Antes
-lo recuerdo bien-
con cierta frecuencia
solía encontrarme
en la calle
en una plaza
en reuniones familiares
con gente que me decía:
Yo conocí a tu padre.
La frase
deslumbrante
se desplegaba
como una joya
nacida del misterio, mi padre
siempre joven
se plantaba entre otras palabras
forzando el itinerario de los hechos
y en esas palabras
estoy yo
de niña
en un cementerio
caminando al costado
de una hilera de cruces
que brotan de la tierra
y tienen la misma altura de mi cuerpo.
A la gente le gusta contar historias
donde una niña y la muerte
se entreveran
con cierta ampulosidad y desconsuelo.
Mi padre ha quedado petrificado
en una escena única
-morirse joven es casi lo mismo
que haber filmado una película en Hollywood-.
Mi cuerpo ya se acerca
al doble de la edad que tuvo mi padre
cuando se encontró con la muerte
-los años se enciman y
las células responden,
el tiempo con sus pezuñas
ha seguido avanzando
después de aquella estampa con la niña
y las cruces en el cementerio, parece mentira-.
Ya nadie me detiene
para decirme que conoció a mi padre
e hilvanar después
con palabras fantásticas
apabulladas
otra historia
capaz de sorprender a una mujer
que escucha
con oídos de niña.
La muerte de mi padre
se quedó sin auditorio,
ha ido perdiendo sus testigos
en el desparramo de los días,
hoy la muerte a secas
se ha vuelto un hecho tan trivial
como un simple envoltorio de jabón
o galletitas.