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Islandia

Rafael Narbona

El padre Bosco se sentó con Julián en una de las mesas que Martín solía colocar en el exterior apenas llegaba el verano. El cielo parecía una lámina azul cuidadosamente pulida. Las cigüeñas de la iglesia arreglaban sus nidos con la minuciosidad de un orfebre medieval. Las manchas grises, negras y verdes que salpicaban las afueras creaban la impresión de estar en el interior de un cuadro impresionista, esperando un golpe de pincel para imprimir movimiento a la escena. Julián alternaba pequeños sorbos de cerveza y unas aceitunas, que masticaba lentamente, como si no quisiera desperdiciar ni una brizna de su sabor. El padre Bosco pidió un vaso de vino y una nueva ración de aceitunas.

-¿Cómo va la revolución? –preguntó sin malicia.

-Mal –contestó Julián-. Como siempre. ¿Y qué me dice de su fe? Las parroquias cada día están más vacías.

-Malos tiempos para las utopías.

-Malos tiempos para casi todo, pero probablemente el pasado no fue mucho mejor.

-El pasado es un invento del presente, una deformación de lo vivido.

-No sé si tiene razón. El pasado vive en la memoria. Olvidamos muchas cosas, pero otras permanecen muy nítidas. Déjeme que le cuente una historia. Pienso en ella a menudo.

-Adelante. Le escucho.

-Hace años vivía en la calle Alcalá, pero no en la parte noble, sino en la zona de Pueblo Nuevo y Quintana. La mayor parte de los edificios eran viviendas de cuatro o cinco alturas. En las calles laterales aún era posible hallar casas bajas, con un pequeño patio y vecinos que aprovechaban el verano para sacar sus sillas a la acera, organizando una pequeña tertulia. Yo vivía en un bloque modesto de cinco plantas. Mi apartamento era interior, pequeño y oscuro. Mis vecinos pertenecían a la clase obrera, como yo, pero algunos empezaban a prosperar y se consideraban clase media. Tal vez por eso se mostraban particularmente despectivos con una vecina con aspecto de mendiga y un hijo esquizofrénico. El chico era tímido e inseguro. Intentaba pasar desapercibido. No hablaba con nadie y no causaba problemas. Su madre no era conflictiva, pero nunca desperdiciaba la ocasión de charlar con los vecinos. Cuando alguien le respondía con frialdad, fingía no darse cuenta, pero en sus ojos se apreciaba tristeza.

-¿Recuerda cómo se llamaba?

-No recuerdo su nombre, pero sí su aspecto. Era una mujer menuda y algo gruesa. Con el pelo blanco y recogido en una coleta, siempre caminaba con una especie de bordón, con la punta de hierro y, en la otra mano, solía llevar una bolsa enorme de El Corte Inglés. El bordón no era un capricho o una extravagancia, sino una triste necesidad. En más de una ocasión había puesto en fuga a los chavales del barrio que hostigaban a su hijo, arrojándole pipas, escupitajos y cáscaras de naranja. Se dispersaban cuando recibían los primeros estacazos. Mientras se alejaban, la mujer agitaba el bordón, mostrando la punta de hierro.

-Una mujer valiente –dijo el padre Bosco-. ¿Qué edad tenía?

-Nunca se lo pregunté, pero creo que superaba los setenta. Cojeaba por culpa de una lesión de rodilla, pero había descartado operarse, pese a la insistencia de los médicos. Decía que podría salir mal y quedar impedida. «¿Quién cuidaría entonces a mi hijo?», preguntaba con angustia.

-Dice que tenía aspecto de mendiga. ¿No cuidaba su higiene?

-Claro que sí. Nunca desprendía mal olor y sus mejillas mostraban un color muy saludable, pero su ropa era vieja y descolorida.

Julián pidió otra cerveza para continuar su relato. Tras beber un largo trago, le explicó al padre Bosco que su vecina vestía como una aldeana acostumbrada a realizar largos recorridos por el campo, con un haz de leña a la espalda y un cubo lleno de fruta, pero sus paseos no discurrían por senderos de montaña, sino por los caminos de tierra del Parque Calero, un rectángulo de frescor en mitad del asfalto que apenas mitigaba el calor de julio y agosto, cuando el barrio se convertía en un laberinto ardiente, con los edificios jadeando como un gigante asmático. Hasta el anochecer, las persianas permanecían bajadas. A partir de la nueve o las diez, todo el mundo abría las ventanas, intentando crear corrientes de aire. El Parque Calero se convertía a esas horas en el refugio de muchas familias, que bajaban a la calle con sillas de playa, pequeñas neveras e incluso televisores. Julián solía encontrarse con su vecina de madrugada, cuando ya se habían retirado las familias y solo quedaba algún paseante solitario.

-Por entonces yo tenía un chucho muy simpático que se llamaba «Pancho». Ya sabe que siempre me han gustado los perros. Mi vecina abría los brazos apenas lo veía y se inclinaba para jugar con él. No le molestaba que lamiera sus mejillas y le mordisqueara la nariz. Yo sonreía y le preguntaba por su hijo. A veces, respondía que estaba bien. Otras, se callaba y miraba hacia otro lado.

Julián hizo una pausa y miró al cielo, donde una banda de milanos planeaba buscando algo de comida. Después, prosiguió la historia. Su tono se hizo más apagado, casi como si murmurara un secreto. Casi todas las primaveras el hijo de su vecina mujer sufría una recaída y desaparecía durante días. En esos momentos, su madre recorría el barrio como un peregrino que ha perdido el rumbo y no sabe si hallará de nuevo el camino. Preguntaba en los comercios, hablaba con la policía, lloraba en un banco del parque. Su hijo siempre reaparecía, pero más delgado, con el pelo sucio y las manos ennegrecidas por las noches pasadas al raso. No respondía a las preguntas de su madre. La psicosis actuaba como una burbuja que le aislaba de la realidad. Sus ojos insinuaban que había realizado un largo viaje por tierras extrañas, pero quizás había pasado los días bajo un cartón o refugiado en uno de los puentes de la M-30, conviviendo con otros seres tan desgraciados como él. Los vecinos le observaban con temor, murmurando que era peligroso, pues a veces no devolvía el saludo o mascullaba cosas incomprensibles. Algunos preferían subir a pie dos o tres pisos y no compartir el ascensor con él. Era un muchacho alto y muy moreno, que escondía su cara bajo una gorra de béisbol y unas enormes gafas de sol. Un ser marginal e insignificante para la mayoría, pero no para su madre, que le consideraba el centro de su vida. «Es muy tímido –repetía la pobre mujer-. Ha sufrido mucho. Su maldita enfermedad lo tortura, metiéndole en la cabeza auténticos disparates. Dice que es malo, que merece sufrir, pero lo cierto es que nunca ha hecho daño a nadie».

-Yo no le tenía miedo e incluso lograba sonsacarle algunas palabras –dijo Julián, depositando el hueso de una aceituna en un plato-. Antes de su última y definitiva desaparición, charlamos brevemente en el portal.

-Me marcho a la playa –anunció con las manos en los bolsillos de un pantalón de chándal.

-¿Adónde? ¿Tal vez a Alicante o más al sur? –pregunté.

-No tan lejos. Me voy a Moratalaz.

-Pero si en Moratalaz no hay playa.

-Se equivoca. El mar está cerca de las tapias de La Almudena. Si te sientas en una piedra y te olvidas del tráfico, puedes escuchar las olas. Lo mejor es la brisa. Puedes sentirla en la cara, mezclada con el olor a algas, caracolas y salitre. Algún día me subiré a un barco y navegaré hasta Islandia. Sé que allí seré feliz.

-Fue nuestro último encuentro –prosiguió Julián, acercándose al final de su historia-. Se marchó y nunca regresó. Su madre le buscó durante meses, confundiéndole a veces con otros jóvenes de aspecto parecido. Su ilusión se esfumaba apenas se acercaba un poco y comprobaba que se trataba de otra persona. Cuando entendió que jamás volvería, se dedicó a acumular basura, provocando la ira de los vecinos. Quizás lo hacía porque no encontraba otro motivo para seguir viviendo.  Una tarde llamaron al timbre y abrí la puerta. Era el presidente de la comunidad, pidiendo mi firma para presentar una denuncia contra ella. No firmé, ganándome su antipatía y la del resto de los vecinos. Poco después, me mudé a otro barrio. Pensé en despedirme de la pobre mujer. No lo hice.

-¿Por qué? –preguntó el padre Bosco.

-No sabía qué decirle. Han pasado más de quince años. Es posible que haya muerto.

-¿Qué habrá sido de su hijo?

 -Puede que aún esté en la playa de Moratalaz. Tal vez algún día me acerque a ese lugar y lo encuentre, con los pies descalzos y esperando un barco que lo lleve hasta Islandia.

El padre Bosco imaginó al joven con su gorra de béisbol y sus gafas de sol. Deslumbrado por el viento y la espuma, quizás sus ojos reflejaban la dicha del que ha vislumbrado el paraíso.

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