Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Como a Sergio Pitol, Europa del Este siempre me fascinó. Si diez años quedan, diez años trashumaré por allí, entre otros panoramas. Leo a los “rusos” desde los once. Me inicié con Los cosacos, de León Tolstoi; le siguió La aldea de Stepanchikovo, de Dostoievski; a este divertido episodio del alma rusa se añadió la tragedia de Sacha Yegulev, la historia de los Hermanos del Bosque, bandidos. La prosa de Leónidas Andreyev alcanza aquí visos de poesía y marcó un hito en mi entonces impensada caminata de literato entre obrero, señorito y lumpen. Otra marca fundamental fue Gogol, primero en El Inspector, brevísima dramaturgia de alta comicidad, y después en la no menos jocosa, en superficie antes del análisis, Las almas muertas, que adoró mi madre.
La lista es intensa; inmensa por supuesto, y aunque tengo el prurito de hacer referencias me dominaré un poco hoy. Hubo los grandes libros, de muchísimas páginas, sagas gigantescas; a veces novelas; a veces memorias. Vasily Grossman en Vida y destino; Tinieblas y amanecer de Rusia, trilogía del grande Alexei Tolstoi; El don apacible, de Sholojov; otra trilogía, de Solzhenitsin esta vez, que comienza con el majestuoso Agosto, 1914. En un podio esencial y único, las Memorias de Alexander Herzen, aquella mente privilegiada que desde Londres le hacía sombra al propio zar.
Busqué un libro por cuarenta años: Necrópolis, memorias del poeta que Nabokov consideró el mejor del siglo que empezaba: Vladislav Jodasévich. Siempre supe que no había traducción al español. Lo más cercano era el italiano donde adoré al que fuera esposo de Nina Berbérova, con quien salió al exilio. Pues tengo una cómplice en la pampa húmeda argentina, Eliana Suárez, y a través de ella he conseguido, al fin, la “inexistente” versión española. Al fin de esta introducción pongo una nota al libro de su traductor. En la Red hay algo de la poesía de Jodasévich; hay que leerlo. No figura entre los grandes nombres de la gran literatura rusa y sin embargo temida era su rutilante estrella. La época no ayudó; no eran tiempos de poesía. Se esfumaron, con Berbérova. A esta magnífica escritora la descubrieron en Francia en las postrimerías ya, siendo hoy objeto de estudio y con sitial preferencial entre maestros.
Quiero gritar y no puedo, dice por ahí una canción. Correr y me duele la espalda. Leer y el libro está al fin de una lengua de tierra donde te asesinan de entrada y después, exagerando. Difícil, por ahora. Ya Eliana va preparando un paquete que incluye a Rabelais junto a Jodasévich, y otros en el área de ensayo. Si aguanté cuarenta multiplicados, por qué no unos meses para encerrarme en una torre de adobe y digerir la ambrosía de los dioses. Pronto. Acá el traductor habla del libro en sí. Lo dejo…
‘A la altura de Memoria de los poetas de los lagos de Thomas De Quincey, igualmente lúcido, se sitúa Necrópolis de Vladislav F. Jodasévich. Pocos libros ponen en evidencia un vínculo tan profundo con la poesía y los poetas de su tiempo. Releí Necrópolis muchas veces a lo largo de los últimos veinte años, siempre con el mismo placer, siempre con el mismo asombro por la inteligencia y la sensibilidad de su autor. Al igual que De Quincey, Jodasévich no es un observador neutral. Por el contrario, todo su ser está empeñado en la aventura de animar la presencia de diez seres desaparecidos que provocaron tanto su admiración como su piedad. Observándolos detenidamente -con la frialdad que suscita el desacuerdo, con la calidez que infunde el afecto-, su técnica de retratista lo convierte indirectamente en la más notoria personalidad de su galería de raros: un hombre que intenta controlar sus pasiones, pero que continuamente se sirve de ellas para darle una vibración de vida a una época que para él mismo era casi inasible cuando se propuso abarcarla. Es esa incómoda parcialidad, asumida por Jodasévich como un componente inevitable de cualquier visión veraz, lo que le otorga un impresionante vigor a sus retratos de los más desconocidos y más reconocidos hombres de letras de un momento brillante de la literatura rusa, el del auge del simbolismo a comienzos del Siglo XX’ (Ricardo H. Herrera).