bebida en forma exagerada, ingiriendo grandes cantidades de alcohol tanto de día como de noche, circunstancia que contribuyó a aprisionarme cada vez con más fuerza en ese informe laberinto sin salida, del cual pude no haber escapado jamás.”

En ese instante, el rojizo capitán suspendió momentáneamente su narración y, llevándose una vez más la botella a los labios, terminó con todo el ron que quedaba. Luego estalló en una formidable risotada, a la vez cordial y siniestra; se limpió los bigotes y lanzó un pequeño suspiro sentimental.

-El asunto terminó por resolverse del modo más imprevisible -comentó-. Una tarde, mientras paseaba nerviosamente por las calles del puerto pensando qué cosa comprarle a mi sirena que pudiera mitigar su posible aburrimiento, tuve la ocurrencia (lo increíble era que no la hubiera tenido antes) de llevarle una caja de chocolates.

“Este fue el principio de mi liberación. Desde ese día ella se aficionó inmoderadamente a comer golosinas, hasta el extremo de hacerme pensar que había encontrado por fin su verdadera vocación; devoraba caramelos, calugas, bombones y chocolates con una voracidad reconcentrada y sistemática, rayana en el fanatismo, de suerte que a las pocas semanas el faro se había convertido en un basural de papeles plateados, cintas, cartones y cajas vacías decoradas con paisajes suizos. Naturalmente empezó a engordar y, al perder sus aéreas formas de niña, todo el misterioso encanto de su persona se fue disipando gradualmente hasta esfumarse. Comenzó a desarrollar gorduras y rollos de grasa en la parte inferior de la espalda, justo encima de las escamas; sus senos, antes pequeños y tensos como limones, se volvieron colgantes y voluminosos (los sostenes del número más alto ya no le servían y había que añadirlos con cuerdas). Por último, llegó a engordar de tal manera que quedó definitivamente adherida al balde sin poder salir de él nunca más.

“Desde entonces, naturalmente, se hizo imposible renovarle el agua, pero el asunto ya había dejado de preocuparme demasiado.

“Fue justamente durante esa temporada cuando empecé a serle abiertamente infiel. Comenzaba la primavera; en mis incursiones por las tabernas del puerto trabé amistad con una mujer cuyo principal atractivo para mí consistía en no parecerse en nada a una sirena: tenía el pelo negro, tieso y corto y los ojos desprovistos de todo misterio. Sus caderas, sin embargo, estaban bien conformadas y sus piernas eran francamente atractivas. Experimentaba un desahogo sin precedentes acariciándolas hasta los tobillos, después de tantos años en que mis manos debían detenerse bruscamente al llegar a la cintura.

“En fin, mi nueva experiencia amorosa fue aliviadora, como ustedes comprenderán, en más de un aspecto. Comencé a ausentarme del faro por períodos cada vez más largos; por último reduje mis visitas a una por semana: los martes al mediodía llegaba puntualmente con una inmensa provisión de calugas (había suspendido la compra de chocolates por resultarme excesivamente dispendiosa). Ella abría ávidamente el paquete y comenzaba a devorar, casi sin mirarme. Yo escapaba en puntillas y regresaba a tierra a reunirme con mi querida.

“Este estado de cosas, por demás absurdo e insostenible, se prolongó durante largos meses por pura inercia. Era una época del año en que no había movimiento de barcos y mis funciones de guardafaro se reducían prácticamente a nada, lo cual me permitía permanecer alejado de ella casi todo el tiempo.

“A decir verdad, nuestra aventura había sido tan frustrada y extravagante que, tal vez por lo mismo, yo no atinaba a darle un corte. ¿Cómo poner punto final a algo que ni siquiera había empezado?

“Por último, un impulso repentino de mi parte puso fin a la situación.

“Sucedió un día en que llegué al faro con algunas copas de más. Al entrar como de costumbre al dormitorio constaté con asombro que la sirena había desaparecido.

“Aunque parezca increíble sentí revivir por un momento, con toda su dolorosa intensidad, el viejo y angustioso terror de perderla. Recorrí anhelante los pasillos y los cuartos vacíos; abrí puertas, moví muebles y escudriñé rincones. Subí y bajé corriendo de la torre, hasta que de pronto, sorpresivamente, la encontré. Había rodado o reptado, con su balde a cuestas, hasta una pequeña terraza abierta al mar.

“En el instante mismo de verla toda mi angustia se transformó en ira violenta e incontenible. Parecía irritarme particularmente su obesidad: la repugnante blancura de sus fláccidos rollos de carne, sus brazos cortos y abultados y su rala cabellera rubia prematuramente atacada por la calvicie. Recostada de boca, seguía con embeleso los movimientos de un joven que se hundía coquetamente bajo las olas, mientras sus manos pequeñas y gordas apretaban posesivamente los restos de un paquete de calugas.

“Sin pensarlo dos veces, me lancé contra ella y como pude la arrojé al mar a puntapiés.”

* * *

Hacía rato que un cuarto señor nos tenía a todos molestos haciendo extraños ruidos con sus extremidades inferiores. Una vez terminado el relato de la sirena procedió a golpear violentamente los zapatos contra el suelo. Era un caballero de facciones regulares, dotado de una tupidísima barba de color castaño; sus zapatos eran unos botines altos y ceñidos que indudablemente le quedaban estrechos.

Después de muchos golpes y forcejeos logró sacárselos y pudimos constatar con estupor que, en lugar de pies, tenía pezuñas semejantes a las de una cabra.

Luego se quitó los pantalones mostrándonos en forma definitiva y completa su extravagante naturaleza, mitad hombre mitad bestia. Sus piernas nudosas y cubiertas de un grueso pelaje estaban conformadas al revés, a la manera de un carnero o de un caballo.

Después de esto se sacó la chaqueta, se abrió un poco la camisa y se sentó, como agobiado, en una silla.

-Ustedes perdonen -dijo-, pero tenía que hacer esto. ¡No podía resistir más!

“Es terrible tener que vivir disfrazado y escondido como un delincuente. Yo soy una persona honrada: odio esta especie de mentira. ¿Por qué no puedo presentarme ante ustedes tal como soy? ¿Acaso hay algo malo o perverso en tener los pies y las piernas diferentes de los demás?

“No piensen por favor que me considero un ser extraordinario, un Fauno o algo por el estilo; siempre he odiado las grandes palabras. Soy así, eso es todo. He sido siempre así y no recuerdo haber sido nunca de otra manera.

“Antes vivía en medio de los bosques, discretamente aislado del mundo y era bastante feliz; comía nueces silvestres y bebía el agua limpia y fresca de las vertientes; corría y saltaba y jugaba mis juegos particulares, absolutamente solo. No recuerdo haberme aburrido jamás.

“De vez en cuando recibía algunas visitas femeninas; no siempre eran exactamente de mi agrado, pero yo las atendía lo mejor posible, sin perder nunca el buen humor. Por lo general, se trataba de viudas o solteras ya no demasiado jóvenes; mujeres de un temperamento fuerte y posesivo, dotadas de una enorme agresividad. Solían darme caza entre los matorrales, a veces en grupos de tres o cuatro. Era un amable juego que no me disgustaba del todo; cuando calculaba que habían gastado parte de sus energías, me dejaba atrapar. Siempre he gozado de un éxito misterioso e inmerecido con cierto tipo de mujeres.

“Recuerdo a una, sin embargo, cuyo exagerado entusiasmo por mi persona llegó a resultarme antipático. Era una señorita alta y fornida, de unos cuarenta años aproximadamente. Me perseguía con tal tesón y frecuencia que me obligaba a huir de ella seriamente, a todo lo que daban mis cascos. Así y todo siempre conseguía alcanzarme; me aprisionaba en sus brazos y forcejeábamos de igual a igual (a decir verdad, era tan fuerte o más que yo). Al final me tumbaba invariablemente sobre el césped y yo la poseía, o ella me poseía a mí; nunca pude establecer esto de un modo claro.

“Por último, un buen día suspendió sus visitas. Presumo que debió haber encontrado novio o algo semejante. El hecho es que no volvió a molestarme más.

“Todos estos contratiempos y amenidades no alteraban, por cierto, la fundamental serenidad de mi existencia de alegre y despreocupado ermitaño, libre de problemas humanos y teológicos y en consecuencia, como ya les dije, razonablemente feliz.

“Mis verdaderos contratiempos comenzaron cuando el bosque en que vivía fue adquirido por una importante y progresista Sociedad Maderera. Empezaron a aparecer equipos de leñadores cuya misión consistía en arrasar con todo; al principio trabajaban con hachas, después optaron por el uso de complicados aparatos y serruchos mecánicos.

“Al poco tiempo ya no tenía dónde esconderme: habían reducido mi espacio vital a un grupo de diez o doce árboles.

“Fue entonces cuando adopté una resolución desesperada. Era un caluroso domingo de verano; los obreros se habían retirado y el cuidador estaba bañándose en un riachuelo cercano. Me vestí como pude con su ropa y escapé, trotando y galopando, en dirección a la Ciudad.

“Desde entonces he vivido envuelto y sofocado por camisas, chaquetas y pantalones, y mis pezuñas han perdido definitivamente su libertad, escondidas en la insoportable prisión de las botas y los zapatos.

“Considerando otros aspectos no debería quejarme. He realizado buenos negocios y actualmente soy propietario de un próspero almacén de abarrotes. Pero, como dice el adagio, el dinero no hace la felicidad y yo añoro los viejos tiempos en que no conocía los billetes y hasta ignoraba la existencia de los bolsillos.

“Por eso tal vez he decidido ahora descubrirme delante de ustedes, sin pensar en las consecuencias que esto pudiera reportarme. Si alguno de los presentes quisiera delatarme a las autoridades, me haría por último un gran favor. ¡Estoy aburrido de todo! Pienso, sin embargo, que, por muy irregular que sea mi situación civil, no podré ser encarcelado: ninguna prisión aceptaría cobijar a un monstruo como yo.

“Tampoco podrían someterme a juicio porque, en rigor, no he cometido ningún delito, como no sea el de carecer de documentos de identificación. Quizá pudieran expatriarme, pero ¿a dónde? Entiendo que en todo el mundo se están eliminando los bosques con fines industriales. No tendría ningún rincón agreste o selvático donde refugiarme.

“A veces pienso seriamente en la posibilidad de abrirme las venas, poniendo fin a una existencia demasiado prolongada que tiende a hacerse cada día más triste, inútil y anacrónica.”

Al decir esto sacó un inmenso y policromado pañuelo de pésimo gusto y procedió a enjugarse algunas lágrimas que caían pesadamente sobre su barba.

Entonces, el dueño de casa se acercó a él y empezó a acariciarlo con infinita delicadeza, como una madre a su hijo pequeño. Luego corrió a buscarle una diminuta copita de ron que el Fauno bebió pausadamente, a pequeños sorbos, mientras emitía discretos, casi imperceptibles sollozos.

-No hay motivo para ponerse así -le aseguró el tabernero, con una voz a un tiempo aterciopelada y chillona-. Después de todo, ¿qué es lo que le preocupa tanto? ¿Una conformación levemente original de sus extremidades inferiores? ¡Bah! ¡Eso no es nada! Todos tenemos nuestras peculiaridades. El mundo está sobresaturado de excepciones; me atrevería a asegurarle que la Regla, o la Normalidad, es lo único que no existe en ninguna parte, fuera de nuestra imaginación. Yo, personalmente, soy un murciélago.

Junto con hacer esta insólita declaración, nuestro anfitrión inició el repulsivo proceso de desnudarse a su turno, empezando por remover de su garganta unas delgadísimas bufandas o membranas grisáceas que la envolvían.

Huí.

A la salida el chofer intentó detenerme.

-Ya estamos listos -me aseguró-. Partimos enseguida.

Pero yo seguí corriendo.

Antes de volver a enfrentarme con tan inquietantes personajes, preferí continuar mi viaje a pie y, por mayor precaución, en una dirección diametralmente opuesta, gracias a lo cual no he vuelto a encontrarlos nunca más.

El acto libre

La Secretaria privada del Señor X, Director General de la Confederación Internacional de la Producción Universal, entró tímidamente en su privadísimo despacho con una tarjeta en la mano. Se la entregó balbuceando.

-Es un señor que solicita hablar con Ud.

-¡Que vuelva otro día! ¡Estoy ocupado!

-Es que este señor ha estado viniendo, día a día, desde hace ocho meses, don Alcibíades.

-¡Ah! ¿Sí? ¡Y cómo no me lo había dicho antes! ¿De qué se trata?

-No quiere decir. Asegura que es un asunto privado.

X pensó un poco; luego, botando la tarjeta al canasto sin mirarla, decidió:

-Hágalo entrar.

La verdad era que, en ese momento, no tenía nada que hacer.

Casi al instante apareció un viejito semijorobado, con un inmenso cartapacio debajo del brazo. Hizo una reverencia y se sentó frente al inaccesible magnate.

-¿En qué puedo servirle? -rugió X con una voz que estaba a punto de dar por terminada la entrevista.

-En nada.

-¿Cómo en nada?

-Soy yo el que puede servirle a usted; tengo un documento que creo puede interesarle.

En la forma más suave y silenciosa posible, dejó caer un descomunal volumen encima del escritorio.

X se sacó los anteojos; era un recurso que usaba frecuentemente con el objeto de pulverizar a sus interlocutores: su mirada miope tenía una expresión a la vez implacable y penetrante.

-¿Cómo así? -bufó.

-En estas páginas está escrita toda la historia de su vida pasada…

-¡Ah! ¡Chantaje! ¡Yo no invierto dinero en ese tipo de cosas!

-…y también la historia de su vida futura.

-¿De mi vida futura? ¿Está usted loco?

Por toda respuesta, el viejito dio vuelta trabajosamente el pesado tomo, colocándoselo de frente.

-Obsérvelo un poco, si gusta -insinuó.

X abrió el libro con avidez, calándose una vez más los anteojos.

-Puede usted estar seguro que no obtendrá un centavo de mi dinero -estableció, mientras se sumergía voluptuosamente en la lectura.

Hojeó rápidamente las primeras páginas: su niñez, su juventud.

¡Bah! No era difícil informarse de estas cosas con un poco de trabajo. Algunos detalles llegaron a sorprenderlo, sin embargo, en forma golpeante.

¿Cómo había podido alguien llegar a conocer los juegos y fantasías a que él se entregaba a los cuatro años, cuando defecaba interminablemente, sentado en su vieja y olvidada bacinica celeste?

¿Y sus calcomanías? ¿Su sapo de celuloide? ¿Su primera bicicleta? ¡Hasta la marca estaba indicada con acuciosa precisión!

Lo que más le interesaba, sin embargo, eran otras cosas. Ciertos pormenores indiscretos de sucesos ocurridos en su juventud y, muy especialmente, después de su juventud. Todo estaba registrado, por cierto, con lujo de detalles.

En seguida, empezó a hurgar datos referentes a sus negocios: los secretos de su contabilidad.

Después de unos diez o veinte minutos de lectura, su respiración se había hecho difícil y un sudor tibio le humedecía, en forma desagradable, la frente, el cuello y hasta la barriga. ¡Aquel libro era una verdadera bomba!

De pronto lo cerró y volvió a sacarse mecánicamente los anteojos, pero se los puso de nuevo enseguida.

-Su libro no me interesa -declaró enfáticamente, esperando aterrado la reacción de su adversario.

Pero el jorobado viejito no se inmutó, sacando, a modo de réplica, un segundo volumen de su cartapacio; se trataba de un documento bastante más reducido.

-Aquí puede leer usted un poco de su futuro.

-¿De mi futuro?

-Bueno, tal vez ya ha dejado de serlo. Es la breve historia de lo ocurrido entre usted y yo, desde que entré a esta oficina.

X abrió el segundo libro, esta vez sin hacer ningún comentario.

Después de leer algunos párrafos, dejó de sudar bruscamente, un frío intenso empezó a recorrer su cuerpo y, sin poder evitarlo, se puso a temblar como una gallina.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Acaso se estaba volviendo loco?

El libro estaba allí, no obstante, sólido y tangible, y las letras se destacaban claramente sobre el papel. Sus últimas palabras, las que acababa de pronunciar, aparecieron escritas en letras de molde, como también sus últimos pensamientos, el orden exacto de su reciente lectura, sus sensaciones aun frescas y hasta la descripción detallada de cómo y cuándo se había quitado y colocado los anteojos.

Sin saber qué hacer, procedió a soltarse un poco la corbata y, en ese mismo instante, pensó con horror que este gesto suyo estaría ya escrito, con toda seguridad, en las primeras páginas del último volumen que el viejo conservaba dentro del cartapacio.

Entonces, se enfureció de golpe. ¿Acaso era posible, después de todo, que él no fuera otra cosa que un muñeco, un esclavo o un títere, en manos de ese viejo infeliz? ¿Que todos sus actos pasados, presentes y futuros, estuvieran de antemano ordenados y escritos en ese ridículo libraco?

Sin pensar qué hacía, se lanzó sobre su anciano visitante, procurando arrebatarle por la fuerza el último tomo. El viejo se defendió en forma obstinada, produciéndose entre ambos una especie de pugilato o forcejeo un tanto indecoroso que se prolongó por varios minutos, durante los cuales, afortunadamente, no sonó el teléfono ni entró nadie a la oficina.

A pesar de su aspecto frágil, el viejo poseía un insospechado caudal de energía física; pero X era por lo menos veinte años más joven, treinta o cuarenta kilos más pesado y, además, luchaba por algo que le pertenecía: su futuro, su vida y su libertad. Uno por uno fue torciendo los dedos del anciano, hasta obligarlo a soltar el pesadísimo volumen.

Por fin, ya triunfante, volvió a sentarse como si nada hubiera ocurrido, dando comienzo a su tercera y última lectura.

La historia se iniciaba, como lo había sospechado, con el asunto de la corbata. Luego se refería a la sospecha misma que había cruzado su mente: que aquello ya estaba escrito. Enseguida consignaba su furia y el acto ciego de arrojarse sobre el viejo.

Después, narraba con increíble fidelidad todos los detalles del silencioso combate, su victoria final y la iniciación de la lectura.

La página siguiente describía la lectura misma, y la subsiguiente la segunda lectura.

Y así continuó X, página tras página, leyendo la precisa descripción de cómo leía: corbata – sospecha – furia – pugilato – victoria – lectura – corbata.

Un obscuro instinto le decía que, si abandonaba el libro por un momento, éste empezaría a actuar por su cuenta, es decir a impartirle órdenes y a dominarlo. Por otra parte, si lo destruía sin leerlo, quedaría para siempre esclavizado a él: no podría dejar de pensar que, cualquier cosa que hiciera en el futuro, buena o mala, disparatada o sensata, ya habría estado escrita y anunciada en alguna de sus páginas.

Su única defensa parecía consistir, por lo tanto, en seguir aferrado al texto, sin dejar pasar una letra, una sílaba o una coma. Abrigaba, tal vez, la insensata esperanza de vencerlo por la velocidad, o sea, de leer con tal rapidez que pudiera en un momento dado llegar antes que él al futuro. En esta forma lograría, por fin, contradecirlo, ejecutando el ansiado Acto Libre o liberador.

El libro parecía adaptarse, sin embargo, al ritmo de la lectura, con la automática precisión de un reflejo o una sombra, mientras más rápidamente leía más rápidamente lo informaba de cómo había leído y con cuánta rapidez. Si, haciendo una trampa, se saltaba una o varias páginas, el libro ejecutaba el mismo salto, a la manera de un steeplechase o carrera de obstáculos; al explorar la última página, lo único que encontraba era el hecho ya conocido de que la había explorado y, si volvía atrás, leía que había vuelto atrás.

Después de un lapso no determinado, el viejito, vencido tal vez por el aburrimiento, se retiró en puntillas quién sabe hacia dónde y no ha vuelto a vérsele más.

En cuanto a X, por todo lo que sabemos, continúa leyendo o leyéndose leer, apresado en la trampa de su propia libertad, o de su propia clarividencia, sin atreverse a pestañear o a mover los ojos del texto, hasta el día de hoy.

El masoquista

El asunto ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo era extremadamente joven y carecía en absoluto de dinero.

Mediante la influencia de un pariente bien colocado logré obtener un vago nombramiento como reportero en un importante rotativo de nuestra ciudad. Por cierto que no percibía ningún sueldo fijo: se suponía que sería pagado una vez que obtuviera algún reportaje que, a juicio del diario, fuera considerado interesante.

Traté en vano de entrevistar a personajes conspicuos o semiconspicuos: Senadores, Diputados, Ministros de Estado, Sub Secretarios y hasta Regidores Municipales. Todos me daban con la puerta en las narices.

Al final me desmoralicé por completo y, movido por un humor sombrío y extravagante, al pasar frente a un negocio de libros usados, gasté mis últimos pesos en la adquisición de un volumen titulado Magia Negra. El subtítulo era “Filtros, yerbas afrodisíacas, conjuros mágicos”.

Este libro dio con la clave del asunto, permitiéndome realizar el más brillante (y el único) reportaje que he hecho en mi vida. En la página 334 decía así: “Método infalible para conjurar al Demonio”. La fórmula era fácil de ejecutar y sorpresivamente económica: algunos granos de comino, una cucharada de pimienta, otra de azufre… en fin. El hecho es que llegando a mi casa, puse en práctica la receta, sin abrigar, por cierto, esperanzas de ninguna especie en cuanto a su resultado.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, una vez cumplidos los últimos sahumerios, recibí la visita de un caballero vestido de rojo, poseedor de dos pequeños cuernos muy bien cuidados y lustrosos.

No entró por la puerta sino que se apareció discretamente en un rincón, procediendo casi de inmediato a sentarse, sin esperar mi invitación.

Parecía una persona de mucho mundo, un tanto aburrido o desinteresado de cuanto ocurría a su alrededor. Comprendiendo mi turbación, trató gentilmente de ayudarme, iniciando él mismo la conversación.

-¿Es usted italiano? -me preguntó.

Como yo le asegurara lo contrario, pareció enormemente satisfecho.

-Me alegro -dijo-. No soy muy amigo de los italianos. Hay uno de ellos, un señor Papini, que me molesta particularmente, ha adquirido la mala costumbre de escribir sobre mi persona en la forma más arbitraria e irresponsable. Entre otras cosas, cae constantemente en la intolerable vulgaridad de llamarme “Ángel Caído”. ¿Cuándo comprenderán que yo no me he caído jamás de ninguna parte? Lo ocurrido entre Dios y yo es muy diferente: hemos tenido una disensión o discrepancia, la cual nos ha obligado a separarnos, en forma, por lo demás, muy civilizada y agradable. No quiero decir que hayamos discutido propiamente. Con Dios no cabe tal actitud. Él tiene siempre, por supuesto, la razón. Mi discrepancia consistió y sigue consistiendo en decirle no, simplemente, sin razón alguna. Sin duda, el equivocado soy yo, pero esta equivocación ha dado origen a una serie de planteamientos y de cosas interesantes. ¿Qué sería de Dios si nadie jamás lo hubiera contradicho? Un Relojero, tal vez, o un Motor, todo lo inmóvil que se quiera para usar los términos de la Apologética casera; en buenas cuentas, algo así como un mecanismo generador de mecanismos. Y el Mundo no sería otra cosa que una especie de industria única o Monopolio sin relieve ni misterio, e incluso sin alma ni personalidad. La palabra “bueno” no tendría sentido: solo empieza a definirse en contraposición con lo “malo”. Con toda modestia, pienso que mi colaboración al Universo, tal como lo vemos y entendemos hoy día, no deja de tener alguna importancia. Si yo no hubiera adoptado esa posición, por lo demás tan antipática y poco comprendida, no habría Santos, ni Mística; más aun, ni siquiera existirían la honradez y la honestidad burguesas. En buenas cuentas, si Dios es el Creador del mundo físico, soy yo, lo digo sin ninguna jactancia, el verdadero creador o impulsor del mundo moral.

En fin, mi reporteado siguió perorando aproximadamente en esta forma, es decir, como un viejo resentido y mediocre, que repite sin descanso la historia de sus pretéritas y olvidadas hazañas, o como un Diablo extraído precisamente de las páginas de un libro de Papini.

Lo único realmente interesante fue lo que me contó al final y eso vale, a mi juicio, por todo el reportaje. Es la historia del masoquista que pretendo transcribir aquí, sin agregados ni comentarios, o sea con el máximo de fidelidad.

-Cuando llegó al Infierno lo hice esperar, como es la costumbre, en mi antesala, mientras echaba una ojeada a su expediente. Es una práctica burocrática que ejecuto de mala gana y, por lo tanto, con extrema velocidad. En tiempos de epidemias o de catástrofes llego incluso a eliminarla por completo, enviando a los condenados a su castigo directamente, sin mayor análisis.

“El pretexto que me doy a mí mismo en tales casos es la falta de tiempo; pero este es un pretexto fútil o, si se me permite la expresión, una mentira piadosa. El tiempo me sobra. Lo que sucede es que los pecadores y los pecados son horriblemente insípidos, todos iguales, sin el menor relieve o matiz que los diferencie unos de otros. Una práctica de siglos me ha enseñado a prescindir de sutilezas en mi profesión, mi establecimiento tiende, cada día más, a estandarizarse: tres o cuatro suplicios, cinco o seis grados de intensidad, eso es todo.

“A veces acaricio el proyecto de simplificar las cosas aun más, estableciendo el tormento único o suplicio universal.

“Ocasionalmente, sin embargo, llegan casos curiosos que me hacen reflexionar un poco en el sentido contrario. Uno de ellos es el de este sujeto, ¿cómo lo llaman ustedes? ¿Maquinista? ¿Franc-Masonista?

-Masoquista -corregí con timidez.

-¡Ah! Eso es… Eso es… Yo nunca he sido cruel o violento por naturaleza, como vulgarmente se cree. Mi labor la ejecuto fría y mecánicamente, sin ninguna animadversión especial para con mis clientes. Al leer la historia de este hombre, sin embargo, confieso que me irrité: como todo profesional serio, nunca he podido tragar a los aficionados o diletantes. Según rezaba el expediente, desde su más tierna infancia se clavaba alfileres debajo de las uñas, práctica que había perfeccionado, andando el tiempo, llegando a utilizar clavos y hasta tornillos. Después de casado adquirió la costumbre de obligar a su esposa a maltratarlo todos los días; si alguna vez la pobre, fatigada tal vez por las labores domésticas, se resistía a hacerlo, él la obligaba usando la fuerza: es decir, la golpeaba hasta que ella accedía a golpearlo.

“A sus hijos, que adoraba más que nada en el mundo, los mató, uno por uno, con el deliberado propósito de sufrir él mismo.

“Por último, pareciéndole todo poco, se recluyó en una especie de claustro particular, a objeto de perfeccionar o dar rienda suelta a su extraordinaria vocación. Allí se hacia tajos con un cuchillo y se inyectaba toda suerte de virus; se apaleaba a sí mismo y se clavaba clavos en el cuerpo con la ayuda de un martillo.

“Un día cualquiera, en una de sus delirantes orgías, se propasó, llegando al extremo de matarse.

“‘Fue un accidente’, me aseguró un minuto después, cuando me vi obligado, muy a pesar mío, a cambiar con él algunas palabras. ‘En realidad, yo amaba la vida, y desconfiaba de la existencia de otra; temblaba al considerar la posibilidad de que mis sufrimientos pudieran concluir alguna vez’.

“Tal vez fue esta frase la que agotó definitivamente mi paciencia; sin mayores trámites ni contemplaciones, lo destiné al suplicio número uno, con el grado máximo de intensidad.

“‘Ahora verás lo que es bueno’, exclamé para mis adentros. ‘¿Con que clavitos en las uñas y tajitos en el vientre? ¡Ahora verás!’.

“Nunca había mandado a nadie con tanto placer al Infierno.

“Mi satisfacción duró poco, sin embargo. Al practicar mi visita de inspección algún tiempo después, pude constatar con desagrado que el hombre estaba entero, optimista y hasta dichoso. Al verme, se acercó murmurando algunas palabras de agradecimiento; llegó hasta el extremo de llamarme ‘Maestro’.

“Me enfurecí. Ordené de inmediato la ejecución de una amplia y cuantiosa transformación tendiente a ampliar e intensificar los suplicios que, por lo visto, estaban lamentablemente anticuados. Reparé fuelles y cadenas, algunas de las cuales estaban un tanto oxidadas; hice afilar una vez más todas las púas, ganchos y picotas, y cambié totalmente el sistema de enrarecimiento del aire.

“Luego dejé pasar unos treinta a cuarenta años en espera de los acontecimientos: había que darle tiempo al tiempo, o eternidad a la eternidad.

“Cuando volví, comprendí de inmediato que yo estaba derrotado. El Masoquista parecía no solo dichoso sino eufórico; había engordado considerablemente y sus gestos y ademanes eran los de un hombre realizado, en plena concordancia con el medio y seguro de sí mismo.

“Apenas llegué, me abrazó; luego se hincó espectacularmente, besándome las manos.

“‘Nunca podré agradecerle lo suficiente, Maestro, las molestias que se ha dado por mí… Estas admirables transformaciones… ¡En fin! ¡Todo es demasiado maravilloso! Siento que no lo merezco en modo alguno’.

“Me retiré en forma brusca, sin dar contestación a sus palabras. Me dominaba un sentimiento de asco mezclado a una intolerable sensación de impotencia.

“Fue entonces cuando decidí apelar a un recurso extremo, rara vez usado: solicité audiencia al Caballero del otro lado, es decir al Padre Celestial. El anciano Caballero me recibió con una condescendencia admirable, como acostumbra hacerlo en estas ocasiones.

“Le expuse en pocas palabras mi pensamiento. Si este hombre gozaba sufriendo, solo podría sufrir gozando. En otros términos, aunque pareciera escandalosamente absurdo y fuera de lógica, parecía aconsejable trasladarlo, a modo de castigo, al Paraíso.

“Dios prometió estudiar el caso y, al poco tiempo, envió un emisario con orden de efectuar el traslado. El Masoquista aceptó la situación con gran serenidad. Por primera vez sentí por él una especie de simpatía, cuando lo vi alejarse entre las nubes.

“‘Pobre diablo’, pensé. ‘¡Al fin va a sufrir de verdad!’

“Apenas habían transcurrido unos meses, años o siglos, no recuerdo bien, cuando el mismo emisario regresó con nuestro personaje de vuelta al Infierno.

“Parecía aun más gordo y contento que antes: sus mejillas tenían un saludable color sonrosado y su mirada limpia y fresca expresaba una ingenua y desbordante alegría. Comprendí de inmediato que el experimento había resultado un fracaso.

“Al verme se arrodilló en forma melodramática, besándome abyectamente los pies.

“‘Maestro’, exclamó. ‘Una vez más debo agradecerle su extraordinaria fineza: he pasado, gracias a usted, por una experiencia inolvidable. ¡No tengo recuerdo de haber sido nunca tan perfectamente feliz!’

“‘Pero ¿cómo?’, objeté. ‘Yo tenía entendido que a usted solo le gustaba el sufrimiento…’.

“‘¡Exactamente!… ¿Y usted cree que no es un sufrimiento, tal vez el más exquisito de todos para una persona con mis aficiones, el no poder sufrir?’.

“La endiablada dialéctica de este hombre tenía la virtud de encolerizarme hasta la tartamudez.

“‘Y bien’, balbucí. ‘¡Esto se acabó! ¡No subirá usted nunca más al Cielo!’.

“Al oír esto, el Masoquista se levantó, como movido por un resorte y, antes que yo pudiera evitarlo, me estampó un fogoso y repulsivo beso en la boca.

“‘Esta dulce prohibición era todo lo que esperaba de usted, ¡mi bienamado Maestro! Ahora no podré gozar nunca más del delicioso tormento de no sufrir. ¡Qué agudo, qué novedoso, qué refinado martirio me proporciona!’.

“Lo abofeteé y luego lo golpeé en el suelo: sus ojos azules y diáfanos como los de un niño me sonrieron con una expresión de agradecida complicidad.

“Desde entonces no he vuelto a mirarlo de frente; solo lo observo de soslayo.

“De más está decir que, a partir de ese momento, nuestra derrota ha sido completa: la mía y, me atrevo a decirlo, también la de Dios. El Masoquista se pasea entre el Cielo y el Infierno alternativamente, engordando cada vez más y molestando a todo el mundo con su insolente, obscena y monstruosa felicidad.

“En el curso de los siglos no solo ha engordado, sino también ha crecido, adquiriendo un volumen tal que resulta difícil no toparse continuamente con él, y cuando nos divisa, a Dios o a mí, corre a saludarnos. Se siente obligado cada vez a expresarnos su agradecimiento con un verbalismo meloso que, a mí por lo menos, me resulta de pésimo gusto. En mi concepto, su sola existencia constituye un escándalo y un mal ejemplo para todos.

“Solo Dios podría resolver el problema, pero por muchas razones más o menos inescrutables, no se decide a hacerlo. Por una parte, esto estaría contra todos sus principios y tal vez lesionaría, en cierta medida, su amor propio. Hasta el momento ningún ser inmortal ha sido desinmortalizado, ni cosa alguna brotada de sus Manos ha sido sometida a la más leve reconsideración.

“Pero hay algo más. Como todo gran artista, Dios prefiere no hablar directamente, sino a través de sus creaciones o criaturas: seguramente por intermedio del Masoquista quiso decir algo… Pero ¿qué?

“A veces pienso que Él mismo no lo sabe todavía con mucha certeza; cuando lo observa, noto en su Omnisciente mirada algo así como una sombra de perplejidad.

“Tal vez no ha terminado de decidir si se trata de su obra maestra o, por el contrario, de la primera equivocación cometida en toda su carrera.”

El resto de mi reportaje no tiene interés alguno y se reduce a las inevitables frases que anteceden a toda despedida. El Diablo sacó de su chaleco un inmenso reloj que, según pude observar, no tenía números ni divisiones indicativas de las horas. En vez de dos punteros, tenía uno solo que giraba en redondo sobre una superficie blanca y vacía. Sin duda, más que un instrumento útil, constituía un pretexto para dar término a sus entrevistas.

-Usted me perdonará -dijo-, pero se me está haciendo un poco tarde y debo retirarme. He pasado un momento muy agradable conversando con usted. Espero volver a encontrarlo en otra oportunidad.

Esta última observación fue hecha aparentemente sin ninguna malicia o doble intención. Hizo como que salía de la pieza y, antes de llegar a la puerta, se esfumó con exquisita discreción y delicadeza.

De más está decir que mi reportaje fue rechazado por el diario. El Director estimó que se trataba de una burla, y aprovechó la circunstancia para alejarme definitivamente de mis hipotéticas funciones. Debido a lo cual, la presente historia ha permanecido inédita hasta el día de hoy.

Biografía

José Edwards (1910-1970) Es uno de los escritores más curiosos del siglo XX en la literatura chilena. Perteneciente a la generación del 38, José Edwards comenzó a escribir su obra alrededor de 1950, la que transita desde el cuento a las piezas teatrales, para culminar con la publicación póstuma de Post data, editado por su esposa Ignacia Aguirre de Edwards y su amigo personal Eduardo Anguita, entre otros. Este último señala: «En este libro sobresalen temas capitales: el libre albedrío, el ‘doble’, la fusión o no fusión erótica, el pecado, y fundamentalmente, el de la trascendencia de nuestra vida. La existencia humana -como se expresa nítidamente en El hombre del sillón– solo adquiere sentido cuando la vida se enfrenta con su antítesis, la muerte, y en esta moneda de doble faz brilla, incontestable, la necesaria presencia de un Fin Supremo, un Bien que no es otro que aquel ‘Dios que se oculta’, como escribiera Pascal». La breve narrativa de José Edwards es una composición poética y filosófica con un matiz de comicidad que permite una lectura ágil. 

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